Flores Porteñas: los secretos del pan dulce de la panadería más antigua de la ciudad
"El verdadero pan dulce lleva por kilo de harina, un kilo de frutas secas y abrillantadas: nosotros le ponemos 1 kilo 200", afirma, categórico, Leonardo Messina, de 56 años, propietario de Flores Porteñas, la panadería más antigua de la ciudad de Buenos Aires, situada sobre la Avenida Rivadavia al 3100. Fundada en 1885, su primera dueña fue Josefina Sarmiento, hermana del expresidente. La frecuentaba Cortázar, y Juan Domingo Perón no comenzaba su día sin media docena de medialunas de manteca de esta panadería y no de otra.
"El pan dulce para nosotros es una ceremonia", afirma. Comienzan a elaborarlo a las 4 de la madrugada y hacen hasta 200 por día. "No me importa quedarme toda la noche haciéndolos", confirma Manuel Castillo, 53 años, pastelero. Tiene mañas y secretos: la harina y el horno le dan señales que respeta.
"Por supuesto que tiene muchos secretos el pan dulce, el primero: dedicarle tiempo", confirma. "Para mí es mejor que el de Plaza Mayor", sentencia Eduardo Lurie, de 64 años, vecino que hace 50 años lo compra con marcial tradición todos los diciembres, aunque en "Flores Porteñas" lo hagan durante todo el año.
Flores Porteñas es un monumento vivo de la ciudad de Buenos Aires. Cuando abrió las puertas en el lejano 1885, la estación Once, a dos cuadras, había sido inaugurada apenas dos años antes. Un tren, pionero en el país, recorría desde Estación del Parque (Plaza Lavalle), pasaba por Once y llegaba a un "pueblo", conocido como Flores. Hoy, el barrio, su estación se inauguró el mismo año. Era una traza ferroviaria de diez kilómetros que cruzaba caseríos y una ciudad que germinaba, y que soñaba con ser la que hoy es, inmensa y atrapante.
Los carruajes pasaban por las puertas de la panadería. Todavía conserva gran parte del mobiliario original. Un antiguo cartel circular presenta su nombre, en el centro se ven tres damas risueñas y bellas, de aquella época: las flores porteñas.
Cada panadería tiene su receta. "El pan dulce que hacemos es diferente", sostiene Messina. Confesará los arcanos procesos que lo vuelven un objeto de culto que a través de los siglos ha logrado hechizar a su clientela. "Durante tres días maceramos las frutas abrillantadas en licor", afirma. No dirá el sabor ni la característica de ese elixir. Una vez que han embebido el perfume y el alma de la bebida, la emulsionan con las frutas secas y las suman al "amasijo", es decir, la masa. "No tenés que amasar mucho porque si no la masa queda oscura", afirma.
"Nos lleva mucho tiempo, solo usamos productos de calidad y no somos mezquinos, el pan dulce es algo muy importante para los argentinos: ¿Cómo vas a hacerlo mal?", reflexiona Messina. El proceso comienza con la cascada de huevos. Cada kilo de pan dulce lleva hasta nueve huevos. "Es más fácil si le agregás agua, pero entonces modificás el sabor y no queremos eso", explica. En días anteriores a las Fiestas, por cada bolsa de 50 kilos de harina, usan 360 huevos. "¿Sabés el tiempo que te lleva cascarlos uno por uno?", confiesa.
El mayor misterio se resuelve con la dedicación y en horas aún nocturnas. Una vez que los huevos están listos, a las seis se comienza el bollado. Durante todo el día se trabajará esta masa. Con paciencia, se le añade azúcar, manteca. "La vas observando y eso te va indicando los pasos por seguir", afirma Castillo. Antes de hornear, separan masa para el pan dulce tradicional, para el madrileño (que no lleva fruta abrillantada) y el genovés, una versión "achatada" del tradicional. El horno, para esta icónica preparación, "debe estar frío", es decir, se trabaja con el calor que quedó de la producción del pan y las facturas que se hacen a primera hora del día.
Una hora, no más, y lo sacan. "Mi tío me enseñó a probar todo lo que hacés, sino es imposible vender", afirma. Ningún pan dulce sale a vidriera sin pasar el estricto control de Messina y su pastelero: "Al otro día lo abrimos y lo probamos, solo así, lo ponemos a la venta", sentencia.
