El escritor norteamericano Paul Bowles, sostenía que la diferencia entre un turista y un viajero es que el turista viaja con un ticket de regreso, mientras que el viajero nunca sabe cuándo regresará, si es que lo hace algún día. Toda una metáfora de la vida.
Viajero, autodidacta, constructor, ecologista, navegante, malabarista, yogui, buscador, poeta... difícil encasillar a Matías Miño, este argentino de 40 años que desde hace seis reside en la ciudad de Efringen-Kirchen, Alemania, aunque desde su partida de la Argentina en 2012 la mayor parte del tiempo la pasa viajando entre Europa y Asia.
Porteño de nacimiento, obtuvo la residencia alemana luego de casarse y tener tres hijas (Karuna, Shanti y Nanuk) en suelo germano. Pero después de la separación con la madre de las chicas, Matías no tiene domicilio ni trabajo fijos.
"Aprendí varios oficios viajando, observando a los viejos, comenzando proyectos sin temor a equivocarme. Consigo muchas cosas buscando donde otros ni miran, transitando los caminos menos andados. Veo tesoros en la basura de los otros. Como no necesito nada perfecto, sino que más o menos funcione, es fácil conseguir lo que me hace falta", resume.
Las noches suelen encontrarlo haciendo camping libre colgado de una hamaca, en un puerto o algún galpón prestado, en algún templo o cualquier lugar que le apetezca al costado del camino.
Más allá del desapego a su familia y su tierra, desde temprana edad despertó en Matías el interés por llevar una vida austera, restringiendo cada vez más sus necesidades y llevando al mínimo sus aspiraciones materiales, al margen de la sociedad de consumo. Una elección que profundizó con el correr de los años y sus viajes. "Cazo, pesco y recolecto cuando estoy en la naturaleza. Hago alguna huerta cuando paso una temporada en algún lugar, donde eso sea viable. En las ciudades reciclo mucho de lo que los mercados y los supermercados tiran. En el campo suelo reciclar lo que los granjeros desechan", explica.
La rebeldía adolescente
Nacido en el seno de una familia de clase media en el barrio de Caballito, la rebeldía empezó a asomar en plena adolescencia, cuando promediaba el tercer año del Colegio Nacional de Buenos Aires y decidió dejarlo. De a poco el joven Matías comenzaba a tomarle el pulso a la calle: dormía poco y salteado en casa de sus padres y alternaba con la casa de su mejor amigo, su novia o su tía Morita.
"Familias adoptivas. Me gustaba insertarme en realidades distintas. Vivir como los Rodríguez, como los Flores, como los Miño. En cada nuevo hogar donde pasaba un tiempo, aprendía algo nuevo, descubría otro modo de hacer las cosas, nuevos valores. Alternaba mis visitas y estadías con otras familias con viajes a dedo, en bici y hasta en monociclo por el interior del país", apunta.
Una vez completados los estudios secundarios se inició en las artes circenses. En esta nueva etapa comenzó a ganarse la vida haciendo semáforos y se incorporó como artista al Circo de los Hermanos Trivenchi.
"Una linda etapa, los años de circo. Libertad y creatividad, experimentación y trabajo en equipo. Algunos de mis amigos terminaron trabajando en el Cirque du Soleil. Otros se volvieron verdaderos maestros de su arte. Yo en cambio, me volví un vagabundo", asegura.
Por entonces, en mayo de 2005 se embarcó en un viaje por tierra desde Buenos Aires hasta Colombia para participar de un festival de teatro y circo callejeros. El festival era más que nada un pretexto para viajar y vagabundear, sin planes más que pasarla bien, aprender y enseñar. "De camino a Colombia trabajé como malabarista, pero también construyendo casas prefabricadas en Chile. Llegué a Bogotá con una bici que me armé en el desierto en Iquique. Me quedé allí donde encontré algo para hacer o donde alguna chica me atrapó por un rato, en algún lugar bonito. Me quedé un tiempo viviendo en la selva con una novia colombiana. De Colombia me fui navegando, después de que las autoridades me jodieran por estar sin visa... En la belleza, está el peligro", reflexiona.
La pausa en Traslasierra
De regreso a Buenos Aires, se dedicó un tiempo a dar clases de elongación y después volvió al camino. Recorrió un tiempo Argentina en motoneta. Del Colorado en Formosa, hasta el Calafate en Santa Cruz. Allí cambió su motoneta por un Dodge 1500 y volvió con su compañera de entonces para recorrer la mítica Ruta 40. En Mendoza cambian el viejo Dodge por una citroneta con la que llegaron hasta Tafí del Valle y luego decidieron bajar a Córdoba, donde se asentaron un tiempo en el valle de Traslasierra y construyeron una casa de barro inspirada en las casas de los Comechingones.
