No hace mucho, pasé una semana caminando alrededor de París. Antes de que empiece a bostezar, déjeme aclarar: caminé literalmente alrededor de París. Comencé cada día poniéndome un par de Saucony apaleadas, consumiendo un prodigioso desayuno en mi hotel cercano a Porte Dorée, poniendo una libreta y un lápiz en mi bolsillo, e iniciando la marcha en un sentido contrario al de las agujas del reloj por el perímetro de esta ciudad con forma de óvalo.
En total, recorrí unos 56 kilómetros (reanudando mi camino cada mañana tras tomar el metro hasta la estación que había llegado el día anterior). Una caminata que incluyó excursiones fugaces por los barrios limítrofes y una rápida pasada por algunos vecindarios por fuera del borde de la capital.
La concebí como una mera entretención, un paseo muy libre por una ciudad a la que había dejado de ver con nuevos ojos hace mucho tiempo.
TRAZANDO EL RUMBO
Cualquiera que haya tomado un taxi del aeropuerto a la ciudad ha visto la manifestación física de esa lógica: la obstruida circunvalación que rodea la ciudad, que tiene varios carriles, conocida como el Boulevard Périphérique. Dentro del Périph reside el pintoresco esplendor de la Ciudad de la Luz. Afuera, la banlieue, como los suburbios son popularmente conocidos, con sus proyectos inmobiliarios, sus tiendas baratas de kebab y malestar social. O al menos eso es lo que aparece en el imaginario colectivo.
Por supuesto, la realidad es más compleja. Los bordes de París y los mosaicos de los barrios más lejanos son variados y fascinantes, que abarcan desde densos enclaves de inmigrantes y sitios industriales rediseñados hasta frondosos bastiones de confort burgués. Sí, encontré edificios de departamentos imponentes y de gran altura, pero al mismo tiempo me hallé caminando por un parque con árboles, por una vía de tren inutilizada y reclamada como paseo peatonal, o por una calle tranquila que quizá perteneció a una plaza de mercado en la Francia rural.
Sigo apreciando que lo que popularmente es conocido como Le Grand Paris se convirtió en -nada menos- una causa religiosa para un número cada vez mayor de funcionarios públicos y activistas. No sería exagerado decir que los más entusiastas son Renaud Charles y Vianney Delourme, fundadores del sitio web llamado descaradamente Enlarge your Paris. Ellos también son los coeditores del libro Guide des Grands Parisiens, un compendio de 208 páginas de cosas caprichosas para ver y hacer a través de la Île-de-France, la región administrativa que abarca París y sus alrededores.
Le escribí un mail al señor Charles y al señor Delourme antes de viajar, y ellos me invitaron a conocerlos en su "oficina temporal en el petit París", lo que resultó ser un café en la Rue du Faubourg Saint-Denis. Sobre el lapso de una hora y media, los dos barbones de 40 y tantos -uno, periodista; el otro, productor de cine y TV- me hicieron participar en una discusión con alto nivel de cafeína sobre los heraldos de una nueva era para Le Grand Paris. También me ofrecerían docenas de sugerencias para mi exploración.
Sobre esa exploración: conseguí el tipo de descubrimientos inesperados -prácticamente todos ellos fácilmente accesibles por metro o tranvía, para aquellos que no están interesados en un viaje de 56 kilómetros- que casi había perdido la esperanza de encontrar en imanes turísticos hipergentrificados como París. Para citar solo algunos: me fui de excursión por un bosque, tuve un encuentro cercano con el verdadero corazón embalsamado de Luis XVII y escuché una banda de cumbia en una inmensa fábrica antigua de mármol junto a hipsters franceses que beben cervezas IPA estadounidenses.
ARQUITECTURA DESCABELLADA
Aquí hay una cosa que debe saber antes de intentar recorrer el perímetro de París en una semana: la ciudad y sus placeres no dudarán en realizar alguna conspiración en contra suya. En mi primer día, después de una mañana de andar hacia el norte desde mi hotel a través del Boulevard Soult, pasar por una cerrajería, una agencia de seguro automotor, un taller de reparación de calzado, otros emblemas de la vida cotidiana parisiense, y después de una incursión en el desagradable barrio de Bagnolet, me encontré en una necesidad imperante de almorzar.
