¿Por qué La Paz es la ciudad sudamericana que hay que visitar en 2019?
La Paz mira al mundo desde sus 3600 metros sobre el nivel de un mar lejano y añorado. Bien ganado el eslogan-marca ciudad con el que se la empezó a etiquetar en los últimos meses: Ciudad del Cielo.
Justamente, la mejor forma de recorrerla es por lo alto. Sobre la ciudad, sede del gobierno del Estado Plurinacional de Bolvia, con poco menos de un millón de habitantes, circulan las por ahora siete líneas de Mi Teleférico. Este asombroso sistema de transporte público nació y comenzó a expandirse en 2014 y ya prepara otros tres ramales para confirmarse como la red más amplia en su tipo, después de una inversión de 700 millones de dólares en ingeniería austriaca.
La Paz es una ciudad montañosa, elevada, sinuosa y de trazado... asimétrico. Para el tránsito, un desafío mayor que, lejos de resolverse bien, durante años se enredó aún más con su urbanismo a los ponchazos y sus centenares de minubuses y taxis informales. En ese paisaje, las estaciones modernas y coloridas, y las góndolas ágiles de Mi Teleférico pintan a milagro.
La duración de los viajes interurbanos se redujo a un tercio o un cuarto, además de saltear las "trancaderas" permanentes, el ruido, la contaminación y la incertidumbre de tomarse el minibus. Desde el cielo, hasta parece una ciudad con paz en serio y los paceños cruzan cómodos por sus barrios a bordo del mismo medio que en Europa se usa para ir a esquiar.
Mi Teleférico, además de una solución para el tránsito, es un símbolo de cierta transformación en La Paz y en Bolivia. Según el Banco Mundial, durante la década 2004-2014 la economía boliviana creció a una tasa anual promedio de 4,9% por los altos precios de las materias primas, las exportaciones de gas natural y "una política macroeconómica prudente". Bolivia sigue siendo uno de los países más pobres de la región y aquel crecimiento se desaceleró marcadamente, pero la pobreza "moderada" logró reducirse del 59% al 36,4%, su piso histórico.
Miniaturas a lo grande
El teleférico también es una buena noticia para los turistas. En esas góndolas para diez personas (todas y cada una con el retrato de Evo Morales), a veinte metros del suelo, cualquier viaje ordinario se convierte en un city tour espectacular, un sobrevuelo que permite asomarse a lo normalmente invisible incluso para residentes de toda la vida: los techos de calamina de colores, las canchitas de fútbol, el alucinado arte urbano en los panteones del Cementerio General, las torres de la avenida Busch y el hormiguero del Mercado del Alto se redescubren como en un libro de Yann Arthus-Bertrand.
O la interminable feria de la Alasita, una de las grandes fiestas populares paceñas, con antecedentes desde tiempos coloniales. Cada 24 de enero, los paceños compran miniaturas de aquello que desean: una casa, un auto, billetes, herramientas para la contrucción, un mini certificado de salud, un mini pasaporte o un mini título universitario. Luego, las hacen challar, o bendecir, por un yatiri, para que el Ekeko, deidad de la abundancia, ayude a hacerlas realidad.
Alrededor de la feria, todos se suman a la fiesta. Los diarios imprimen "periodiquitos" para ese día y los cafés sirven promos con porciones reducidas de sus especialidades. El Banco Central tuvo que recordar la prohibición de copiar demasiado fielmente los billetes oficiales.
Después del 24 E, la feria con cientos de puestos donde se venden esas miniaturas sigue abierta todo un mes. Allí, como uno de los deseos más recurrentes es el de la vivienda propia, se multiplican las maquetas con casitas de tres o cuatro pisos y colores estridentes. Las venden con todo y mini título de propiedad, simulando una operación inmobiliaria formal.
A esos edificios coloridos, exuberantes, con ventanas espejadas y detalles geométricos, tan brillantes entre las casas de ladrillo sin revoque a medio terminar, características de la Ciudad del Cielo, se las conoce como cholets. A escala real, son las mansiones de la nueva burguesía de comerciantes aymaras, enriquecidos en los últimos años, y uno de los fenómenos arquitectónicos más curiosos del planeta hoy.
Los llaman cholets porque en su último piso suelen estar coronados por un chalet, de techo a dos aguas, donde vive la familia de cholos propietarios. Los niveles inferiores se destinan a alquileres, a otros parientes, a cocheras y, sobre todo, a un infaltable salón de fiestas con tantas luces y detalles cromáticos como un flipper. De hecho, hay edificios cholets que rinden tributo a los robots Transformers y a personajes como Iron Man y Súperman.
El fenómeno de los cholets
El arquitecto estrella del fenómeno cholet es Freddy Mamani, que ya mereció un documental (Cholet, de Isaac Niemand), rebote en medios de todo el mundo y tours para apreciar su legado por El Alto, la ciudad vecina e independiente, pero en la práctica una extensión de La Paz.
