Le dicen el Mosco y se lo puede ver en las estancias tradicionales de San Antonio de Areco. Sabe rasgar la guitarra y cantar “verseao” como los paisanos de antes.
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Es el hombre más fotografiado de Areco. Su silueta gallarda, presencia obligada en fogones y fiestas patrias, ha sido registrada por las cámaras de miles de viajeros de todo el mundo. A punto de cumplir 80 años, Oscar “Mosco” Pereyra —uno de los últimos gauchos “de veras” que rumbean estos pagos— no se cansa de arrancar suspiros con los rasgueos de su guitarra.
Cada 10 de noviembre, desde hace más de once años, este criollo de mirada pícara y facón espaldero enarbola con orgullo la bandera argentina en la Fiesta de la Tradición. Luciendo sus mejores pilchas —chaqueta recién planchada, pañuelo rojo anudado al cuello y rastra de plata— desfila por las calles del pueblo montado en un alazán brioso. Y no le afloja a las riendas.
“Cumplo 80 el 21 de junio próximo, pa´ festejar el invierno”, bromea. Hijo y nieto de jinetes bravos —a su abuelo lo apodaban “El Mosquito” porque se prendía con tal saña al caballo que el animal, por más que corcoveara, no conseguía voltearlo—, dejó la escuela temprano y se puso a trabajar. “Yo quise ser independiente desde que nací”, murmura, y el recuerdo de su infancia le brilla en los ojos. El Mosco es hombre de hablar pausado y sonrisa fácil, franca. Dice que todo lo que sabe, mucho o poco, se lo debe a sus mayores: “la gente grande”. Que con su padre aprendió a enlazar potros y arrear vacas retobadas; que un tío suyo, soguero, le reveló los trucos y mañas del trenzado; que su abuelo domador le enseñó a curar las mataduras con ramitas de espinillo. Y que desde chico, cuando todavía montaba en pelo, no le gusta mandar a nadie ni tampoco que lo manden. Para el Mosco, esa es “la entraña” del gauchaje: aprender a hacer todas las cosas que uno necesita “para ser como dicen que es el viento: libre y ligero”.
El amor por la guitarra le viene de lejos, cuando escuchaba tocar a sus tíos en las noches largas de los bailes. “A cada novia que tuve antes de casarme le compuse una canción”, desliza atusándose el bigote, tupido como cepillo. “Y como yo escribo poquito o nada, tuve que guardar las letras en la memoria”. Y ahí nomás entona un valsecito que habla de amores tímidos, callados. “Yo que tanto te quería / y nunca te dije nada”, rezonga el estribillo. Hay algo de Ata Yupanqui en la manera de cantar bajito, donde la voz —más que cantar— parece que susurrara “el verseao”. Y así, entre pialadas y querencias, Oscar fue dejando atrás los romances de la primera juventud y hace más de cincuenta años se casó con Rosa, una santafesina a la que conoció en La Porteña, la histórica estancia donde pasaba los veranos el escritor Ricardo Güiraldes. En esa estancia trabajaron y vivieron durante 31 años y criaron a sus cinco hijos: “Cuatro varones y una mujer, que se llama como la flor y como la madre”.
La Porteña engarza como gema en su historia. Allí su padre, José Antonio, compartió fogones con Segundo Ramírez, el resero que inspiró el personaje de Segundo Sombra. Allí el Mosco domó pingos hasta cansarse, maneándolos de abajo y sin rebenque hasta ganar su confianza para ensillarlos, tal como le había enseñado su abuelo Esteban. Allí supo “por mentas” varias cosas sobre la vida de Ramírez, entre otras que llegó a Areco en 1903 y recién se casó con su concubina de toda la vida —doña Petrona Cárdenas— allá por 1934, cuando los dos ya eran viejos. “Don Segundo acompañó el féretro de Don Ricardo cuando lo trajeron de París. Y hoy está enterrado a pocos metros de su tumba”, dice el Mosco.
Con el correr del tiempo, Oscar y Rosa volvieron a su casita en Areco y él se puso a trabajar en otra estancia, El Ombú, durante otros veinte años. Las épocas habían cambiado y ahora, además de atender a los caballos, sacaba a pasear en carro a los turistas “que cada vez eran más”. Hoy (es decir, antes de la pandemia) se lo ve en asados y mateadas y en cuanto festejo popular haya en Areco. Es una presencia querida, una figura respetada, un gaucho que se entiende con todo el mundo porque, desde muy joven, nunca le gustó pelear ni aprovecharse. “Mi padre me enseñó con el ejemplo”, afirma. “Él siempre me decía ‘nunca intentés ventajear a nadie’. Y a mí me gustaría que me recuerden como un hombre honrado”.
Cuando manda la ocasión, el Mosco desgrana milongas y estilos sureros —sus preferidos— que le quedaron grabadas en la voz y en las yemas de los dedos. Pero también se le atreve a la chacarera y al tango. En cuanto a la bandera que porta en los desfiles, afirma que la seguirá llevando hasta que Dios quiera: “Cuando me cambien por otro no me voy a ofender, porque todos tenemos derecho en la vida”.