En la localidad de Tilquiza, a 20 km de la capital jujeña, Aldea Luna propone alojarse en sus únicas dos cabañas, desconectarse del mundo exterior y vivir a pleno el verde del monte.
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Tomo una palabra de la ciencia para describir un evento de la naturaleza. La aprendí hace unos días, leyendo sobre las yungas. Biofonía: el sonido que hacen los animales que sumado a la geofonía (sonidos del ambiente, la lluvia por ejemplo) y a la antropofonía (los sonidos humanos) conforman el paisaje sonoro de un lugar. Acá me despierta el canto de las aves, que se filtra por el mosquitero y llega al pabellón auditivo como un coro de vibraciones sutiles. Después sabré que son celestinos, zorzales, colibríes, carpinteros y coyuyos (una chicharra grande).
Salgo de la cabaña y es un reino verde. Estoy en el piso superior de las yungas, a 1.500 metros de altura. Bosque montano se llama este estrato alto de una ecorregión que comienza en Bolivia y llega hasta Catamarca. Las lluvias rondan los 1.000 milímetros anuales y el aire es muy puro. La biodiversidad es para sede de una olimpíada de biología: más de 500 especies de aves, más de la mitad de las que existen en el país.
En Argentina, las yungas ocupan poco más de cinco millones de hectáreas y, junto con la selva misionera, albergan el 50% de la biodiversidad del país.
Enfrente veo un nogal criollo, un árbol referente de este bioma y, como el cedro, buscado por los madereros para vender para muebles o leña para los secaderos de la industria tabacalera. Eso se hizo mucho tiempo, pero en este rectángulo de 1.000 hectáreas de yungas, la Reserva Privada Aldea Luna, hace por lo menos 15 años que ya no.
–Nosotros hacemos turismo por la conservación. En Aldea Luna hay ciertas carencias que terminan siendo ventajosas. La que habla es Elizabeth Amar, junto con Martín Baldoni, los propietarios. Los noes que ellos ven positivos son los que siguen:
No hay luz.
No hay wifi.
No hay celular (ni ondas electromagnéticas).
No hay carne (“nuestra cocina es limpia”).
Para ellos son noes que protegen y habilitan a otro tipo de conexión. Aldea Luna no está lejos de San Salvador: 17 km por la RP 35, camino a Ocloyas. Al llegar a Tilquiza se toma un desvío hacia los cerros, se vadea el río y hay una trepada que si la 4x4 tuviera conciencia, quién sabe si se animaría. Son pocos kilómetros, pero llegar lleva más de una hora. Aldea Luna tiene solamente dos cabañas y un comedor con vistas abiertas, de altura, verdes.
–Es una pequeña vidriera para que se conozcan las yungas. Lo que no se conoce no se puede estudiar ni cuidar –sigue Elizabeth, mientras se acomoda el pelo corto. De 50 años, es ágil y trabajadora: hace las cortinas y los cubrecamas, y se encarga de la cocina vegetariana, con productos de la huerta, cuaresmillos de los árboles, todo casero. En un rato puede tener lista una tortilla de quinua con vegetales al romero o un medallón de garbanzos con puré de papas. La sopa de maní le lleva más tiempo, pero lo tiene. El tiempo en este lugar presenta pliegues que parecen magnificarlo.
Estar alejados no es nuevo para esta pareja. A los 23 años se conocieron y a los 25 se quedaron a vivir en Ecuador y compraron un hostal a 4 km de Otavalo, a 3.000 metros de altura, cerca de los volcanes Imbabura y Cotacachi. Vivieron varios años ahí, tuvieron un hijo ecuatoriano, y, en un momento, quisieron estar más cerca de la familia, le vendieron el hostal a un inglés y volvieron. No a Buenos Aires, de donde los dos son originarios, ya no podían vivir en una cuidad. Vinieron a Jujuy, al lado verde de esta provincia conocida por la Quebrada de Humahuaca, el altiplano y los cielos, donde llueve poco y nada. Luego de más de un año de búsqueda, alguien de una inmobiliaria los llevó a ver un terreno, pero no les gustó.
–No es fácil dar con el dueño de las tierras en esta zona. Cuando se bajó el empleado de la inmobiliaria, el chofer del remise se dio vuelta y dijo: “Yo conozco una finca que se vende por ahí donde fuimos”. Nos consiguieron el teléfono del dueño, el suizo Martínez le decían por los ojos celestes, y coordinamos para venir a verla. La recorrimos a caballo, nos gustó y la compramos –cuenta Martín Baldoni, que entre otras mil cosas, se encarga de hacer los traslados de los turistas en camionetas todoterreno.
El suizo Martínez se dedicaba a lo que todavía se dedican muchos: extracción de maderas nativas.
