En esta área protegida del norte de Colombia, el Caribe y la selva están tan cerca que podrían hablarse al oído. Días de trekking, playa y hamacas en un terreno sin domesticar.
Tayrona queda en el noreste del país, camino a la península de La Guajira. Exactamente, a 34 km de Santa Marta. En las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta y a orillas del Caribe. Parte de su superficie –3.000 de las 15.000 hectáreas– es marina. Lo definen el mar y la sierra boscosa. También lo definen los tayronas, sus antiguos habitantes, y los turistas, los nuevos; la asombrosa biodiversidad –300 especies de aves, por dar un ejemplo– las palmeras, los monos aulladores, las bahías, los senderos que trepan la montaña, las nubes que insisten en bajar, las piedras gastadas por el golpe de las olas, las heliconias silvestres, los helechos y las serpientes, que a diferencia de las que podría haber en el patio del los Backyardigans, muerden en serio. Por eso algunas de las familias que viven en el Parque preparan "contras" o antídotos caseros.
Al Tayrona se llega en etapas. A medida que uno está más cerca, el concepto de ciudad se desenfoca. Atrás queda Santa Marta con su fiebre de vallenato y el turismo de playa de El Rodadero. Ya no hay edificios ni existe el shopping como posibilidad. En El Zaino, la entrada más usada, se ve la última carretera. Una camioneta lleva a los turistas que no van en auto hasta el punto en el que deben decidir si quieren caminar una hora o montar a caballo para la etapa final, en la que se termina de entrar al Parque.
Llegué a ese enclave un poco tarde, justo antes del cierre, junto con una pareja de colombianos que se había tomado unos días de vacaciones. Ella quería caminar; él subirse a un caballo. Discutieron unos minutos debajo de un árbol altísimo y decidieron que caminarían y mandarían el equipaje a caballo. Carlos Heredia, un porteador amable, lo cargó en uno de los 54 caballos disponibles. Después de bañarnos en repelente nos internamos en el verde.
El Parque Nacional Tayrona es bosque tropical, mariposas azules, lianas y mar bravo.
Esa primera caminata se puede leer como una frontera. A partir de ahí, por más que en algunas zonas haya señal de celular, el lenguaje de la naturaleza salvaje se suma a los códigos del hombre. En cada paso, uno se aleja de lo conocido y se interna en la selva. Le dicen selva pero es bosque. Tayrona tiene varios ecosistemas bien diversos: desde el matorral espinoso, que incluye cactus y vegetación que pincha, hasta el bosque nublado, en la parte más alta –a unos 900 metros sobre el nivel del mar– donde hay orquídeas, bromelias y ambiente de casa embrujada.
Esa primera caminata es por un bosque tropical, con árboles de más de veinte metros de altura, que esconden el cielo y abren la penumbra. Hay tucanes y paujiles, un ave en peligro de extinción; hay jaguares y tigrillos; osos hormigueros y zorros-perros, un extraño mamífero que habita en el Parque. Hay movimientos en las copas de los árboles y en las ramas bajas. Hay vida en lo que está quieto. Pero poco y nada es reconocible al principio. Apenas algunos sonidos. Es necesario hacer silencio y escuchar, sacudirse la prisa y darse de alta en la dimensión natural. Parece una obviedad, pero no lo es para los que vivimos en las grandes ciudades.
Esa primera caminata y todas las que se realizan dentro del Parque son para usar calzado de trekking. Lo mandan las piedras, el barro cuando llueve, las subidas y bajadas por momentos resbalosas. Unas argentinas que conocí más adelante, en el camping Don Pedro, llegaron sin información y el único calzado que traían era el par ojotas que tenían puestas. El problema de eso –sin contar las 31 especies de reptiles, entre las que se cuentan los ofidios– es que acaban limitando a la playa las enormes posibilidades turísticas.
En general, se sabe poco del Tayrona antes de ir y una vez ahí, lo que uno logra saber es por experiencia propia o por preguntón. En la entrada, apenas dan información, no suele haber mapas disponibles y adentro la señalización es precaria. Si alguien de turismo de Colombia lee estas líneas, podría tomar nota: al ecoturista le interesa saber por dónde viaja, analizar el trekking que hará al día siguiente, cuál será la duración y poder leer una descripción del camino. Los carteles que se ven están tallados en madera, muy coquetos, pero la información es mínima.
El parque está lleno de senderos húmedos por la temperatura y la impredecible lluvia tropical, con aroma silvestre y alimonado, rodeada de sonidos desconocidos y animales agazapados.
