Casa de Ana Frank: un renovado refugio para la memoria en Ámsterdam
AMSTERDAM.- La niña, ojos vivaces y sonrisa ingenua, mira hacia la calle desde su balcón del segundo piso. Gira la cabeza, comenta algo con quien se supone se encuentra en el interior de la casa. Abajo, una vecina está saliendo del edificio contiguo, va vestida de boda. Un coche la espera. Es el 22 de julio de 1941, y el casamiento altera la tranquilidad de Merwedeplein, una plaza abierta en uno de los flamantes nuevos barrios de Amsterdam. La niña del balcón tiene 12 años, es judía y es vecina del lugar desde que tenía 4, cuando sus padres la llevaron a Holanda una vez que decidieron marcharse de la Alemania nazi. Su nombre es Ana; su apellido, Frank.
El video se repite de manera incesante y obliga a detenerse y mirar con atención. Esa misma niña ya ha repartido miradas y sonrisas desde las paredes de la Casa-Museo que lleva su nombre a partir del mismo momento en el que se atraviesa la puerta de ingreso, pero verla en movimiento, viva y despierta, le da otra dimensión, la corporiza, incluso aunque la escena no dure más de tres segundos.
La Casa-Museo es el lugar donde esa misma niña escribió durante dos años de absoluto encierro sus célebres Diarios, que dieron a conocer todo el horror de la guerra desde una mirada diferente. Recorrerla no es una visita más de las que pueden realizarse durante un paseo por la más turística de las ciudades holandesas. Merece un capítulo aparte, un acercamiento diferente, un espíritu preparado de manera especial.
La Casa, cabe recordar, no es aquella que muestra el video de la entrada y que albergaba a la familia en Merwedeplein, sino la situada en la calle Prinsengracht 263, donde tenía su sede Opekta, la empresa de Otto. Allí fue donde decidió montar un refugio "seguro" luego de que las tropas de Hitler invadieran el país y comenzara el acoso cada vez más opresivo sobre los 85.000 judíos residentes en Amsterdam.
Fotos de familia
Las enormes puertas acristaladas que se abren a la calle Westermarkt (a la vuelta de la vieja entrada) franquean el paso para ingresar a habitaciones luminosas y amplias, con escaleras mecánicas, paredes revestidas de paneles color crema, techos de acrílico traslúcido y suelo de ladrillos rojizos. Pero no se tarda demasiado en comprender que la ambientación es parte del mensaje que se intenta transmitir.
Fotos de Margot y Ana, las hermanas Frank, sentadas a una mesa escolar o junto a sus padres Otto y Edith Höllander dan la bienvenida. Las escenas son plácidas y límpidas, tal como era la vida familiar en el Frankfurt natal y lo explica la voz del relator desde la audioguía que se entrega al presentar el ticket. En ellas puede apreciarse la timidez de Margot, tres años mayor, siempre más seria, callada y recatada; y la expresividad de Ana, más locuaz, impulsiva y rebelde. De a poco, las imágenes y la narración van modificando el tono: el nacional-socialismo ha llegado al poder en Alemania y los Frank deciden emigrar a Amsterdam. Algo estaba a punto de cambiar.
El viaje a mediados del siglo XX ocurre de improviso, al cruzar una pequeña y antigua puerta de madera. El tiempo retrocede de pronto, a medida que una vieja escalera conduce hacia el primer piso. Una vez arriba, la voz de la audioguía informa que hemos llegado a lo que alguna vez fue el despacho de Víctor Kugler.
Las paredes, los espacios, la decoración y el escaso mobiliario remedan una película ambientada, ahora sí, en plena Guerra Mundial. "Con solo un vistazo el visitante se da cuenta qué es lo auténtico y qué es lo que se ha agregado como información", señala Dagmar von Wilcken, quien tuvo a su cargo el diseño de la reforma, "por eso, en las nuevas áreas hemos usado materiales bien distintos, que no existían en aquellos años, para que no existan confusiones".
Un aviso anuncia que a partir de ese momento ya no habrá historias relatadas a través de la audioguía. El silencio se impone sin que nadie tenga necesidad de pedirlo de manera expresa.