El Alto es territorio cholet. Allí está, por ejemplo, Havana, el primer hotel cholet, rara oportunidad para conocer por dentro uno de esos edificios. En la planta baja, el pasillo de entrada deriva en un salón de 200 metros cuadrados con mosaicos, luces y guardas verdes, naranjas y coloradas, un híbrido entre comedor familiar y boliche disco de los años setenta. En salones como este, los vecinos de El Alto se gastan miles de pesos bolivianos en fiestas de 24 horas para unos 250 asistentes, con un complejo y estricto protocolo de invitaciones, aportes y compensaciones.
En los pisos superiores de Havana están las nueve habitaciones de distintas categorías, equipadas con potentes sistemas de audio y video, decoradas con Barbies bolivianas y retratos de heroínas cholas bailando o compitiendo en pulseadas. Dormir en el cholet Havana cuesta desde 25 hasta 45 dólares por noche, con desayuno, wifi y acceso al (fundamental) karaoke.
Los cholets pueden verse como una excentricidad. También como una manifestación monumental del adn indígena paceño. No es un gesto aislado: tras siglos de discriminación, por mujeres y por indígenas, las cholas ganaron en los últimos años un reconocimiento inédito entre pueblos originarios de América latina. Con su look no negociable, hoy hay cholas modelos, cholas conductoras de televisión, cholas escaladoras (este verano un equipo de ellas hizo cumbre en el Aconcagua), cholas ciclistas, cholas luchadoras y, por supuesto, cholas funcionarias del gobierno de Evo.
En El Alto no faltan boutiques de faldas, sombreros bombines y bijouterie chola. Y fiestas electrónicas, también en cholets, llamadas Electroprestes, donde conviven DJ con poderosas orquestas de bombos y bronces al estilo de Oruro.
"La Paz es un banco de autenticidad", observa Antonio Taboada en el salón de Jallalla, el bar que acaba de abrir al final de Jaen, la peatonal colonial más fotografiada de La Paz. Taboada vivió tres décadas entre Europa y Asia y ahora empuja con entusiasmo este proyecto gastronómico y cultural que reivindica tanto la tertulia de parroquianos "senior" como una neo coctelería modernista basada en el singani y destilados bolivianos que esperan valoración internacional.
Mamani Mamani
Jallalla ocupa el primer piso de una casona bicentenaria en cuya planta baja está el atelier-galería de Mamani Mamani, el artista plástico estrella de la escena paceña. Taboada lo presenta y Mamani Mamani irrumpe en el bar con la energía de una Marta Minujin en cámara rápida. "¡Jallalla, jallalla!", exclama el hombre, brazos extendidos, sonrisa iluminada, cuyos cuadros, con colores que recuerdan a los de los cholets y el teleférico, se pueden ver en el nuevo Palacio de Gobierno que edificó Evo Morales en el centro de la La Paz.
"Mamani es un apellido indígena de los más comunes en Bolivia. ¡Hay Mamanis hasta fabricando cohetes espaciales! Pero hasta hace poco sólo por llamarte así te discriminaban. Gracias a Evo esto comenzó a cambiar", dice Mamani Mamani sin parar un segundo de dar vueltas por el local, con más de un punto de contacto con artistas como Romero Britto y Milo Lockett.
A pocos metros de Jallalla, también sobre la calle Jaen, está el Museo de Instrumentos Musicales, con su colección de dos mil piezas. A la noche toca Ernesto Cavour, charanguista y luthier de instrumentos insólitos, en una sala como para cincuenta personas de esta casa colonial con galería alrededor de un patio amplio.
Cavour, de 78 años, sube a la tarima con estuches de todos los tamaños para brindar una lección de dos horas de música, historia, humildad y sentido del humor boliviano, que nadie que pase por La Paz debería perderse nunca. El público, mayormente mochileros sudamericanos y europeos que nada sabían de él 120 minutos atrás, lo ovaciona y el maestro se retira estrechando manos y sonriendo.
En otras ciudades, para escuchar a figuras locales del porte de Cavour hay que reservar un mes antes. Acá no, basta con darse una vuelta un rato antes por la calle Jaen. Porque La Paz es efectivamente un reservorio de autenticidad, y todavía muy accesible.
Gustu: cómo explorar un país plato por plato
Uno de los mejores restaurantes del mundo está en La Paz. Se llama Gustu, vocablo quechua que significa sabor, y sólo sirve productos plantados, crecidos, nacidos, criados y procesados por manos bolivanas en territorio boliviano. El impulsor de la idea es, sin embargo, danés: Claus Meyer, famoso por su restaurante Noma, en Copenhague, pero responsable de muchos otros proyectos gastronómico-sociales.