Antes de salir a caminar es importante preguntar. No se puede deducir que atrás de esa bahía habrá una playita linda. Es un terreno demasiado salvaje para conjeturas. No solo por la selva, también por el mar. El Parque da al Caribe, pero no es el mismo mar de Cartagena ni siquiera de la vecina Santa Marta. La temperatura es levemente más fresca. Agradable pero nada de tibia. Y el ímpetu es otro. Es un mar bravo, revuelto, de a ratos enfurecido. En la playa de Arrecifes, por ejemplo, no hay que bañarse. Un cartel, que por cierto debería ser más grande, anuncia que murieron más de 200 personas en esa playa. No es para alarmarse, sino para estar atentos. Ni para deprimirse: pasando Arrecifes está La Piscina, una playa de mar turquesa sin ni una ola.
Hoja de ruta
Como en todos los parques nacionales, en Tayrona uno puede diseñar la visita a medida. El lugar tiene varias paradas que funcionan como bases para comer y dormir, y desde allí hacer trekking o tomar sol. La primera caminata, la que se puede leer como una frontera, terminó en Arrecifes, una base recomendada, con muy buena infraestructura. Hay carpas, hamacas o cabañas, lockers donde dejar las cosas y un restaurante que prepara sopa de pescado y un arroz de coco para pedir la receta. Los jugos, deliciosos. Particularmente el de maracuyá es inolvidable.
Desde Arrecifes se llega en una hora a Cabo San Juan del Guía. El circuito pasa por La Piscina, una playa tranquila, ideal para bañarse y descansar bajo las palmeras. Por ahí encontré unos puestitos donde comer arepas de queso o huevo recién hechas. También venden agua de coco. Desde cualquiera de las dos bases principales –Arrecifes o Cabo San Juan– La Piscina es un lugar recomendado para hacer playa. El sendero trepa por las rocas, se escurre entre palmeras bajas y helechos brillantes y pasa por un árbol alto y corpulento donde siempre hay monos tití a los gritos, saltando de rama en rama. Finalmente, llega al Cabo.
La primera impresión de Cabo San Juan del Guía fue la de estar en una rave en Argentina. Ambiente de fiesta, carpas en el césped, reuniones de gente cool en actitud de disfrutar. No había música electrónica, sí mochileros de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, La Pampa, Comodoro Rivadavia y más. Hasta los empleados del Parque lo comentaron. ¿Qué pasa con los argentinos que vienen tanto? Simple: el poder sin igual del boca a boca.
El paisaje del Cabo es espectacular, dos bahías con playa y palmeras que llegan a metros del mar, apto para bañarse. Más allá la sierra, el bosque tropical, las lagartijas de cola azul eléctrico, las cascadas escondidas. Me gustó llegar hasta una roca alejada, sobre una lengua de tierra que entra en el agua para ver el escenario de belleza cruda. Hace algunos años esta playa salió en un ranking del periódico inglés The Guardian, como una de las mejores del mundo, como un secreto. Desde la roca alejada me pregunté –era inevitable hacerlo– cuánto más durará Tayrona en estado salvaje. Hasta ahora no hay resorts, aunque existen los Ecohabs, un sector de cabañas exclusivas donde los rumores aseguran que una vez durmió Shakira.
En el Cabo San Juan, la infraestructura es peor que en Arrecifes y sin embargo, la mayoría de los turistas se queda ahí. Por el paisaje, por la situación de fiesta, por el encuentro con pares, por la buena comida –pescado frito con patacones, arroz y ensalada–, por el clima, por algún romance.
Otra de las paradisíacas playas del Tayrona es Cristal. En sus aguas me encuentro con un cardumen de pececitos azulados. Me atraviesan y casi los rozo con las manos. Me acuerdo de la frase de John, el chico que alquila las antiparras en la playa, antes de zambullirme en este mar de varios tonos de azul. "El único peligro es que te agarre un infarto de alegría", me advirtió.
A esta playa del PN Tayrona pueden acceder sólo 350 personas por día. Hay que llegar muy temprano a la entrada del parque y escuchar una charla ecológica de 40 minutos para asegurarse un lugar en las lanchas que parten desde Neguanje y, en 15 minutos, te acercan a esta bahía calma.