"Nuestro pan dulce dura un mes", confirma. Los primeros días de diciembre, los clientes lo llevan para Navidad y Año Nuevo. "El secreto está en envolverlo en papel aluminio -dice-. Esta clase de pan dulce se hace más rico con el paso del tiempo".
Algunos puristas lo prefieren recién salidos del horno. "Pero es mejor que pasen varios días hasta comerlo, así la fruta y la masa comparten aromas", completa Messina. Están aquellos que lo meten en el freezer. Hasta seis meses conserva sus cualidades.
De La Tablada a Nueva York
"Nací en una panadería, mi madre me acunaba en una canasta de pan", confiesa Messina. Su familia tuvo panadería siempre. El oficio, con sus avatares, lo acompañó desde sus primeros días. Cuando cumplió 17 años, su padre, italiano, cumplió un sueño: vivir en Nueva York. Llevó a toda la familia, compraron una casa y abrió una panadería en la ciudad más cosmopolita del mundo. "Pasamos de hacer pan en La Tablada a hacerlo en Nueva York", recuerda.
Un maestro panadero napolitano le enseñó más secretos. La experiencia lo ayudó para completar saberes. La cuadra es un espacio que se gana a fuerza de prueba y error, y de estar horas amasando y controlando el horno. Regresaron a Buenos Aires luego de pasar dos años en Estados Unidos. "Mi madre extrañaba el contacto con la gente, yo aprendí mucho", afirma Messina. Nuevamente en el país, y en la ciudad capital, compraron panadería y continuaron trabajando. "Mi padre perdió un poco las ganas, así que tomé la posta", confirma Messina.
"Flores Porteñas" era el predestino de este pandero. En el 2003 estaba por comprar una panadería en Villa Urquiza y cuando estaban por firmar, la dueña se arrepintió y la operación se cayó. La otra opción, lo enamoró. "Ni bien entré supe que de acá no me iba a ir más", recuerda cuando conoció esta panadería. No estaba en su mejor momento. "Era un desafío volver a ponerle brillo a la panadería más antigua de la cuidad", confirma. Trajo dos escuderos: camaradas de la cuadra: su pastelero y panadero.
La vieja escuela y la nueva, dos épocas se enfrentan cuando se cruza el umbral de la puerta. "Lo mejor que le puede pasar a un muchacho, es que un viejo maestro le enseñe", afirma Messina. "Aunque cada vez quedan pocos", agrega. "En las escuelas podés aprender mucha teoría, pero después frente al horno, la teoría se cae", sentencia Messina. "Acá todavía hacemos pan a la antigua: en horno de ladrillo y con palas. "Cuando pusimos horno rotativo, tuvimos que regalar el pan, nadie lo quería", asegura.
La vieja cuadra, que atravesó tres siglos diferentes y desde cuyo horno no ha dejado de cocinarse pan, es el punto de aprendizaje. "Dependemos de la temperatura del día y de la observación, la harina no es la misma todos los días a pesar que sea de la misma marca", explica Castillo.
La actividad comienza a las 4.30, el pan se amasa a la tarde del día anterior. Primero salen las facturas. Luego el pan, y los demás productos. En la panadería no alcanzan los ojos para abarcar tanta variedad. ¿Especialidades? La medialuna de manteca. Perón fue su devoto. Hasta marzo, hacían 7200 por día. En este año de pandemia, bajaron a la mitad.
La ensaimada y la sfogliatella son otras de las especialidades. La segunda, venerada por los italianos. "Me enseñó a hacerla el panadero napolitano en Nueva York", recuerda. "Allá la hacíamos con grasa de algodón y rellena de ricota, huevo y melón, acá va con crema pastelera".
"Es una vida sacrificada la del panadero", afirma Messina, que arranca sus días a las 4.30 para llegar a las 5.15 para ponerse al frente del mostrador y controlar la producción. "A las 6 abrimos llueva o truene", asegura. Las razones definen un oficio que se pierde en la vorágine de los días actuales. "Tengo un cliente que todos los días viene a esa hora a buscar pan caliente, no le puedo fallar", concluye el panadero.