El local de la calle Paraná sobrevivió a su gemelo sobre Montevideo, y tiene una altísima demanda en el horario pico de los viernes y los sábados
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“Puedo dar nombres, no apellidos”. Eso dice Alberto, el socio-dueño de Pippo, catedral del bife de chorizo y el vermicelli con tuco y pesto. Pues, sí, que siga a su manera con sus historias que marcan a las ligas mayores de la gastronomía porteña. “Son condiciones que yo pongo, nada más. Nunca hubo una exposición, ni me interesa. Mi familia era un grupo de italianos, entre ellos Don Pedro, Pippo. Pippo, con dos ‘p’, porque el pintor del cartelón, en la fachada del local original, se equivocó ese día, y lo bautizó”.
Era el año 67: abre el local de Paraná, entre Sarmiento y Avenida Corrientes, que hoy sobrevive a su gemelo ya extinto, que estaba sobre Montevideo. Llegó a haber una proliferación: hubo locales de Pippo en Callao y Santa Fe, Esmeralda y Corrientes, Esmeralda y Tucumán, y dentro del shopping Spinetto. “El país los fue cerrando”, se lamenta Alberto.
De pronto, llega la estrella a la mesa: el vermicelli, un fideo grueso, macizo, sin agujerito en el medio –como muchos creen–. Tiene una fórmula secreta registrada. Era necesario para comerlo, en los 60, 70, ponerse la servilleta al cuello. Actualmente, las servilletas son de papel, pero se puede pedir una de tela en el mostrador.
Dice Horacio, el electricista de Pippo: “La medida del vermicelli es de 4 mm de ancho por un metro de largo. Se sostiene con la cuchara y se enrosca con el tenedor. Hay gente que no aprendió y succiona. Yo soy uno. Lo que me espanta es la gente que lo corta. Eso no se hace. Es como comer la pizza con cuchillo y tenedor: está mal visto cortar el vermicelli”.
Bodegón de luces dicroicas
Mesas de 2, de 4, de 8 en un rompecabezas que sigue hasta el fondo del salón; mozos apurados; carrera de obstáculos; el tango, Olmedo, Porcel, Moria y el Chaqueño Palavecino. El Astral, el Multiteatro, y hasta Güerrín en un rato, esas noches en las que Corrientes no dormía, y no se quedaban con hambre.
El pesto no está registrado, dicen en Pippo. Su combinación con el tuco genera un sabor indescriptible. Es albahaca mezclada con mucho ajo, pimienta y sal, en aceite de girasol. Pippo es el primer restaurante de Buenos Aires que utilizó manteles de papel. “Es mucho más higiénico”, dice su dueño. Pippo es mantel de papel y vino de la casa: “Venía de Mendoza en barriles a los que se les colocaba una canilla y, desde ahí, se llenaba el papagayo. Con el tiempo se prohibió y debía salir embotellado desde el origen. Empezamos a comprarlo en damajuana”.
De día, hay una mayoría de varones: abogados, bancarios. “Mirá las caras: son de 40 para arriba –señala Alberto–. La juventud busca la hamburguesa. Y no es económica. Andá a comer una hamburguesa y te sale lo mismo que sentarte acá, y que te atiendan. Al mediodía es gente de trabajo, y se vende menos bebida alcohólica. Es muy rápido, la gente come y se va. Tienen unos 20 minutos de espera; después, son cinco minutos y tienen el plato de vermicelli sobre la mesa”.
“Estoy de 10.30 a 17 –se presenta Paulo, un mozo histórico y muy querido–. Solo hago el almuerzo. Tiene que ser lo más rápido posible. Tomar el pedido y marcharlo. Agarré la costumbre de andar a 120 por hora. Allá [en Salta, su provincia] llego a la casa de mi familia, me pongo a tomar mate y termino a las 6 de la tarde. Voy una vez por año, unos 20 días. Están mis padres, mis hermanos, todos. Mi deseo es volver, pero esta es la profesión que elegí: es el trato, hablar con la gente. Todos los días aprendo algo nuevo”.
