En las lejanas islas de la Polinesia el concepto del tiempo es relativo y el estrés, una palabra desconocida. Vale cambiar de horario y atravesar medio mapamundi para sumergirse en un universo casi naïve de peces multicolores, lagunas turquesas, vainilla, flores frescas y sonrisas a toda hora.
Me despierta un canal francés de noticias. Son las 6.45 PM en París. Hoy llueve y así seguirá toda la semana, dice la meteoróloga. Le sigue una entrevista a Emmanuel Macron hablando sobre los atentados en París y la seguridad.
Apago la tele y abro las cortinas. Todavía está oscuro, pero se divisa una franja de cielo entre púrpura y anaranjada a la altura de la laguna. Quietud absoluta. Las ramas de unas palmeras se recortan a contraluz en un horizonte de suaves ondulaciones. Una típica postal, de esas que creemos que son inventadas, de sitios inexistentes.
Pero esto es un lugar real, una pequeña isla en medio del Pacífico. Una de las 118 que componen la Polinesia Francesa, ubicada en su archipiélago más turístico, el de las Société (los otro cuatro son Tuamotu, Marquesas, Austral y Gambier), un territorio a 5.700 km del continente más próximo (Australia), con cuatro millones de kilómetros cuadrados de superficie (similar a la de Europa), de los que tan solo 4.000 km2 son tierras emergidas. La Polinesia es, desde 2004, Territorio de Ultramar de la República Francesa, lo que significa en la práctica que los polinesios eligen su propio presidente, pero reciben millones de euros del gobierno francés para su sustento. En total, las islas reúnen 256 mil habitantes, de los cuales casi la mitad vive en Tahiti. La mayor actividad económica es el turismo, seguido de la industria de la perla y la vainilla.
El sol comienza a brillar sobre la laguna, que apenas se mueve. Salgo al balcón de mi bungalow y siento como el agua golpea suavemente los pilotes de madera. Se suma el salto de unos pececitos que agitan un poco más esta tibia mañana. Y el sonido de un ukelele, entre dulce y melancólico, anunciando que el desayuno está servido.
Tahití y sus islas
Cuando les conté a mis amigos que me iba a la Polinesia, además de insultarme con cariño, la mayoría me preguntó: ¿dónde queda exactamente? "Y…es como entre Australia y Sudamérica, pero un poco más arriba, a la altura de…bueno, por ahí", respondí con precisión cero. Lo cierto es que este grupo de puntos en medio del Océano Pacífico Sur es casi imperceptible en cualquier mapa. Incluso lo es su isla más grande, Tahití.
Llegué a su capital, Papeete, en un vuelo de Latam, previa escala en Santiago y la isla de Pascua.
Todos los caminos conducen a esta ciudad, la base inevitable para recorrer las Société. Si bien las escenas bucólicas se encuentran a menos de media hora de barco o avioneta, Papeete tiene su no-sé-qué especial, con su pequeño caos urbano de cara al puerto más importante de los Mares del Sur, sus construcciones un poco venidas a menos, los negocios de costosísimas perlas negras (un collar de perlas negras no baja de los € 3 mil y cada perla cotiza en por lo menos €100).
Me la imaginaba más afrancesada, pero no. Donde sí logró La France un triunfo cultural es en el idioma. En las escuelas se enseña tahitiano, pero muchos dejan de usarlo y se dedican a la lengua de Baudelaire. Una pena. Imagine si le piden a un francés que renuncie a su lengua para adoptar otra: ni guillotinado como María Antonieta…Más uno se aleja de Papeete, y aumentan las chances de escuchar tahitiano, la lengua con palabras de muchas vocales. Como una que debe aprender el recién llegado, con cuatro "u": mauruuru (gracias).
El mejor color de Papeete está en su mercado. Llegamos tarde, al filo del cierre. Los vendedores tapan los puestos y quedan algunas señoras tejiendo collares de flores. Me acerco a uno y alcanzo a llevarme tiare (la flor nacional, blanca y de seis pétalos) en versión aceite o monöi y jabón, vainilla en polvo (me dicen que queda bárbaro una pizca para el café), té de mango y velas aromatizadas. Sí, mi pequeña porción de Polinesia envasada.
Raiatea y Tahaa
En el aeropuerto de Raiatea es todo color y alegría. El barcito que está al lado de la pista de aterrizaje tiene música fuerte y los que llegan o esperan beben Hinano, la cerveza local. En el hall se amontonan familias para recibir al cura francés que va a presidir la fiesta de Santa Teresa. Lo acompañan en caravana como si fuera una estrella de rock. Las mujeres le cuelgan collares de flores frescas, uno tras otro, hasta que al hombre apenas se le ven los ojos entre los pétalos.