"El terreno lo trocamos mano a mano por la citroneta con el Loco Bocha. La casa me llevó bastante tiempo construirla, porque era muy grande, tenía tres pisos y diez metros de diámetro. Era una casa pozo al estilo comechingón, un delirio arquitectónico. Hacer solamente el pozo me llevó tres meses de trabajo diario a pico, pala y carretilla. Todos los materiales, con excepción de alguna chapa que compré, los fui a recolectar al monte", sigue Miño.
Los caminos de estos viajeros se separaron y la casa se vendió. Matías se quedó un tiempo en Traslasierra, donde continuó construyendo y dando clases, hasta que recibió una invitación inesperada de una ex, cuando le propuso viajar a la India con ella. "India siempre me había llamado la atención. Mi abuela era profesora de yoga y yo me crié leyendo libros de yoguis y santos. Al tercer día de recibida la invitación saqué afuera todas las cosas que había acumulado en ese tiempo y en dos semanas tenía todo vendido. Me hice de seis mil euros y compré un ticket a Nepal. Tenía el feeling de que no iba a volver a la Argentina, no quería tener nada que me atara, así que después de vender y regalar todo, me saludé bien con mi familia y con mis amigos, y me fui. Tenía claro que lo mío iba a ser un vagar permanente", advierte.
Enomorarse de la India
Viajó a la India en 2012 con un morral como único equipaje donde llevaba todas sus pertenencias. Todo lo que entraba en ese morral viajaba con él y lo demás se quedaba. Con ese morral viajó a Nepal, a India, después regresó a Europa para renovar la visa y siguió su periplo en una bicicleta que encontró en la calle y luego volvió a dejar en la calle. "El bolsito fue y sigue siendo mi forma de andar, liviano, porque liviano así es muy flexible y me permitió adaptarme perfecto al estilo del Sadhu, del Baba en India, que tampoco tiene muchas cosas, lo mínimo para ser independiente y moverse con libertad".
Cuenta que en aquel primer viaje a India mantuvo el trail en el circuito turístico. Tenía plata, y eso generaba automáticamente una distancia entre Matías y el indio promedio. También conectó con el mundo de los yoguis tibetanos que practican un yoga del fuego interior. Desde 2001 venia investigando al Iceman Wim Hof y posteriormente pudo aprender su método. "Me pasé varios inviernos internalizando esas técnicas mientras vivía en la Selva Negra, en Alemania. Es muy divertido y una linda herramienta para el desarrollo personal", señala.
Su segunda vez en India fue muy distinta a la primera: un gurú amigo le invitó el pasaje desde Turquía. Volaron juntos y se despidieron en el aeropuerto en Chennai. Esta vez Matías tenía sólo 50 euros en el bolsillo, andaba mucho más despojado, más en sintonía con lo que le rodeaba y a la vez… más feliz.
"No tenía una rutina específica. Dormía donde me agarraba la noche. Los Babas, los Sadhus, los santos de India, me aceptaban en su cotidianidad, me incorporaban como algo más, algo natural, algo que pertenecía. Eso es algo muy típico de la India en realidad. Entraba y salía del mundo mágico y ritual de los Babas. Entraba y salía también del mundo de los turistas y los viajeros. Jugué un montón", cuenta.
Al comienzo dormía en los hoteles donde había estado en su primer viaje, pero ya sin dinero se iba por la noche y buscaba un lugar en la terraza, donde tiraba una manta y dormía gratis. A la mañana se levantaba y se iba al templo, o al río, según donde estuviera, se daba un baño igual que los indios. "Un poco porque hace calor, otro poco porque es el ritual, para estar limpio. Normalmente agarraba una rama de Nim que hay por ahí, que es el que usan ellos para lavarse los dientes, y mascaba la rama, me limpiaba los dientes por imitación de lo que hacían los Sadhus. Mi rutina era levantarme con mi bolsito y seguir a ver qué pasaba en el día", recuerda.
Para almorzar en Tiruvannamalai se iba a algún Ashram. Sabía que a las 12 servían la comida y allí estaban los Babas haciendo la fila, así que hacía la cola, se sentaba y comía con ellos.
"Se come bastante bien ahí, arroz con lentejas y verduras. Y una vez que comiste y te bañaste, ya estás: ¿qué vas a hacer? A dormir me iba a la terraza de este lugar. Y si llovía tenía las puertas y las escalinatas de los templos, que suelen tener techo. Dormía ahí abajo con uno montón de Babas, o en una galería de negocios. Observaba. Me movía mucho a dedo y eso hacía que conociera un montón de gente", sigue.
La India, como escape
Fue en ese segundo viaje a India donde conoció a la madre de sus hijas, y su vida dio un vuelco inesperado. Llegaron a Alemania con ella embarazada de 5 meses de su primera hija y una vez que tuvo sus papeles en regla comenzó a trabajar en una fábrica para que su familia tuviera sustento y seguro médico.