Todo comenzó con Melting Pot Bolivia, ONG al rescate de la riqueza cultural y el patrimonio alimentario boliviano "en busca de impulsar un proceso sostenible de desarrollo a través de su comida". De Melting Pot se desprendieron el restaurante y la red de catorce escuelas Manq’a, que capacita chicos de bajos recursos en las áreas de servicio, cocina y panadería.
Gustu, que desde su apertura en el barrio de Calacoto acumula premios y reconocimientos, sirve un menú fijo de una docena de pasos (100 dólares, maridado con vinos), que se renueva cada tres meses, confeccionado a partir de viajes de investigación por distintas regiones de Bolivia. Son verdaderas expediciones del staff de la casa junto con otros profesionales invitados (cocineros, sociólogos, historiadores) en busca de los productos y las tradiciones más autóctonas y, en muchos casos, en riesgo de olvido y desaparición.
Así se establecen relaciones "directas y respetuosas" con pequeños productores para acceder a insumos que se aplican en platos cuyo diseño puede llevar hasta ocho meses.
El resultado deslumbra. Comer en Gustu es, en principio, una experiencia deliciosa. Pero también se parece a asistir a un seminario antropológico, una lección no sólo de gastronomía boliviana sino de sustentabilidad económica y cultural. Algo bastante distinto a lo que se entiende por salir a comer afuera. Y, por momentos, más rico.
El menú Amazonas, servido durante las primeras semanas del año, es un viaje culinario que puede ir de un ají exótico a un alga o a una larva de escarabajo. "En el último viaje encontramos cien productos que ni siquiera sabíamos que existían", dice Marsia Taha, la jefa de cocina, para explicar los beneficios de semejante trabajo de campo.
Datos útiles
- Cómo llegar. Aerolíneas Argentinas vuela todos los días desde Ezeiza y domingos, lunes, miércoles y viernes desde Aeroparque hacia Santa Cruz de la Sierra (tres horas) y conecta, con la aerolínea Amaszonas, hasta La Paz (código compartido; una hora más de vuelo). Tarifas, desde 20.000 pesos, con impuestos. www.aerolineas.com.ar
- Dónde dormir. Hotel Europa: en una ciudad sin hoteles de cadenas internacionales, una buena opción de hotel tipo ejecutivo, con piscina cubierta y spa, en el Prado, (pleno centro), a dos cuadras de una estación de teleférico celeste. Tarifas, desde 55 dólares, con gran desayuno.
- Ojo con... El mal de altura. Es muy habitual que los 3600 metros (4000, en el aeropuerto internacional) se hagan sentir con intenso dolor de cabeza, mareo, agitación y otros síntomas. "La bienvenida a La Paz", le dicen. Las recomendaciones varían: píldoras para el soroche, que se venden en todas las farmacias, incluso en el aeropuerto; té de coca, que suele estar siempre listo, de cortesía, en la recepción del hotel. Los hoteles de mayor categoría proveen incluso tubos de oxígeno para aliviar el cuadro, que con las horas tiende a superarse.
Cómo moverse
- Mi Teleférico: con siete líneas, alcanza los puntos más importantes de la ciudad e incluso sube hasta la ciudad satélite de El Alto, donde jueves y domingo tiene lugar un gigantesco mercado callejero. El viaje inicial cuesta 3 pesos bolivianos, pero las conexiones con otras líneas también se pagan. Para varios días, se pueden adquirir tarjetas recargables con descuentos.
- Pumakatari: es el nuevo sistema de colectivos urbanos que se complemeta con el teleférico y apunta a reeamplazar a los minibuses informales que dominan la ciudad. El Pumakatari es impecable, puntual y confiable, todo lo contrario de los minibuses.
Dónde tomar café
- El café está de moda y Bolivia, como productora de granos, de a poco se pone a tono con la tendencia. En La Paz comienza a armarse un circuito de cafeterías contemporáneas. Por Sopocachi, el barrio paceño más cerca de la gentrificación, está Typica, una especie de club del barista en una casona antigua con jardín donde se suelen escuchar conversaciones en inglés y alemán. Es el lugar indicado para pedirse un café de Caranavi en V60 o Chemex antes de seguir caminando hacia el recomendable parque del Montículo.
- En pleno centro, a pasos de la plaza Murillo (donde están la Catedral y el Palacio Quemado, ex sede del gobierno nacional), están Geisha y Bronze, otras cafeterías de especialidad con cartas detalladas y staff conocedor.
- Bajando hacia el Prado desde la zona de la calle Sagarnaga, clásico distrito para comprar artesanías (de las auténticas y de las industriales también), espera Higher Ground (Tarija 229), otro refugio de viajeros gringos. Propiedad de un expatriado australiano, sirve muy buen café de las yungas y además funciona como restaurante y wine bar donde se pueden hojear Lonely Planets o mirar videos de ciclistas extremos por la Ruta de la Muerte hacia Coroico.