Después, hay que hablar con doña Juana, que espera en la orilla con una bandeja de pescados fresquísimos –pargo rojo, róbalo, cojinoa- será el ingrediente básico del almuerzo. Entonces lo encuentro a John, un nyc (nacido y criado) de Tayrona que vive en una de las pocas casitas frente al mar. Es un férreo defensor de la esencia agreste de Cristal. Cada vez que corre el rumor de que la quieren privatizar e imponer el estilo all inclusive, es uno de los primeros en plantarse desde la resistencia. Imaginarse un resort en este lugar le causa espanto y pena. A quién no. ¿Qué sería de los ranchos de paja, los lancheros y Casimira, la palenquera que se pasea por la playa cargando sobre su cabeza dulces hechos por ella misma? ¿Cómo se vería esta bahía poblada de buques y muelles? ¿Qué sería de los peces y corales, acostumbrados a la escasa presencia humana?
Volviendo al Cabo, recuerdo a Tanja Scheurer, una suiza que viajaba por América Latina. Una tarde de lluvia me contó que no se podía ir de allá. "Mañana, me iré mañana", dijo y me miró, aunque en realidad se hablaba a ella misma. Al día siguiente no se fue porque la vi comiendo un pan de chocolate al atardecer. No supe si llegó a irse. A veces me imagino que todavía está allá, que se enamoró de Leyton, el guía de paseos de snorkel, que ella le enseña alemán y él, una técnica para caminar por la selva sin que se le llenen los pies, tan blancos, tan suizos, de ampollas.
Desde el Cabo parte un sendero hasta Chairama, también llamado El Pueblito, un antiguo asentamiento tayrona. Son 2,4 km de ascenso empinado. Se suben 260 metros. Por momentos, es preciso sujetarse de una raíz, agacharse para pasar por una cueva o acercarse a un arroyo para refrescarse la cara. En el último caso, con atención. En una parada conversé con una pareja de Neuquén que acababa de ver una serpiente. Me la mostraron en la cámara: era roja y negra, según supe más tarde, una falsa coral. Otra que suele aparecer en el Parque es la mapaná, una venenosa que puede llegar a medir ¡dos metros!
Desde la terraza de El Pueblito se ve la parte más alta de la selva y también antiguas construcciones. Cuando estuve ahí escuché monos aulladores a lo lejos. El sonido retumba en los árboles y asusta. Hace unos quince mil años hubo alrededor de mil casas en este sitio. Hoy quedan restos de viviendas circulares, terrazas donde cultivaban maíz y frutales, y cuevas con piedras de sacrificio, donde los aborígenes koguis hacían su pagamento –ofrenda– a la tierra antes de seguir hacia los faldeos de la Sierra Nevada. Los tayronas se extinguieron, pero la etnia kogui todavía vive en la Sierra Nevada, con 5.775 metros, la montaña costera más alta del mundo. No es raro cruzarse a uno de ellos. Después de todo, es el camino a su casa. Un lugar adonde –todavía– no llegan los Backyardigans.
Si pensás viajar...
PN TAYRONA
CÓMO LLEGAR
En micro Los ómnibus parten desde el mercado de Santa Marta hacia El Zaino, la principal entrada al Parque. Tardan alrededor de una hora. Después de pagar la entrada se toma una van hasta donde comienza el camino. A caballo Si no tiene ganas de caminar, o su equipaje es muy abultado y necesita ayuda para trasladarlo, una buena opción es alquilar caballos para llegar hasta Arrecifes.
DÓNDE DORMIR
En Cañaveral y Arrecifes
Aviatur T: (0057-1) 382-1616. Cañaveral es la base más cercana a la civilización. Si bien hay campings, una buena opción para alojarse son los Ecohabs, casas indígenas de alta calidad. Tienen internet y un spa que ofrece tratamientos a base de bambú y aceite de pimienta.
En Arrecifes
Aviatur. Ofrece distintos tipos de alojamiento: hamacas con mosquitero, carpas –la ubicación de las personas en las áreas de camping se realiza de acuerdo con el orden de llegada– o cabañas. Si viajan en temporada alta y quieren alojarse en estas últimas recuerden reservar con anterioridad.
Camping Don Pedro. Sendero Cañaveral Arrecifes Km 33. T: (0057-5) 431-8502. Este camping está a 5 minutos de Arrecifes, hay que seguir un desvío por la selva. Es un buen lugar, con hamacas y carpas, más económico que Arrecifes.
En Cabo San Juan de Guía. A pesar de ser el hot spot del Parque, es la peor concesión. Las hamacas están demasiado pegadas unas con otras, las carpas son viejas y los baños, pésimos. También cuenta con un kiosco donde se venden galletitas, bebidas y más.
En Playa Brava. Es el lugar más alejado. Llegar desde Cabo San Juan implica 4 horas de caminata por la selva. En Playa Brava es posible dormir en hamaca, carpa o cabaña.