Se suma Martín, otro mozo. Su papá trabajó durante 30 años en el local que cerró, sobre Montevideo, entre Corrientes y Sarmiento. Él se mudó a la vuelta junto a otros cuatro empleados. “Ya van a hacer dos años –dice, tristón y querible–. Mamé Pippo desde que nací. Papá me traía de paseo. Tenía medio franco, y yo me quedaba en una mesa esperándolo, dibujando o charlando con los otros mozos. Era un padre muy cariñoso; aun ya siendo adolescente me trataba como a un nene”.
Vocación de mozo
Cada mozo es solicitado y esperado por su cliente fiel, quizás hasta unos 40 o 50 minutos, a hora pico. “Marche un bife de chorizo a punto”. Ay, ese olorcito. “Mi secreto: fuego fuerte –dice el parrillero, Walter–. El carbón se prende temprano, a las 9 o a las 10 de la mañana. Parece que se apaga, pero toma oxígeno y vuelve, se enciende. “Traémelo sangrando: vuelta y vuelta”, se escucha desde alguna mesa. “No hay riesgo: el frío del frigorífico le mata todo por dentro”, sigue Walter.
Hoy en Pippo son seis los mozos que sirven el vermicelli, el plato que más se pide. Le siguen: los ravioles y los ñoquis; entre las salsas, el tuco-pesto. Entre los postres, el flan con crema y dulce. “A la noche, mucha pareja, matrimonio, grupo. Al mediodía, gente de trabajo”, coinciden los mozos.
De la parrilla, se destacan tres cortes de bife, el asado, alguna achura, pollo, “y nada más”, señala Alberto. “Ahora volvimos a dar café –sigue–. Pero antes no había mesa y te tenías que ir. No existía [en el apogeo, los 70] la comida rápida y muy pocos locales estaban abiertos casi las 24 horas del día. Hoy cerramos a la 1. No hay más noche porteña”.
El mozo es hábil; ninguno usa bandeja. Les es más práctico el brazo. Los precedieron grandes maestros: Plácido López, López Guillán, Ceferino (por su parecido con Ceferino Namuncurá), Corvina, el gallego Manuel Suárez. “Estamos hablando de los viejos. Antes eran muy parcos; tratamos de que fueran más entradores. Mirales el paso al andar. No es el de cualquier mozo”, orgulloso, los define Alberto.
“Una vez les pregunté a los muchachos –dice el electricista, Horacio–: ¿Por qué le pusieron Corvina al mozo? ‘Mirale la cara; es parecido a una corvina’. Era cierto. Todo el mundo tenía su sobrenombre. Estaba el zorro, un paraguayo medio rubión, bajito. A Ramón le decían ‘la comadreja’. Por su fisonomía, y a él no le gustaba nada”.
Crisis desde el siglo XX
Porteño, una y mil veces; mucha carne, mucho dulce, mucha crema; celebrado pingüino con vino de la casa. Unos señores en la misma mesa desde 1967. El hijo que continúa al papá. Y la avenida Corrientes, sus filas, largas y apelotonadas; el puntín que toca el talón; la ansiedad de llenarse la panza; señora irritada y hambrienta, que reclama en Pippo o en la heladería Cadore, otro clásico: “Separen una fila para los turistas, por favor”.
A las 4 de la tarde, algún mozo subsiste en el salón. La propina triplica el sueldo, pero ya nadie les deja el 10 por ciento de la cuenta. “Los turistas de provincia no te dejan, ni los de países limítrofe –dice un mozo–. Salvo que te toque un chileno, un español o algún muy buen brasileño. Ecuador, Uruguay, Perú: ni un peso. Anoche, a un compañero le dejaron 50 pesos, sobre una cena de 7000. Con respeto, fue y se los devolvió. Mejor que no dejen nada. Uno se esfuerza para darles un buen trato. También está bueno recibir”.
Pippo, y sus viejos conocidos. Hay uno que pide vermicelli y un vaso de agua, casi a diario; vende estampitas. Come, y, cada tanto, se interrumpe y se levanta; habla a la gente de la mesa de al lado: les ofrece una estampita, a colaboración. “No le digo nada –cuenta, con una sonrisa, Martín, el mozo de Pippo–. No lo censuro. Tiene licencia para hacerlo, por ser cliente de la casa”.