Vida de película. Nació junto a las Cataratas, tocó el arpa para celebridades y de chico espiaba a Isabel Sarli cuando filmaba en Iguazú
La peculiar historia de Tomás González, un artista misionero conocido por todos en Iguazú, que vivió en al Palacio Real Japonés y que también tocó para el rey Juan Carlos de España
- 10 minutos de lectura'
La historia de Tomasito, el artista nacido y criado en las Cataratas, que espiaba a Isabel Sarli cuando filmaba en el Parque Nacional, que vivió y tocó en al Palacio Real Japonés para un príncipe nipón y que también tocó en su residencia para el Rey Juan Carlos de España.
“¿Sabés cómo extraño meterme acá? Antes venías a nadar, cruzábamos al otro lado, a Brasil, y a la Isla San Martín a nado. Venían las familias. Te podías meter donde querías. No había nada, la pasarela era de tablones. Había muchos más bichos. ¡Yo jugaba con los yaguaretés!”, exagera Tomás González, más conocido como Tomasito, que nació y se crió dentro del Parque Nacional Iguazú, en 1951, cuando por estas tierras vivían unas treinta familias. El patio de atrás de su casa eran las Cataratas, esos saltos de agua que cautivan a medio mundo, que son parte de las nuevas Siete Maravillas del Mundo y Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco.
Tomasito estudiaba en la escuela Juan Manuel de Campos Salles, que estaba dentro del parque. El portero vivía en el fondo y atesoraba un arpa jesuítica a la que aquel niño miraba con curiosidad. “En los recreos, yo veía esa arpa ahí y me llamaba la atención. Un día, el portero me hizo una propuesta: me dijo que si pasaba a segundo grado me la regalaba”.
Tomasito vivía con su abuela, que lo crió ante la ausencia de sus padres. No sabía leer ni escribir, así que no podía ayudarlo en sus tareas escolares. Cuando pasó de grado, don Remigio Ferreira, el portero en cuestión, le regaló el arpa, pero con otra condición: “De acá tenés que ir derecho a sexto grado, si no te la saco’”, recuerda ahora el hombre, a sus 69 años, mientras caminamos por las pasarelas solitarias del circuito superior de este parque nacional inaugurado en 1934. Tomasito carga un arpa enorme, preciosa, de madera de cedro y pino, tan alta como el. A juzgar por como la lleva, debe ser pesada. “Aprendí a tocar solo. Era tan pobre que algo tenía que aprender. La necesidad tiene cara de hereje”, sentencia este hombre de cabello oscuro y bigotes tupidos, que usa camisa blanca, pantalón de vestir negro, a tono con los mocasines.
La sirena de las Cataratas
Es el atardecer de un día calurosísimo, en el que el termómetro llegó a marcar 38 grados. En un rato el parque cerrará. Por eso, de las tres mil personas que entraron, ya no queda nadie en las pasarelas. Volverá a abrir por la noche, cuando se haga la excursión bajo la luz de la luna llena.
Mientras tanto, entre el canto de los pájaros y el murmullo constante de las caídas de agua, Tomasito rememora, nostálgico, aquellos días en los que correteaba libremente por acá. Se detiene en un mirador, señala un salto y una ollita de agua abajo. Dice que el salto tiene dieciséis metros de alto y la ollita ocho de profundidad. “Nos tirábamos parados, esa era nuestra diversión, y ahí nadábamos, es como una pileta natural. La gente venía a nadar, había un camping y la entrada era libre. Hasta se podía hacer fuego”, recuerda hoy día, mientras una yacutinga, una de las más hermosas aves que sobrevuelan este lugar, declarada Monumento Natural por la provincia, aprovecha que no hay visitantes para posarse en un árbol sobre la pasarela. También se acerca un lorito. Un poco más lejos, un tucán se posará sobre la rama de un árbol.
Tomasito apoya entonces el instrumento en el piso, de espaldas a los saltos del circuito superior, y se dispone a tocar Imagine. Pero antes, a manera de prólogo, recuerda una de las tantas historias de un anecdotario que se revelará infinito. “Cuando la Isabel Sarli venía a filmar las películas en el Salto Rivadavia, cruzábamos con toda la gurisada por acá arriba y la espiábamos”, evoca a las carcajadas. Tomasito dice que fue gracias a la diva que las Cataratas se vieron por primera vez en un cine. “Todas sus películas terminaban acá, bañándose. Ella las hizo conocer en el mundo. Era la reina, la sirena de las Cataratas”.
De un cabaret en Brasil al Hotel Internacional
Tomasito vivió en el parque hasta 1966, cuando tenía dieciséis años. Luego, con el arpa bajo el brazo y dispuesto a ganarse la vida tocando, partió primero a Puerto Iguazú, en aquel entonces un pueblo ubicado a veinte kilómetros por camino de tierra, hoy una ciudad de más de 50 mil habitantes, que vive eminentemente del turismo. Su abuela, María de la Cruz, que fue su partera también, ya había muerto. Poco después, cruzaría por primera vez la frontera, rumbo a Foz de Iguazú, en Brasil. “Me metí en un cabaret a laburar. Tocaba el arpa, ganaba plata y vivía ahí con la mujerada. Después me fui a San Pablo”.
A los dieciocho volvió porque tenía que enrolarse en el ejército para hacer la colimba. Además, dice que también usó esa excusa para escaparse de un casamiento arreglado con la hija de un acaudalado empresario. “La chica tenía mucha plata, negocios, era hija única y el papá tenía una fábrica de calzados. Pero a mi no me interesaba”, confiesa. La jugada le salió bien. De vuelta en la Argentina, conoció a Graciela, quien sería su compañera hasta el día de hoy, madre de sus tres hijos, abuela de sus siete nietos y uno más en camino. “Ella era gente humilde, el padre trabajaba en el parque también. A mi me gusta lo que es de uno, porque entonces uno crece junto con el otro, pensando igual. Ella nunca me cuestiona nada”.