Austríaco de nacimiento, Kugler había emigrado a Holanda luego de la Primera Guerra Mundial y fue uno de los primeros empleados de Otto Frank cuando Opekta abrió sus puertas en Amsterdam. Su rol, como los de Jan y Miep Gies, Jo Kleiman, Bep Voskuijl y su padre Johan resultaron vitales como apoyo externo para quienes iban a ser los ocupantes de La Casa de Atrás cuando la persecución nazi se tornó insoportable.
Durante el tiempo que duró el encierro, Kugler pasó a ser la cara visible de la empresa, el nuevo director designado por Otto para continuar las actividades a partir de su imprevista ausencia. Detrás de su escritorio, una biblioteca con las típicas carpetas de facturas y cuentas completan el austero decorado. Las SS tardarían dos años en descubrir que, en realidad, se trataba de la puerta que conducía al Anexo Secreto. Los visitantes de la Casa la cruzan con la misma unción con que se ingresa a un santuario.
El recorrido por las diferentes habitaciones del escondite se efectúa casi sin ruidos. Nadie camina en puntas de pie pero pareciera que así fuese. Los comentarios se hacen en voz baja, como un murmullo. Las frases escritas por Ana en sus Diarios van brindando las pistas necesarias para imaginar cómo se desarrolló la vida entre el 6 de julio de 1942, el día después de que Margot recibiera una carta de citación por parte de las autoridades nazis, hasta el 4 de agosto de 1944, cuando fueron arrestados.
Sin muebles por decisión expresa de Otto Frank, las diferentes dependencias muestran las estrecheces y el agobio que debió significar aquel aislamiento obligado.
En la primera planta se hallan la habitación donde dormían el matrimonio Frank y su hija Margot; y al lado, algo más pequeña, la que Ana debió compartir con el dentista Fritz Pfeffer una vez que este se sumó al escondite en noviembre del 42. Un piso más arriba, un lugar más amplio que servía de cocina, comedor, sala de reuniones y dormitorio de Hermann van Pels, quien llevaba cuatro años trabajando en la empresa, y su esposa Auguste. Todavía más alto, y en un mínimo espacio en el que apenas entraba una cama, la "habitación" de Peter, su hijo de 16 años.
Abstraerse de lo que se ve y se lee resulta imposible para quien tenga un mínimo de sensibilidad sin importar con cuánta gente se comparta la visita. Las ventanas cegadas; los breves relatos de lo que ocurría un día y el siguiente también entre esas paredes; lo que cada cual recuerde en ese instante de la lectura del Diario de Ana Frank; el primer Diario, que había recibido como regalo pocos días antes del encierro y está allí expuesto, consiguen el milagro de la translocación instantánea.
Al menos por unos segundos se pueden palpitar la incertidumbre y el miedo, el nerviosismo y la tensión de aquellas jornadas. También la ilusión, la esperanza, las grageas de alegría y hasta las dosis de amor necesarias para sobrevivir sin emitir sonidos durante las horas del día, sabiéndose sin más escapatoria posible que la resistencia muda, con la obligación de disimular las incomodidades y soportarse, cada cual a sí mismo y los unos a los otros, porque en el silencio estaba la llave que podía alargarles la vida.
Solo entonces se llega a admirar en toda su dimensión la impresionante fuerza interior que albergaba aquella niña que empezaba a asomarse a la adolescencia soñando con ser periodista o escritora, que le encantaba ir al cine y recortar fotos de las grandes estrellas de la pantalla, que comenzaba a hacerse preguntas sobre la existencia, la sexualidad o el amor. En definitiva, que imaginaba su vida una vez que la locura terminara.
Ya sea por cercanía, juventud o agilidad, Peter van Pels era el encargado de subir y almacenar los víveres en el altillo que todavía ocupa la parte superior de la casa, el único punto donde una ventana apunta a un castaño y más allá de él, al cielo. En esas alturas, él y Ana se reunían para "escapar" del mundo en el que estaban atrapados, para construir su propia burbuja y conversar sobre ellos mismos, sus mayores y lo que esperaban del futuro mientras sus miradas buscaban la luz ausente a través de los cristales, para asomarse a algo parecido al enamoramiento.
