Tolar Grande, el paisaje de la puna salteña que parece de otro planeta
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Javier Lubenfeld. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
Tolar Grande está en medio de la puna salteña, parte de la inmensa puna de Atacama, a unos 3520 metros sobre el nivel del mar, rodeado de salares, montañas y volcanes. Salares como el Arizaro, el más grande de la Argentina y uno de los más grandes del mundo. Cerros como el sagrado Macón, que provee agua de vertiente al pueblo.
Y volcanes como el Llullaillaco, que supera los 6700 metros, famoso desde que en 1999 una expedición de National Geographic halló las momias incas de 3 niños, de unos 500 años de antigüedad, que se encontraban en perfectas condiciones de conservación, ahora exhibidas en el Museo Arqueológico de Alta Montaña en Salta Capital. Desierto infinito, aridez, médanos de color rojizo, imponente paisaje de los Andes y una belleza muy particular donde calza justo el calificativo de otro planeta.
Tolar Grande es un poblado de unos 300 habitantes, donde la esencia indígena milenaria está presente, se preserva la cultura y costumbres del pueblo kolla. La Red Lickan de turismo rural comunitario, conformada por emprendedores de unas 20 familias de la comunidad kolla, realizan los servicios de guía en las excursiones, alojamiento y gastronomía.
Para llegar hay que recorrer poco más de 350 km, que demandan unas 9 horas de ómnibus desde Salta capital y nada de dormirse, porque ese recorrido en sí mismo es toda una aventura: caminos zigzagueantes como el conocido Las Siete Curvas, las subidas y bajadas de montañas y cerros con su bien llamado Laberinto, atravesando el Salar del Diablo, el Desierto del Diablo, la Quebrada del Toro (por donde pasa el famoso Tren a las Nubes), paisajes deslumbrantes. En Alto Chorrillos se llega a 4560 metros, el punto más alto, se para un rato en San Antonio de los Cobres para almorzar, como en pequeños poblados remotos, caseríos de adobe, pobladores que arrean sus llamas.
Ya en el pueblo, quiero explorarlo todo. Me alojo en el refugio municipal y, claro, cuando llego me pongo a tomar mate y enseguida surge la conversación con unos viajeros europeos que están recorriendo Sudamérica en 4×4. No podemos creer el lugar en el que estamos. Un atardecer de un cielo celeste, con la luna que hace rato está encendida, mezclado con el anaranjado de las montañas.
Con la tabla al hombro
A la mañana siguiente me pasan a buscar con la camioneta de la Municipalidad con las tablas de sandboard y el equipamiento listo. Salimos hacia El Arenal: cientos de médanos y bancos de arena rojizos. Al llegar nos cargamos las tablas al hombro y comenzamos a subir caminando por el médano más grande hasta la cima, para lanzarnos desde lo más alto.
Pero una vez que llego a la cima casi me desmayo. No por el cansancio, sino por la vista, una de las más impactantes de la puna salteña. Quedo mudo por un rato, impactado por la panorámica: el salar, los Andes, los volcanes nevados…
Llega el momento de lanzarse. Casco, antiparras, rodilleras, coderas y abrochar fuerte los pies a la tabla. ¿Sensaciones? ¡Muchas! Primera lanzada bastante bien, entrando en confianza, para volver a subir y repetir, esta vez con más velocidad y mejor manejo, tomando descansos y mucha agua. Conversando con Lorena, la guía de la actividad, nacida y criada en este lugar, me cuenta que desde chiquita venía con sus hermanos a jugar y lanzarse sin nada de equipos, a divertirse donde ahora mismo estamos haciendo sandboard.
Después de unas cuantas lanzadas (algunas caídas también) en la última, se me afloja un pie de la tabla. Me siento para ajustarlo, estoy detenido a mitad de camino, con arena metida en las zapatillas y en el cuerpo, y es momento de echarse unos minutos en medio de la nada, descansar, respirar aire de las alturas, con un silencio desértico y una vista mágica, una brisita ideal, y un día de sol casi pleno.
Minutos después tomo coraje, me ajusto el pie a la tabla y me lanzo el tramo que restaba para finalizar y así terminar victorioso.
No hace falta tener conocimientos previos para hacer esto, sólo las ganas de vivir una experiencia única e inigualable y, lo mejor de todo, acompañado por la gente de aquí.
Volvemos a la camioneta y seguimos camino por el laberinto natural de médanos, hasta llegar a la Cueva del Oso, formada por la erosión natural del viento, el agua y la arena. Entrás parado pero tenés que ir agachando la cabeza y metiéndote en la oscuridad para salir por el otro lado.
Los ojos del mar
También aprovecho para visitar uno de los lugares más hermosos, pero no tan conocidos, del país: los llamados Ojos de Mar, en el salar de Tolar Grande. Piletones de origen volcánico de agua salada que cambia de color dependiendo los rayos de sol que las atraviesan: turquesa, verde, celeste, azul, mezcladas con el blanco puro de la sal y la tierra rojiza, de una transparencia que siempre deja ver la profundidad.
Mientras el guía de la comunidad me cuenta todos los detalles del salar, este lugar tan particular, en esta región, a esta altura, con estas condiciones climáticas… un ecosistema único. Justamente por todo esto es que se encuentran los estromatolitos vivientes de Tolar Grande, una de las formas de vida más antiguas del planeta, microorganismos de origen prehistórico, los únicos conocidos en el mundo a tanta altura. Y es el único lugar del mundo donde coexisten fósiles y vivos.
No exagero ni un poco cuando digo que es uno de los lugares más lindos del planeta.
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