Tiempo después comenzó a tocar establemente en el Hotel Internacional, el que está adentro del parque, que luego sería Sheraton y hoy es Meliá. 35 años pasaría tocando en el restaurante de esos hoteles. “Con el arpa hago el papel del pianista, toco la música que tocan en el piano. Cuando lo ven no pueden creer lo que estás haciendo. Y eso es lo que cautiva a la gente”, se jacta mientras se coloca una suerte de extraño anillo dorado en el dedo mayor, que cumple la función de púa y comienza a rasgar el arpa. “Este es el secreto”, murmura, y el sonido celestial del arpa se conjuga a la perfección con la infinita banda sonora de la selva y las cascadas.
Y es cierto que cautiva. Será por eso que el sonido de esos mismos acordes que ensaya ahora en este atardecer en medio de un entorno fantástico, es el que cautivó, a un príncipe japonés y al Rey Juan Carlos de España, a Mercedes Sosa, Armando Manzanero y Luciano Pavarotti, entra tantos otros.
De las Cataratas a Japón
“Esto es un trampolín. Te escuchan acá y te llevan. Yo a todo digo que sí, de ahí a que salga…”, ironiza y lanza la enésima carcajada de la tarde. Y vaya si salieron. El Príncipe japonés Takamadonomia lo escuchó e inmediatamente le ofreció ir a Japón. Y allá fue Tomasito, que por aquel entonces tenía 36 años y pasó seis meses en el país del sol naciente. “Estuve tres meses en el Palacio Real y tres meses recorriendo Japón. Ellos viven como en un bosque, en una isla. Tocaba solo para ellos, al mediodía y a la hora de la cena; quince minutos y a comer. Tocaba temas como Adiós Pampa mía. Les encanta nuestra música”.
Al volver, allá por el año 95, estaba tocando nuevamente en el hotel y quienes lo vieron esta vez fueron el Rey Juan Carlos y la reina Sofía, de España. “Todos vienen acá, todos te ven. Ven las Cataratas y ven a Tomasito – bromea -. Quedan fascinados, porque no es común para ellos lo que yo hago. Sin querer toqué Zorba el Griego, yo ni sabía que la señora era griega, y el Concierto de Aranjuez, y se quedaron bien enganchados”. De ahí, directo a tocar en España un tiempo con los reyes. También aprovechó para conocer Italia en Inglaterra. “He tocado para todas las personalidades que han venido. Yo represento el lugar, aparte de las Cataratas se llevan el recuerdo mío. Estoy mas conocido en el mundo que en mi país”.
Dice que un día estaba tocando Oh, Sole Mío y apareció Luciano Pavarotti, cantando desde atrás. Yo no lo había visto, y salió a cantar conmigo. ¡Qué vozarrón!, exclama y recuerda que otra vuelta fue Armando Manzanero quien se le unió a cantar.
“Yo, por mas que les conozca, no les doy ni cinco de pelota, porque son personas igual que yo. Son ellos los que se acercan. Una vez estuvo por acá Mercedes Sosa. Pasó una semana en el hotel. Un día me llamó a la mesa, me preguntó quien era, de donde era, besó mi mano y me dijo que la cuide mucho. ‘De eso no hay repuesto’, dijo, y nos pusimos a charlar.
El viejo hotel y su primer hogar
Caminamos ahora rumbo al viejo hotel. Tomasito tiene que volver a Puerto Iguazú, donde toca todas las noches en el restaurante Tatú. En el camino, pasamos por una vieja construcción, un faro que funcionaba como un tanque que abastecía al hotel y la escuelita. Una escalera caracol conduce a una suerte de mirador en lo más alto, desde donde se puede ver todo el parque. La casa de Tomasito estaba ahí, en la planta baja de este tanque que data del 1920, de la época en que se inauguró el hotel. Hoy, el faro es Patrimonio Arquitectónico de Puerto Iguazú. “Ese viejo hotel me trae tantos recuerdos…Prácticamente vivía ahí. Hace mucho vino una pareja, estaban buscándome y el taxista los llevó a mi casa. El hombre me dijo: ‘¡A vos te quería conocer! ¡Gracias a tu serenata en la habitación 25 nací yo!’ Los padres se vinieron de luna de miel y yo les tocaba la serenata. Era un gurí, había muchos mieleros acá y yo venía a tocarles el arpa. ¡Qué problema tenía, si siempre te daban propina!”
Alrededor del Viejo Hotel, recuerda el arpista, era un potrero, un bañado en el que había vacas y chivos. Y del otro lado, donde está el ahora Hotel Meliá vivían los empleados del parque. Tenían una quintita con todas las frutas que necesitaban para el hotel. “Había caqui, kinoto, naranja, mandarina, banana, manzana. Nosotros, los pibes, nos robábamos el caqui”, evoca entre risas.
“Ya no es mi Catarata de antes, uno no disfruta como antes. Cuando hay muchos turistas te llevan como un brete, a los saltos. Uno iba a Puerto Canoa, entrabas por un lado y salías por el otro. No había esa aglomeración de gente”, se lamenta.
De todos modos, Tomasito no quiere irse de Iguazú. “En Japón era para quedarme a vivir, pero no cambio a mi Iguazú querido por nada del mundo. Yo acá, con plata o sin plata, soy Tomasito. Si no tengo plata y quiero ir comer un asado, me dicen llevá todo, el vino el carbón, todo. Eso no tiene precio”.