Raiatea abunda en ritos y misticismos, y se dice que fue la primera isla poblada del conjunto polinésico. Su infraestructura, por mínima que sea, contrasta con la virginidad agreste de Tahaa, la isla vecina.
La lancha nos acerca al motu (islote) Tautau, uno de sus satélites. Además de cortarse sola, esta mínima porción de tierra aloja a Le Taha'a Island Resort & Spa, que responde al arquetipo de vida en las islas: una sucesión de bungalows con pilotes construidos laguna adentro, y conectados a través de pasarelas.
El gerente se acerca al muelle a recibirnos. Hay collares de flores para los hombres y coronas para las mujeres, y una enérgica danza tribal a cargo de un grupo de tahitianos con cuerpos tatuados.
Camino a los bungalows, nos ofrecen un coco enbandejado con pajita. Al entrar al mío, no puedo disimular el entusiasmo. No sé si me quedo con las flores desparramadas sobre la cama, la escalerita que desciende hasta la laguna, o el rectángulo de piso vidriado que deja ver el agua. Cuando la chica me muestra que se pueden prender las luces de abajo y veo el fondo acuático iluminado, sonrío y aplaudo como un niño.
Más tarde, durante la cena, un grupo de tahitianas vestidas con faldas de fibras vegetales se acerca bailando con ondulantes movimientos de manos y caderas, al son de los acordes alegres del ukelele. En algún momento, esta danza típica llamada ori tahiti estuvo prohibida por "inmoral" y "provocativa". Paul Gauguin se debe haber inspirado en mujeres así cuando pasó los últimos años de su vida pintando escenas de las islas. Mientras observo la cadencia con la que bailan estas damas jóvenes y no tanto, incluso bastante excedidas en kilos, pienso que si existiera una feminidad tahitiana, ésta podría ser delicada, elegante, inocente pero decidida, y muy sensual.
Con aroma a vainilla
Primera curiosidad sobre Tahaa: muchos dejan de fumar acá. ¿La causa? El aire es tan limpio y todo huele tan delicioso, entre la omnipresente tiare y la vainilla que se cultiva en sus tierras, que la gente siente decirle adiós al tabaco. Así nomás. Vaya pensando cuánto gastó en libros, parches y otros tratamientos inútiles para dejar el pucho, y quizás un viaje a esta parte no sea mal negocio…
Nos pasa a buscar un velero, un mini hotel flotante con un coqueto camarote y cocina. Alquilar este barquito es una buena opción para los que prefieran evitar el resort y moverse de isla en isla. El plan es disfrutar de la vida a bordo, un sublime carpaccio de atún rojo y un vino blanco, el sol de media tarde y el viento que apenas despeina.
Paramos en una plantación de vainilla, donde trabajan y viven 150 familias. El encuentro cercano con la costosa vaina es debut para casi todos los que integramos el grupo. Nos enteramos primero de por qué es tan cara: se trata de la segunda especia más cara del mundo, después del azafrán; crece sólo aquí y en las islas Réunion, Madagascar e Indonesia. Desde que se la planta hasta que da las primeras flores pasan más de tres años, y una vez que florece, la vaina demora nueve meses en estar lista para su cosecha. Es preciso polinizarla con un palito, pistilo por pistilo, todos los días, entre las 4 de la madrugada y las 10 de la mañana, antes de que haga demasiado calor. Además una vez cosechada hay que ponerla al sol y a la sombra, y masajearla para repartir su untuosa expresión y mantener pareja la humedad. Polinización y masaje es tarea prácticamente exclusiva de mujeres, conocidas como las "marieuses", por su quehacer vegetalmente femenino y maternal. La variedad tahitiana de vainilla es una de las más prestigiosas del mundo y en Tahaa se produce el 80% de la cosecha total.
La isla de la fantasía
Cualquier mielero daría el cielo por estrenar la vida de casado en uno de sus bungalows sobre la laguna turquesa, con vista al monte Otemanu. También antes: dar el sí en Bora Bora está de moda, y más desde que están permitidas las bodas gay en la isla. Hay meses en lista de espera. Dicen que son japoneses la mitad de los tortolitos que reservaron para ser casados según el rito tahitiano.
Hace rato que Bora Bora es la versión más turística de la Polinesia, refugio de súper estrellas del cine y bon vivants anónimos. Acá los hoteles se tienen que conformar con compartir motu, aunque cada cual tiene su pequeño edén exclusivo.