Después de un plate do jour de 11 euros, una garrafa helada de Brouilly y un crème caramel, se me ocurrió la idea poco atractiva de levantarme. Después de eso, decidí excluir el vino de la hora de almuerzo por una semana (es una promesa que al final no cumplí).
Si una sola observación queda de esta larga caminata del primer día, que terminó un poco antes del atardecer en Pantin, junto al Canal de l'Ourcq, que recientemente fue restaurado y bordeado por un paseo -un sitio al que el señor Delourme se refirió en algún momento como "el Champs-Élysées de Le Grand Paris-, es que los bordes de París sirvieron como un vasto laboratorio para la arquitectura atrevida y, ocasionalmente, descabellada.
Más allá de los Boulevards des Maréchaux, el anillo interno de las calzadas que marcan los límites que la mayoría de los visitantes de París conocen, la posición uniforme de los edificios de la era Haussmann dan lugar a un loco surtido de estilos y épocas, desde los HBM (Habitations à Bon Marché) de ladrillos naranjos que fueron levantados cerca de los límites de la ciudad entre 1920 y 1930, como viviendas asequibles -aunque ya no tanto, en absoluto-, hasta sus difamados sucesores, los proyectos megalíticos de posguerra conocidos como HLM (Habitations à Loyer Modéré).
Estos últimos representan el legado estético, si no más visible, más querido, del arquitecto y urbanista Le Corbusier, cuyo leviatán de visiones de vida colectiva acechan las áreas exteriores de París como fantasmas de hormigón prefabricado (hablando de Le Corbusier, en mi cuarto día de caminata me encontraría con su casa y estudio en un barrio oriental; la construcción es agradable y está perfectamente en escala humana. Figúrese).
Sentándome a la orilla del canal en Pantin mientras el cielo se oscurecía, me quedé boquiabierto un buen rato al ver la estructura neobrutalista modular que alberga el Centre National de la Danse. Diseñado como edificio municipal en 1972, por Jacques Kalisz, el gigante de hormigón gris como que irradiaba una exuberancia infantil y una amenaza distópica al mismo tiempo. Pocos días después me impresionaría de forma similar con el M6B2 de Edouard Françoise, un edificio residencial de dos años y 17 pisos, de los cuales 13 están envueltos completamente en una malla, y en los que las enredaderas que posee están alentadas, con un debatible éxito, a crecer.
Ciertamente, iglesias pintorescas y otras joyas del patrimonio histórico de Francia pueden encontrarse fuera del París central, aunque son las menos y están más alejadas. En mi segundo día, cojeando ligeramente por culpa de una ampolla en el dedo meñique izquierdo del pie, seguí una calle de mercado llena de vendedores de África del Norte y del Oriente chillando sus productos -estuches de iPhone, lentes de sol, billeteras que estaban expuestas en mantas y mesas plegables- y aparecí frente el vasto frontis de la Basilique Cathédrale de Saint-Denis.
Adentro exploré la magnífica y espeluznante necrópolis de la iglesia, que alberga las criptas de los reyes de Francia desde Dagoberto I en el siglo VII. Estar rodeado de los sarcófagos de cientos de monarcas muertos fue exponencialmente más interesante que mis visitas a la basílica de más renombre de París, el Sacré Coeur, que recibe 10,5 millones de visitas al año, en comparación a la de Saint-Denis, que apenas llega a los 134 mil. A saber: pude disfrutar de varios minutos ininterrumpidos en la presencia del corazón disecado de un niño rey, y tan cerca como mi aliento empañaba la vitrina.
CAMINATA POR EL BOSQUE
Debería puntualizar que no todos los segmentos de mi caminata estuvieron llenos de momentos memorables. De hecho, si tuviera que ponerles puntos a ellos, el día tres fue el más desprovisto de ellos: una caminata golpeada por el sol a través de una calle llena de galpones que me llevaron mucho más a los suburbios del norte de lo que había planeado ir, gracias a la elección de una serie de rutas no recomendables basadas en ojeadas por encima a Google Maps en mi teléfono.
