"En Isla Negra todo florece", reza un letrero junto al camino de ripio que baja hasta la casa que Pablo Neruda habitó entre 1938 y su muerte, en 1973. Veinticinco kilómetros al norte del puerto industrial de San Antonio, la visita es transformadora. Como si no hubiera bastado la obra escrita, el poeta dejó un legado sublime en tres dimensiones: una declaración de principios y un auto-homenaje que cuenta al mundo cómo vivió. El océano Pacífico, escribió alguna vez, "era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana".
Cuando compró la casa, dicen que Neruda le puso Isla Negra por el color de las rocas que ocupan la playa y, quizás también, porque era el entorno perfecto para aislarse y escribir su Canto General sobre la historia y la naturaleza americana.
En los años siguientes ordenó las modificaciones que le dieron su fisonomía emblemática, como la torre de reminiscencias mediterráneas y la gran estructura de madera que sostiene la campana, la que hacía sonar cada vez que volvía de un viaje para informar a sus vecinos que otra vez estaba en casa.
Isla Negra es a imagen y semejanza de Chile: larga y estrecha. Es una obra de arte integradora, sorprendente en esa combinación de buen gusto, sabiduría existencial y testimonios de sus andanzas por el mundo. Todo está organizado como un barco. La colección de mascarones de proa es un viaje en el tiempo.
La habitación que compartía con Matilde Urrutia, su última mujer, una oda al espacio. La cama está orientada para recibir la luz del amanecer en la cabecera y la del atardecer en el extremo opuesto. Sobre el respaldo, la oveja con la que jugaba de chico; Neruda procuraba recordar siempre aquellos años.
En un rincón, la colección de zapatos y el frac con el que recibió el Nobel. La vista ancha del Pacífico azul reclama todos los sentidos. Desde ese lugar paradisíaco dictó, ya enfermo, los textos de su libro póstumo Confieso que he vivido.
Entre una sucesión de recuerdos imborrables brillan la colección de mariposas multicolores (lilas, fucsias, verdes y violetas); el hogar decorado con un gran mural de roca volcánica, cuarzo y lapislázuli; la sala donde recibía a Salvador Allende, junto a una máquina de fabricar hostias, ironía de agnóstico; La Covacha, el rincón con su escritorio y una réplica en madera de la mano de Matilde; la Sala de las Caracolas, una muestra de lo intrincada y perfecta que puede volverse la Naturaleza a la hora de diseñar.
El cuerpo de Neruda volvió a Isla Negra 18 años después de su muerte. El funeral con honores finalmente cumplió con lo que había dictado en el poema "Disposiciones":
Compañeros, enterradme en Isla Negra / frente al mar que conozco, a cada área rugosa de piedras / y de olas que mis ojos perdidos / no volverán a ver…
Su tumba y la de Matilde –falleció en 1985– son placas negras sobre piedras blancas, un reino silencioso que genera rictus de admiración y fotos respetuosas. El rumor suave del mar es la banda de sonido permanente: un vínculo directo al universo donde el poeta vivió su vida y escribió su obra.