Si Bora deslumbra desde la superficie, lo hace doblemente abajo del agua. Salimos en lancha desde el Pearl Beach Resort & Spa para explorar este mundo de peces multicolores y jardines de coral. Hay de todo: pequeños Nemos, peces grandes, inofensivos tiburones y mantarrayas.
Después de decretarnos valientes nadadores, decidimos que nos merecemos una buena cena en la isla. Una trafic nos lleva por su única ruta, donde se alternan casas de pobladores (viven unas 4.300 personas), pensiones familiares y locales de tatuajes. Un dato: el mejor tatuador de la Polinesia se llama Marama y se lo encuentra en Matira, la playa pública de Bora Bora.
Es un recorrido veloz, apenas para formarse la idea de que la vida local es mucho menos glamorosa de la que presentan los resorts. Siento una pequeña frustración, de haber llegado hasta acá y no poder conocer cómo vive la gente real en el interior de la isla, no aprender sobre su cosmovisión, sus ritos, etc. Es una cara que no muestran los tours, para no arruinar la ilusión de remota perfección.
Hasta que llegamos a Bloody Mary ´s, el restaurante más famoso de Bora. En sus paredes cuelgan fotos de Rod Stewart y Gerard Depardieu, tomando el famoso cocktail de vodka y jugo de tomate. No hay forma de sacarle al barman el nombre del ingrediente secreto que le agregan. Creemos que se trata de tabasco, pero podría ser otro picor local.
Para acompañarlo, pruebo el mahi-mahi, el pescado más típico de la zona. Lo elijo de una mesa en la entrada, que exhibe la pesca del día; hay atún rojo, pez espada y unas langostas que aún mueven sus pinzas. Tierno y sabroso, el mahi-mahi se deja comer solo y es un camino de ida, como lo es el Bloody Mary.
Los hombres-mujer del Pacífico
Jean Marie nos ofrece café en la terraza de Le Meridien de Bora Bora. Pregunta casi susurrando si deseamos algo más, levanta las tazas vacías con suaves movimientos y se queda cerca, siempre sonriendo. Lleva una camisa floreada ceñida al cuerpo y una tiare detrás de su oreja izquierda.
¿Es o no es?, le preguntamos al gerente del hotel, Alan, mientras nos habla de lo poco que extraña su Estrasburgo natal. "Sí, es un mahu", aclara, y así responde a una de nuestras mayores inquietudes desde que pusimos pie en estas islas.
Los mahus son hombres criados como mujeres. Provienen de una tradición maorí según la cual el primogénito de cada familia es tratado como niña aunque haya nacido varón. Son un género incierto, de aspecto híbrido y lánguido andar, con rasgos masculinos y actitudes más femeninas que las propias mujeres. Un banquete psi para los discípulos de Freud.
Lo más curioso de la costumbre de los mahus es que su difusa identidad es un rol social que no necesariamente se corresponde con su sentir y quehacer sexual. Son mujeres culturalmente -porque fueron forzados a serlo-, aunque su pulsión diga otra cosa. De hecho, muchos se casan con mujeres y tienen hijos. Algunos practican la castidad y son respetados al mismo nivel que los curas.
No hay que confundirlos con las rae raes, hombres de nacimiento que sí eligen ser mujeres en su vida adulta, más cerca de los "trans". Gozan de menos prestigio que los mahus, y suele decirse que son producto de la sociedad de consumo. Se comportan y visten como mujeres, exacerbando esa feminidad con joyas y mucho maquillaje. Les gusta agradar, son muy coquetas y cuidadosas en sus formas. A las rae raes las tratan de "ella"; a los mahus, de "él".
Hay mahus que se mantienen mahus toda la vida, y otros que se convierten en rae raes e incluso en pre-mahus; es decir, reivindican su condición sexual original y se masculinizan nuevamente. Todavía no me queda claro si los mahus son criados como mujeres desde la cuna o si se muestran algo delicados y con inclinaciones femeninas mientras son niños, y la sociedad les da un empujoncito para que reafirmen esa identidad.
Lo cierto es que estos seres especiales, algo aniñados y carismáticos son uno de los pocos representantes de la cultura polinésica que es posible conocer desde el confort turístico. Muchos de ellos trabajan en los hoteles, porque suelen tener muy buen trato con la gente y vocación de servicio. Pero ojo: si bien está naturalizada la figura de los mahus y rae raes en la vida cotidiana de las islas, el tema es bastante tabú todavía. Es mejor ser discreto y no preguntar demasiado para no incomodarlos.