En comparación, el día siguiente trajo abundantes esplendores y comodidades. El primero de todos ellos: el Bois de Boulogne. Qué tónica es esta pradera y bosque urbano de 846 hectáreas, con sus senderos fríos y sombreados que serpentean a través de pinos austríacos bien erguidos.
Y qué sensación tan extraña y emocionante es salir de esos bosques y contemplar la Fondation Louis Vuitton. El museo de arte diseñado por Frank Gehry, completado en 2014 con un valor reportado en 900 millones de dólares, ha sido elevado, correctamente, en los medios franceses como un símbolo reluciente del renacimiento de los exteriores de París; tal como lo es la casi tan costosa Philharmonie de Paris, que abrió sus puertas en un extremo opuesto de la ciudad en 2015. Instalada en el Parc de la Villette, la creación de Jean Nouvel tiene una silueta sorprendente: un rechazo cuneiforme, vagamente biomórfico de la simetría que se aproxima a través de una amplia explanada cuesta arriba, pavimentada con azulejos en la misma forma de pájaro que cubre la sala de la orquesta.
Después anduve un poco sin rumbo por Boulogne-Billancourt, y así fue como encontré el magnífico Musée des Années Trente (Museo de los años 30), el sitio de mi comunión solitaria con la mueblería vintage. Este fue uno de varios museos que tuve más o menos para mí solo cuando lo visité. Otro es el Musée de l'Histoire de l'Immigration, albergado en un monumental palacio art déco en el borde del Bois de Vicennes, donde pude ver una exhibición de Eugène Atget's, con fotografías de inicios del siglo XX de los campamentos romanos que fueron elementos del perímetro de París hasta la Primera Guerra Mundial.
EL BROOKLYN FRANCÉS
En los días quinto y sexto realmente caminé a paso firme. Mi ampolla se había curado, mis pasos se apuraron y las cosas interesantes parecían presentarse con una extraña frecuencia. En el suburbio de Montrouge visité una tienda formalmente llamada La Boutique du Futur, que vendía teóricamente artículos novedosos y útiles, como un sacacorchos hecho de un hueso de vaca y (su mejor producto) una cuchara de bebé con forma de un avión (su nombre: Babyplane).
En Gentilly, el próximo barrio, descubrí un enorme pero impecablemente ordenado almacén de vinos y licores, llamado Caves Fillot, situado en una antigua bodega que aún tenía el encantador y rancio olor a barriles envejecidos.
Un poco más al norte y al este, justo al interior del Périph, cerca del río, me encontré con un reluciente callejón de artes, repleto de galerías de aspecto espartano fielmente devotas al grafiti.
Más allá del río está la recta final, una excursión de menos de dos kilómetros que me llevó de la orilla izquierda a la derecha cruzando el Pont National, luego de pasar un inmenso patio de trenes de la SNCF y lo que parecía ser un campamento para personas sin hogar -compuesto de carpas y fogatas para cocinar- y, finalmente, hasta el Porte Dorée y mi hotel.
Esa noche, la última de mi viaje, decidí tomar el metro de vuelta al barrio oriental de Montreuil, el que he escuchado descrito, para bien o para mal, como el "Brooklyn de París". Lo había bordeado en mi primer día, pero no noté mucho más allá que colillas de marihuana y grafiti. Ahora, cuando salí del Métro, el suburbio parecía haberse transformado: un pequeño parque público detrás del Ayuntamiento estaba lleno de familias jóvenes, muchas de ellas agrupadas en torno de un improvisado bar que había sido armado con luces navideñas y amoblado con lo que parecían muebles de jardín.
Unas pocas cuadras más allá estaba La Marbrerie, la fábrica de mármol convertida en un sitio de conciertos. Había una banda de cumbia tocando en su máximo apogeo. Después de un par de cervezas, las dificultades físicas de mi viaje de una semana comenzaron a hacerme sentir como si tuviera sacos de arena amarrados a mis extremidades. Así que me tiré en un taxi de vuelta al hotel. Cuando el conductor entró al Périph, circulando lentamente a esta hora de la noche, tuve el pensamiento de que la carretera, que había cruzado varias veces en mi ruta, había dejado de parecer una gran barrera.