"Haré que mi voz sea escuchada. Saldré al mundo y trabajaré para la humanidad", se lee (en inglés) en una de las paredes. Ana escribió esa frase en abril de 1944, cuando el final de la guerra –y de su encierro- parecía cercano. Faltaban cuatro meses para el 4 de agosto, el día que las SS entraron en el Anexo Secreto y detuvieron a todos los que encontraron en el lugar.
El recorrido por "la Casa de Atrás" culmina en el altillo. El viaje de retorno desde el ayer no tan remoto espera detrás de la puerta. Una moderna escalera de caracol, de anchos peldaños de aluminio, devuelve al visitante a la realidad cotidiana, y la luminosidad de las salas reacondicionadas tras las recientes obras le brindan cierta apariencia de libertad, como si efectivamente se estuviera saliendo de una larga reclusión.
Con la vuelta a la amplitud se inicia el relato de lo sucedido después de 1945. Las vitrinas donde pueden leerse algunas páginas originales de los escritos de Ana, un video con la voz de Otto a su regreso de Auschwitz narrando la infructuosa búsqueda de sus hijas y, sobre todo, los testimonios de quienes fueron testigos de lo vivido en la Casa continúan conmoviendo el corazón de los visitantes. Porque la Casa-Museo de Ana Frank sigue siendo un templo de la memoria no apto para indiferentes.
Renovación del público (y del edificio)
Abierta al público en 1960, cuando Otto, padre de Ana y el único integrante de la familia que logró sobrevivir a los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial, decidió enseñar al mundo el legado de su hija menor. Ahora, el sitio acaba de mudar de piel. Las reformas emprendidas en el edificio a finales de 2016, y ya prácticamente finalizadas, han acentuado el efecto de lo que allí se guarda y se muestra, con un lenguaje museístico adaptado a los nuevos tiempos y un mensaje que apunta permanente y simultáneamente al intelecto y a la emoción.
Un pequeño cartel identifica la estrecha puerta por la que se ingresaba antaño. Ni antes ni ahora hay algún indicio que permita suponer que detrás de las oficinas, oculto a las miradas de quienes transitaban por la calle, trabajaban en el lugar o lo visitaban de manera ocasional se levantaba un segundo edificio, la construcción que iba a convertirse en el Anexo Secreto o, simplemente, "la Casa de Atrás".
"Uno de los objetivos de la renovación del museo es profundizar en el contexto histórico del momento en que ocurrieron los hechos", explica Ronald Leopold, director ejecutivo de la Casa, "porque tenemos un alto número de visitantes menores de 25 años y para estas generaciones la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto ya pueden parecer cuestiones lejanas. Queremos que entiendan qué pasó, cómo pasó y el significado actual de lo que pasó, más allá de que la vida de Ana y su diario escrito en el Anexo Secreto sigan siendo el eje central". Las primeras salas del museo, sin embargo, pueden decepcionar al visitante. No por el contenido sino porque quien ha imaginado un recorrido que lo trasladaría a los años 40 no espera encontrarse con un decorado del siglo XXI.
Datos útiles
Las entradas solo pueden comprarse a través de su página web, www.annefrank.org (se puede leer en castellano). Cuestan 10 euros para los adultos y 5 euros para jóvenes entre 10 y 17 años; los niños entran gratis. Las ponen a la venta dos meses exactos antes de la fecha en la que quiere visitar, son nominales y no admiten cambios, devolución ni transferencia.
Dato importante: ninguna de las agencias que organizan tours relacionados con la historia de Ana Frank incluyen ni venden tickets para la Casa.
Accesibilidad: el ingreso y la visita al Anexo Secreto requieren subir y bajar escaleras estrechas y empinadas. No hay posibilidad de traslado para quien utilice silla de ruedas. Sí hay información adaptada para personas ciegas o hipoacúsicas.Fotos y audioguía: no se permite tomar fotos en el interior de la casa. El servicio de audioguía está incluido en el valor de la entrada.