Una yapa de lujo
La última noche en Bora la pasamos en el hotel St Regis. En una de sus overwater villas. En su playa, una rareza polinésica, ya que la arena es casi un imposible en estas islas de origen volcánico. Entre cuerpos esculturales, futbolistas de la Liga Europea y parejas acarameladas besándose en la laguna.
Creo que este hotel debería tener seis estrellas en lugar de cinco. Y no lo digo por lo obvio. Lo digo por esos pequeños detalles que, sí, hacen la diferencia: el champagne y la tarta de lima que esperan en cada bungalow, la exquisita selección de sales y cremas en los baños extra large, los bolsos playeros y bicis para moverse por las pasarelas flotantes, los cuadros de inspiración Gauguin y las divinas postales y aceites de obsequio.
Así es la dura vida del St Regis, una experiencia que dura menos de 24 horas, pero alcanza para recibir trato de noble y dejarse consentir con total impunidad.
Rangiroa y su laguna azul
Las azafatas de Air Tahití son más simpáticas que las de cualquier otra aerolínea en la que haya viajado. Y no es por puro protocolo. Cuando nos bajamos del avión, en Rangiroa, me quedo mirándolas mientras me alejo, y ellas siguen sonriendo.
En Tahití, la gente se saluda cada vez que se cruza. Ia ora na (hola) aquí, ia ora na allá. La sonrisa es casi un estado permanente. Así lo demuestran los empleados del Kia Ora Resort. Desde la entrada hasta llegar a mi bungalow recibo (y devuelvo) unas diez sonrisas.
Salimos del circuito tradicional de las Societé. Salimos al océano. Y ahora estamos en otro archipiélago: el Tuamotu, el más extenso de Tahití. Rangiroa es uno de sus 76 atolones, y el más grande del Pacífico Sur. Acá se invirtieron los elementos: la tierra rodea el agua, y no a la inversa. Mide 70 km de largo y 30 de ancho este anillo coralino que encierra una laguna color esmeralda donde alguna vez existió un volcán. Como un mar adentro del mar abierto, conectados a través de pequeños canales.
Es tan rica y variada su fauna marina, que un grupo de investigadores se instaló en la zona para estudiar sus peces, tiburones, ballenas y delfines. Me entero por Pamela Carzon, una joven naturalista parisina y miembro de esta ONG (GEMM) que encuentro en uno de los extremos más angostos del atolón. "Hay que amar el océano para vivir en Rangiroa", dice, sin abandonar sus binoculares, porque está segura de que hoy habrá danza de delfines.
Y lo confirmo más tarde, cuando partimos en una lancha hacia la laguna azul. No es la de la película en la que Brooke Shields y el rubio de rulos naufragan, pero podría serlo. A solo una hora de barco se encuentra este acuario natural gigante con bancos de peces, arrecifes de coral, tiburones, rayas y barracudas. Además de hacerse un festín visual con el snorkel, en sus playas se puede encontrar arena rosa, debido a la abundancia de depósitos de foraminíferos.
Hay un motu cercano donde el hotel Kia instaló una sucursal sauvage. Se trata de cinco bungalows rústicos construidos con hojas de palmera y bambú, donde los huéspedes hacen su propio Lost: salen a pescar, preparan su propia comida en a'hima'a (típico horno tahitiano excavado en el suelo, con piedras calientes y tapado por hojas de banano y tierra) y experimentan cómo sería la vida de náufrago en una isla remota. Me encanta la paradoja de que en tiempos de hiper-comunicación y consumo se paguen fortunas por autoexiliarse en un lugar precario y lejos de todo, sin ningún tipo de conexión.
Abandonar la postal
Cae el sol en el horizonte oceánico. El sol marca el pulso de la vida en este azul Pacífico. El concepto de tiempo es casi un absurdo.
¿Cómo estará mi ciudad? Imagino la calle y un pronto amanecer, los negocios que abren, el subte, el café matinal, y la gente que corre…Ya sé que en breve volveré a ser parte de esas escenas conocidas. Y en parte las extraño.
Pero, si logro perpetuar esta sensación de bienestar y sencilla alegría, si logro retener los perfumes de la tiare y la vainilla, si recreo en mi cabeza los colores y formas del fondo del mar, si recuerdo las sonrisas de esta gente linda…en fin, si conservo alguna de estas sensaciones, cualquiera de ellas, creo que podré llevarme un poco de Polinesia conmigo.
