Fue construida hacia 1914 por los arquitectos Togneri y Fitte, y destruida por un tornado en 1974.
- 6 minutos de lectura'
Hasta no hace mucho —dos o tres años, afirman los memoriosos— el Expreso Pampeano pasaba lentamente con su carga por Máximo Fernández, la estación ferroviaria de Salaberry, a unos 20 km de Bragado. El traqueteo de la locomotora interrumpía por unos segundos los chillidos de las catitas, apostadas cual vigías celosos en las palmeras que flanquean las ruinas de la capilla y de la escuela en la Estancia Montelén, a pocos metros de allí. Dos edificios emblemáticos que fueron eje de la vida comunitaria del pueblo y a los que un tornado que asoló la zona destruyó casi por completo el 5 de enero de 1974.
Para llegar a Montelén hay que recorrer varias leguas de caminos rurales, siguiendo las huellas de las chatas que transportan provisiones de un caserío a otro. Después de un rato de andar esquivando cuises entre los sembradíos, y habiendo dejado atrás un par de carteles salpicados de barro, se vislumbra un intenso verdor. Un boscaje inesperado en la llanura baja y monocorde. Sobre la mano izquierda del antiguo Camino Real que une La Limpia con San Emilio emerge una visión de ensueño. Unas altas paredes grises, coronadas por arcos ojivales, asoman como menhires de la frondosa vegetación: las ruinas de la Capilla del Sagrado Corazón. De estilo neogótico –supo tener puerta de roble macizo, vitrales, techo de pizarra francesa y campana de bronce para llamar a los fieles–, en su fachada aún puede leerse la firma de los arquitectos Togneri y Fitte. Un poco más allá, se atisba lo que queda de la primera escuela del paraje: dos salones semiderruidos que aún conservan los dibujos pintados por los pequeños alumnos y el primer piso, al que no se puede acceder por falta de escaleras, donde vivía la directora. Y a lo lejos, sobre la curva de un sendero tapizado de hojas, las aspas de un imponente molino de viento.
Antes de llamarse Montelén, la estancia respondía al nombre La Matilde. Así la había bautizado Máximo Fernández, un joven escribiente del Juzgado de Paz de Cañuelas que circa 1870 recibió las tierras como regalo de bodas tras desposar a Matilde Sevey, la hija de un acaudalado estanciero. Fernández agrandó la propiedad –llegó a tener varios miles de hectáreas–, descolló como productor agropecuario, plantó interminables hileras de árboles frutales y construyó una mansión estilo Palladio, que según dicen habitó de manera intermitente porque su esposa prefería los viajes por Europa a una vida suntuosa en el campo. En 1904, tras una seguidilla de contratiempos de distinto orden, la propiedad cambió de dueño pero no de nombre: Ana, la esposa de Juan F. Salaberry, el flamante adquisidor, tenía una hermana llamada Matilde. Los Salaberry-Bercetche –que se abocaron de lleno a la explotación forestal para aprovechar la infinidad de árboles plantados por el emprendedor Fernández– decidieron embellecer el casco principal y contrataron a Carlos Thays para que remodelara los jardines. De esta época, de 1914, data la iglesia. Las obras también incluyeron un lago artificial, una pajarera y una glorieta.
No se sabe si por consejo del paisajista francés o por mero capricho, don Juan Francisco compró las rejas de la quinta de la familia Lezica (que ocupaba los terrenos del actual Parque Rivadavia, en el barrio de Caballito), hizo construir dos jaulas de enormes dimensiones y mandó traer varios animales exóticos de otros continentes para sorprender a sus invitados, entre ellos varios leones de África y un oso del Ártico. Este exceso de excentricidad –típico de las clases acomodadas de la época– no solo lo obligó a instalar una fábrica de hielo para mantener vivo al úrsido, sino que terminó por provocar una desgracia. En 1910, en un descuido del cuidador, uno de los leones mató a una niña. El accidente puso fin a los zoos privados en la provincia: el león fue sacrificado y el resto de los animales salvajes –excepto las aves que revoloteaban en la inmensa pajarera– pasaron a integrar las huestes del Jardín Zoológico de Buenos Aires. Pero, según refiere el hijo del médico que atendía en La Matilde, olvidaron trasladar a un león viejo y los paisanos organizaron un duelo con apuestas entre el aletargado felino y un burro ferozmente pateador. Aunque perdió el león, el burro murió unos días más tarde a causa de los zarpazos recibidos.
Hacia 1928, Salaberry loteó varias hectáreas de La Matilde, dando origen al pueblo que lleva su nombre y llegó a tener 1.300 habitanteds. Pero los despilfarros y las malas decisiones hicieron mella en las finanzas y en 1942 la alicaída estancia pasó a manos de Francisco Suárez Zabala, un bioquímico graduado en la UBA inventor del Geniol, quien cambió su nombre por Montelén (contracción de las palabras monte y leña). Bajo el nuevo auspicio prosperaron las colmenas y la producción de leche y, como prueba de amor por la naturaleza, se fundó el vivero más grande del país.
Cuando Suárez Zabala muere, el campo se dividió entre los hijos y su viuda, Élida Rodríguez Blanco de Suárez. Más alicaída, aún en 1966, obtuvo un campeón en la exposición de la Rural de Palermo. Pero el tornado de 1974 fue el principio de la decadencia.
Hoy, los senderos de ligustros, cipreses y eucaliptus que bordean las ruinas de Montelén trazan distintos recorridos, idóneamente señalizados. Uno de ellos desemboca en “el molino de seis patas” —así lo conocen los lugareños— que abastecía de agua a la escuela. Un gigante de 30 metros de altura totalmente desmontable armado con piezas de hierro forjado y remaches (en aquellos tiempos no se conocían las soldaduras), cuya base hexagonal le otorga una increíble firmeza: fue el único que resistió los embates del tornado sin conmoverse. El diseño pertenece al ingeniero Gustave Eiffel, que construyó la célebre torre. Las piezas se fabricaron en nuestro país bajo la supervisión de Domingo Noceti en el histórico edificio de la calle Perú 535, en la ciudad de Buenos Aires, y llegaron prolijamente embaladas en cajones de madera a la entonces pujante estación Máximo Fernández.
Hace cuatro años, las bellas y misteriosas ruinas de Montelén abrieron oficialmente sus puertas al turismo. Solo pueden visitarse —siempre y cuando no llueva y con cita previa— los fines de semana y los días feriados, desde las diez de la mañana hasta la puesta del sol.
DATOS ÚTILES
Se llega desde Bragado, Los Toldos o La Limpia. En todos los casos, hay que hacer unos 20 km por camino de tierra. Para concretar la visita, es indispensable la reserva, que se concreta a través del formulario online o por mail info@montelen.com. $300 por adulto ($200 para los niños de 7 a 15 años). El tiempo de recorrido (tanto individual como grupal) es de 30 a 45 minutos.