"La vida en Alemania resulta un tanto agobiante, todo está regulado. Lo que no está prohibido, es obligatorio. Es trabajar para pagar impuestos, vivir al palo, a mil, correr todo el día para nada. El confort y el miedo a perderlo ocupan la vida de las personas aquí. La oficina de extranjería alemana hace un seguimiento tipo Gestapo de cada inmigrante. Como pareja veníamos remándola como podíamos. Mi lugar en este país, sin calificaciones, sin conocer el idioma, laburando todo el día en esa fábrica y ganando un sueldo mínimo, rompiéndome el lomo día tras día… la verdad es que no éramos felices. Y entonces, en 2017, nuestra tercera hija, Nanuk, nace muerta", se lamenta.
Enseguida entró en una depresión de la que un día decidió salir solo. Se compró un pasaje a la India y se fue tres meses a caminar por los Himalayas. En las montañas encontró la tranquilidad y el espacio para procesar su dolor, aprender a aceptar y soltar. Cuando regresó de India por tercera vez ya no tenía lugar en su casa, así que después de dos meses de visita en el pueblo de sus hijas, decidió que ya no necesitaba trabajar ni tener casa. Agarró un kayak y un amigo lo llevó hasta Ginebra (Suiza) desde donde se lanzó al Ródano para descenderlo de los Alpes hasta el Mediterráneo, que terminó recorriendo a pura pala hasta una calita poco antes de llegar a Barcelona.
"Hace tres años de esto ya. Al volver de Cataluña me busqué un bote que encontré gratis. Un naufragio, claro, pero que con trabajo se transformó en mi casa. Y después otro, y ahora otro más. Vivo en un río, en el mar, en el puerto, en el camino", explica.
En cuanto al vínculo que hoy mantiene con su familia y sus hijas, cuenta que regresa a visitarlas a Alemania cada cuatro o seis semanas. "Siempre les llevo algo especial que encontré en mis viajes. Ellas me esperan contentas, porque saben que cuando papá llega, vamos a hacer un fuego y cocinar algo salvaje. A veces vienen ellas a visitarme, y así han conocido el Mar del Norte y también el Mediterráneo. En bici, en bote, a dedo, a pie, en coche con amigos, cada vez es distinto. La mamá de mis nenas es feliz con su casita y su rutina. Ella me conoció viviendo descalzo y vistiendo un taparrabos, durmiendo en terrazas, cuevas y bosques. Cuando vinimos a Europa ella volvió a su vida normal, y después de un tiempo, yo volví a la mía. Ya no somos pareja, pero trabajamos en equipo en la crianza de nuestras hijas. Cada uno aporta algo distinto", continúa.
De cara al agua
Y así es el fluir de Matías por la vida. Tiene una lona que sirve de techo cuando llueve y una bolsa de dormir que encontró en la basura. Una hamaca que compró por 10 euros en Decathlon y un hornito que se fabricó con una lata de atún. Eso es todo lo que necesita. ¿Su motor? Visitar amigos, familia y a sus hijas. Con esa excusa recorrió Europa a pie, en bici, en bote y a dedo. También cubrió grandes extensiones de los Himalayas. Tiene amigos en todos lados y siempre está construyendo algo, ayudando a algún amigo o familia con algún proyecto, ya sea una casa, un refugio, una casita rodante, un vagón de circo, un bote. Cuando no construye, viaja.
Este 2020, después de visitar la Argentina, regresó a Alemania, voló nuevamente a India y de vuelta a Europa contrajo Covid 19. Con la apertura progresiva salió a navegar por ríos y canales de Alemania, Holanda, Bélgica y Francia. Entonces encontró otro barco que le regalaron, un Sneekmeer 800, de fabricación holandesa. Esta vez es un bote de acero, 8 metros de eslora, 2,5 metros de ancho y 110 cm de calado, quilla entera y un total de 3200 kilos. El bote está completo, con mástil, velas y tiene mucho óxido, por lo que este invierno toca repararlo. El plan para la próxima temporada estival es dejar Europa atrás y ver hasta dónde llega con su nuevo bote, al que sueña sumar un patrocinador que lo inspire ir más allá.
"No necesito justificativos para ser, simplemente soy, devengo. No sólo creo que todo es posible, sino que además, creo que todo es posible aquí y ahora. Llevo una vida simple, tengo pocas necesidades y vivo con menos que poco. No añoro nada demasiado, y por eso todo lo que añoro generalmente termina encontrándome. Una regla de la naturaleza es que cuando corrés detrás de algo, eso escapa de vos. Y cuando escapás de algo, eso corre detrás tuyo. Si entendés esa regla, la vida es simple: siempre estoy abierto a la aventura", concluye Miño. Y sabe de qué habla.
Para contactarse: caminantes@protonmail.com