Por qué los barrios gays ya no son lo que eran
Hace doce años presenté mi primer libro en Madrid y descubrí un mundo nuevo. Era una novelita de iniciación, una salida pública del clóset que tuvo la fortuna de ser publicada por una editorial española especializada en literatura LGBT.
Mis editores me pagaron un pasaje a Madrid para presentarme en la Feria del Libro de esa ciudad y me alojaron en un hotel gay del barrio de Chueca. Todo era felicidad.
Y todo era muy homosexual: recuerdo un local de comidas rápidas enteramente pintado de rosa que se llamaba Pink Pollo, dos librerías que solo vendían novelas "de temática", bares para osos gays, brunchs con shows de drag queens, saunas solo para hombres y muchas banderitas con el famoso arco iris de colores por todas partes. Ubicadas en las puertas de los restaurantes, en los balcones antiguos de los departamentos y hasta en los supermercados chinos que en esa época ya habían reemplazado a los viejos almacenes. "Un súper gay", pensé en ese momento, "¡Que flashero!".
El hotel donde me alojaron era una especie de manifiesto contra la discriminación que en otros tiempos pudieron haber sufrido las parejas del mismo sexo cada vez que pedían una cama matrimonial en algún alojamiento estándar. En las mesas de luz había revistas gays, en la tele pasaban porno acorde y la decoración era espectacular.
Caminar por las calles de Chueca hace una o dos décadas era una experiencia reveladora y muy divertida.
La semana pasada viajé a Madrid luego de muchos años sin pisar la ciudad, y para recordar los viejos tiempos me alojé en un hotel de la calle Fuencarral, en pleno barrio de Chueca. Iba dispuesto a revivir la emoción de cuando presenté mi primer libro y en las calles del barrio pasaba de todo. Podías tomarte una pinta en la vereda esperando que algún sueco te venga a encarar (historial real), podías pasarte las horas mirando gente y vidrieras y todo era lindo, animado, interesante. Entrabas a un barcito, luego a otro y conversabas con todo el mundo y terminabas bailando en cualquier boliche como si no hubiera mañana. Te metías a un café y eran todos hombres fabulosos sin teléfonos celulares, ni aplicaciones, ni redes sociales. Eran hombres mirandote y esperando a que los mires para animarse a saludarte y arrancar una charla cualquiera.
Entre el avance de las apps y el turismo
Aunque todo esto suene a hombre mayor nostálgico que añora el pasado, quiero decir que en este viaje a Madrid no me pasó nada de eso. Caminé por las calles de Chueca y no encontré el hotelcito gay en el que me habían alojado, la gran librería de temática LGBT con bar literario tampoco existía y el Pink Pollo había sido reemplazado por un Dunkin Donuts (¡que ricas son las Dunkin Donuts y que aberración es no tenerlas más en Argentina!).
Los cafecitos donde buscabas la mirada cómplice del otro mientras te hacías el que leías algo profundo, eran ahora cadenas de cafeterías o bares muy bonitos pero sin gays explícitos en las mesas buscando charla o aventuras, y el levante en la calle o en los boliches había muerto, pues ahora todo ese tipo de asuntos y cuestiones se resuelve a través de las aplicaciones del celular.
Esto, que parece una diatriba contra la gente joven y feliz, no es más que una descripción algo melancólica de los tiempos que corren en el universo ahora LGBTIQ.
En las ciudades modernas y desarrolladas como Madrid, Londres o París, los guetos gays han dejado de existir por dos razones: la primera es que ahora no resulta necesario refugiarse en un barrio gay porque es válido, aceptado y hasta cool ir con tu novio a todos lados y que nadie se atreva a decirte nada. Una subcategoría de esta razón es que en estos sectores urbanos a los millennials no les interesa en lo más mínimo la sexualidad del otro y el concepto de bar o boliche gay está cada vez más desvirtuado, pues el lugar de pertenencia ya no pasa por ahí.
La segunda razón es que los antiguos barrios gays como el Soho de Londres o el viejo West Village de New York se volvieron tan cool en su momento que el resto de la comunidad (los heterosexuales interesados en la moda, el diseño y los buenos bares o restaurantes) empezó a adoptarlos como lugar de pertenencia por lo bellos, onderos y vanguardistas que resultaron, y no por si había o no un par de chicos caminando de la mano o un par de chicas besándose en un café.
Lo triste de esta situación es que con el tiempo el barrio Chueca de Madrid o el Soho londinense se volvieron sitios turísticos atestados de gente de todo el mundo que va en plan tour europeo, tomando fotos a la bandera gay de un sex shop o mirando con desconfianza y exagerada sorpresa los shows callejeros de drag queens.
Lo genial de todo esto es que la protección de los guetos no resulta necesaria (al menos en las grandes ciudades de países así) y que los jóvenes gays prefieren mezclarse con chicos y chicas de cualquier género u orientación sexual a estar atrincherados en bares buscando algún tipo de identificación y asegurándose de estar a salvo. Me encanta que esto suceda, aunque espero ansioso a que el siguiente paso sea que la diversión y el arte propios de la cultura queer no se desvanezca, pues es una de las cosas más divertidas que existe.
Pregúntenle sino a Ru Paul y su ejército de reinas.