Si piensa viajar
•La postal de los bungalows sobre palafitos y el agua de un turquesa imposible está en los resorts y para obtenerla, es preciso pagar por ella. Sin embargo, existe una Polinesia de pensiones y casas de familia. Si opta por ella, disponiendo de por lo menos dos semanas, sepa que el presupuesto será, siempre en euros, mucho más parecido al de un viaje europeo con mochila que al de un magnate, pero es probable que la dichosa postal aparezca poco y nada, y el viaje se parezca más a una vacación de selva, trekking, algo de mar y mucho de traslados en pequeños aviones… Las pensiones suelen ser muy desparejas (hay algunas chic, con aire acondicionado y buena decoración, pero hay muchas tipo cabaña rústica, con cocina y poco o ningún servicio). Consulte en www.tahiti-tourisme.pf y en http://www.ia-ora.com. No intente conseguir lo primero a precio de lo segundo porque obtendrá frustración garantizada.
•En los hoteles cambian euros y dólares, pero para el euro la tasa es fija mientras que para el dólar varía. Definitivamente, conviene viajar con euros.
•Una semana es un buen promedio de estadía. Para un pantallazo bastante completo se puede visitar Bora Bora, Moorea, Raiatea, Tahaa y Wahini. Las dos primeras son las más explotadas turísticamente (entre ambas + Papeete se quedan con el 80% de la capacidad hotelera de toda Polinesia), las últimas son las más salvajes (y no tan clásicamente bellas). Si desea ir más allá –sea islas Marquesas o Tuamotu–, deberá prescindir de algunas de las Société o quedarse más días. Para visitar varias islas, considere el Air Pass. Se trata de una ventajosa cuponera ofrecida por Air Tahiti que incluye tres, cinco o seis tramos en uno o varios archipiélagos.
•Los cruceros son otra buena alternativa. De los grandes de lujo (Tahitian Princess, Paul Gauguin) a los pequeños (Tia Moana y Tu Moana) pasando por el crucero de aventura ofrecido por el barco de carga mixta Aranui 3 (que va a las Marquesas), en todos el viajero ahorra en hotelería y traslados a la vez que conoce las pequeñas islas.
•Como siempre en los hoteles, la tarifa mostrador (rack rate) suele ser mucho más cara que reservando a través de una agencia. Como se trata de un destino caro, en Polinesia la diferencia es mucha. Oriéntese bien al reservar.
•La temporada alta va de junio a octubre + las fiestas navideñas. La baja es de noviembre a abril, pues es temporada de lluvias, pero eso no significa que llueva todo el tiempo. En realidad el régimen de lluvias es bastante irregular. La diferencia de temperaturas entre invierno y verano no supera los 5° (25° en invierno y 30° en verano). Julio es considerado el mes de las familias con niños (especialmente americanos y europeos), si bien es cierto que es un destino mielero y romántico, tanto para hetero como homosexuales. Los resorts suelen tener escénicas capillas donde se celebran ceremonias sin valor legal.
•Los hoteles no acostumbran incluir el desayuno en su tarifa y, sobre todo en Bora Bora, es muy complicado moverse sin lancha, por lo que hará bien en contemplar por lo menos la media pensión. Esté atento a las temporadas, ya que en baja, algunos hoteles pueden incluirla por el precio del alojamiento base. De lo contrario, estime en u$s 30 el desayuno y por lo menos u$s 80 por persona las comidas.
•Si su idea de paraíso incluye caminar largamente por la playa (estilo litoral brasileño), olvídelo. La Polinesia se caracteriza sí por el color magnífico de sus aguas, pero no por la extensión de las playas. Como se trata de archipiélagos volcánicos, la arena escasea, es coralina o negra, como en Papeete. En Bora, muchos hoteles suelen tener playas artificiales (de arena blanca, igual a las naturales, pero bastante cortas), perfectas para tomar sol. Las actividades son más bien náuticas: buceo, snorkel, alimentar a las rayas y los tiburones, etc.
•Si no le gusta el pescado, podrá sobrevivir, pero sepa que la vaca de arrecife no se da del todo bien por estos lares. Claro que en los buffets y menús de los buenos hoteles hay de todo, pero en las roulottes (puestos de comida montados en casas rodantes o similares) y en los snacks de la calle abunda el pescado, tanto crudo como cocido. Las alternativas más comunes pueden ser: comida china (muy común pues es la tercera comunidad más arraigada), hamburguesas o algunas carnes hechas a la francesa antigua, "tapadas" con bastante crema.
•A medida que se aleje de las islas más visitadas, es más probable que se complique la logística de llegada y traslados. Los aeropuertos suelen estar en los motus, rodeados de agua, y es indispensable convenir un transfer antes de llegar.