–Las maderas de estas yungas pagaron la educación de sus hijos, ojalá sean buenos profesionales –dice Elizabeth y mira un tocón de cedro.
En la reserva también hay podocarpus, un pino gondwánico, tipas, ceibos, mato (el arrayán de la zona), enredaderas, helechos, musgos, líquenes, hongos.
En el marco de la Ley Nacional de Bosques se autodenominaron zona roja –intangible– con unos tramos amarillos porque reciben turismo. Cuando llegaron no había nada, ni caminos. Consiguieron un par de albañiles y ellos se sumaron al trabajo de construcción, y en un año y medio tenían listo el lugar. En un comienzo usaron agua de una vertiente, pero por la falta de lluvias, luego de unos años se secó y necesitaron repensar la provisión. “Siempre tenemos un plan b”, dice Elizabeth y agrega que comenzaron a bombear el agua del río Tilquiza.
En 12 temporadas ya recibieron 3.500 personas, la mayoría extranjeros que se pasan el dato de boca en boca. Muchos vinieron de voluntarios, pagan menos y ayudan en la conservación de los senderos, la huerta, las tareas domésticas.
Otro “no” que es un “sí” es que, a diferencia de lo que se podría imaginar, no suele haber mosquitos. La altura, dicen, es la respuesta.
En marcha
Vamos a caminar. Caminamos por las piedras y producimos sonido al patearlas, al charlar sobre las nacientes del río Tilquiza. Pura antropofonía. Suenan anécdotas de viajeros, como la de ese noruego que una mañana se fue a meditar desnudo a una piedra y pasó un gaucho a caballo y con guardamontes, y se quedó mudo como si fuera otra piedra.
Cruzamos unas vacas del vecino, don Verzini, que hace ganadería a pequeña escala y seguimos rumbo a unos pozones del río Tilquiza. El día está caliente, llevamos traje de baño. Trepamos por piedras rojizas, vemos una familia de pavas de monte, nos agarramos de los troncos para no resbalar en el musgo y llegamos al ojo de agua. Hace calor, incluso bastante calor, pero el agua está helada. En un momento lo dudo, pero al final entro en el agua blanda y esa decisión renueva el día y tengo la sensación de que el chapuzón me hace bien a todo.
También disfruto de las noches: siento que estoy íntimamente conectada con la naturaleza de cielos profundos y estrellados con luna y nublados y lluviosos, todo eso en un par de días. Así son las yungas.
En un contexto de crisis medioambiental, este lugar es una burbuja de conservación. La Reserva Privada Aldea Luna forma parte de la Reserva de Biósfera de las Yungas que, desde 2002, protege 1.300.000 hectáreas de yungas en el noroeste del país. Además de resguardar paisajes y ecosistemas frágiles, el objetivo es promover el desarrollo sustentable y la investigación. Martín y Elizabeth esperan con ganas la llegada de dos guardaparques cordobeses que se quedarán un tiempo con ellos. También les gustaría recibir a alguien que estudiara la gran variedad de hongos que se dan en la zona.
En Aldea Luna existen varios senderos identificados por colores que se pueden hacer por cuenta propia. Un día tomamos el rojo que va a Punta Alta y trepa la ladera hasta el copete, a 1.800 metros. Ingresa en el bosque abundante que recibe luz por goteo: el sol se cuela entre las filigranas de las hojas verdes del tala, el churque, los nogales con nueces que se comen las ardillas. En el camino pruebo una frutilla silvestre mínima extrarroja y con poco gusto. A la vuelta Anna, la niña que Martín y Elizabeth tuvieron en las yungas, me convidará pasto limón y también lo probaré. Miro hacia abajo y hago foco en los helechos: son pequeños, rastreros, los mismos que vi en un vivero días antes de salir de viaje. La maceta reunía tres o cuatro y en el cartel se leía: “Helechos varios, $390”. Pero claro, en las yungas, la ciudad y sus ofertas son un recuerdo.
En el copete nos sentamos en un banco y miramos el horizonte de nubes bajas, algún cerro de alma colorada y piel verde. La luz pare flores: aparecen campanitas, begonias, lantana y menta silvestre. Elizabeth comenta sobre las dificultades de mantener un lugar inmenso sin voluntarios.
–En la pandemia no hubo turismo; por eso, a los senderos les falta la peluqueada del machete.
Escuchamos una voz que llega de la casa y ella dice que el sonido vuela. Hablando de volar, en una curva del cerro caen mensajes en el celular. ¡Hay señal! Elizabeth, que apenas usa el teléfono cuando baja a San Salvador (cada tanto), sonríe y asiente. Me apuro a subir una historia a IG y le anuncio que los voy a arrobar.
–¿Qué es arrobar?–dice y me pide que le cuente porque ella está afuera. Literal.