Nació en Suiza, y aunque no fue reconocida por su padre, él le dio una educación de avanzada.
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La joven suiza Isabelle Eberhardt tenía apenas veinte años en 1897, cuando por fin desembarcó en Argelia, lugar con el que había soñado toda su vida. Pronto se despojó de sus ropas de mujer, se afeitó la cabeza, se calzó una túnica de hombre y adoptó el nombre de Si Mahmoud Essadi para recorrer a su aire el Norte de África. Se convirtió a la religión musulmana y durante años se internó en el desierto, en los oasis, en las pequeñas poblaciones esparcidas por la aridez del Sahara. Un horizonte que definió en sus diarios como “país de ilusiones, de reflejos, de visiones y de fantasmas, país de irrealidad y de misterio”.
Isabelle había nacido en Ginebra, Suiza, en un entorno de exiliados, anarquistas, revolucionarios y expatriados. Su madre, Nathalie Eberhardt von Moerder, era una aristócrata rusa de origen germano que había estado casada con el general y senador Pavel Karlovitch von Moerder, del círculo íntimo del zar Alejandro II. Nathalie dejó a su marido en Rusia y partió con sus tres hijos a Suiza, junto a Alexander Trophimowsky, su amante y tutor de los niños. El hombre era un ex sacerdote ortodoxo que había abandonado la religión para abrazar las ideas anarquistas, y venía huyendo de los servicios de inteligencia zaristas.
En Suiza
La familia se instaló en una lujosa villa en las afueras de Ginebra, donde recibían visitas de exiliados, rebeldes y revolucionarios de distintas nacionalidades. En ese entorno nació Isabelle en 1877, que quedó registrada con el apellido de su madre como hija ilegítima, porque jamás fue reconocida por Trophimowsky.
Los niños nunca fueron a la escuela, aunque fueron educados por su tutor, un hombre culto, políglota y librepensador, que les dio una sólida formación. Isabelle creció en absoluta igualdad con sus hermanos varones: aprendió a andar a caballo, a vestir de varón para andar más cómoda, a dialogar en cinco idiomas. Amante de la literatura, empezó a escribir desde muy joven y solía alimentar su imaginación con autores como León Tolstoi, Fiódor Dostoyevski, Voltaire, Jean-Jacques Rousseau y Pierre Loti, el viajero de las tierras orientales. La libertad intelectual contrastaba con el confinamiento en el que vivía, soñaba entonces con una vida de aventuras en tierras lejanas.
Cuando estaba entrando a la adolescencia, su medio hermano Augustin se unió a la Legión Extranjera Francesa, desde donde enviaba cartas que despertaron el interés de Isabelle por el Norte de África. A los 20 años se embarcó junto a su madre a Argelia, se instalaron en un humilde barrio árabe, se convirtieron a la religión musulmana y adoptaron las costumbres locales. Isabelle se cortó el cabello y reemplazó el pesado vestido europeo por una chilaba, túnica masculina con capucha que le permitía andar libremente y mimetizarse con los habitantes del lugar.
Pero apenas seis meses después de haber comenzado esta nueva vida, su madre falleció de un ataque al corazón y fue enterrada en el cementerio musulmán de Annaba. Sola y sin dinero, Isabelle decidió regresar a Suiza, donde, poco después, murieron también su padre y uno de sus hermanos.
Un viaje de ida
Ya nada la anclaba a su antigua vida. Soltaría entonces las amarras y partiría rumbo al desierto. El 1 de enero de 1900 escribió en su diario desde Cagliari, Cerdeña:
Estoy sola sentada frente a la inmensidad gris de un mar murmurante... Estoy sola... sola como lo he estado siempre en todo lugar, como lo estaré siempre por el Gran Universo cautivador ilusorio... Sola, con todo un mundo tras de mí de esperanzas defraudadas, de ilusiones muertas y de recuerdos cada día más lejanos, tanto que se han hecho casi irreales. Estoy sola, y sueño...
Poco después se embarcó nuevamente hacia Argelia y dejó atrás su antigua vida para convertirse en Si Mahmoud Essadi, nombre con el que también firmó libros y crónicas. Su disfraz masculino y su fluido manejo del árabe le permitieron viajar libremente por el Sahara, rezar en las mezquitas, profundizar sus conocimientos del Corán, y también frecuentar por las noches los cafés donde circulaba de manera clandestina el alcohol y se fumaba kif, pequeñas pipas rellenas con un derivado del cannabis.
Había logrado la libertad que tanto había buscado, aunque seguía sintiéndose extranjera: “ser libre y sin trabas, plantada en el centro de la vida, en ese gran desierto en el que sin embargo siempre seré una extraña y una intrusa”
Entre lo mundano y lo espiritual, Isabelle ingresó a la Qadiriyya, una orden sufí que practicaba un misticismo ascético. Su espíritu libre se internó en la aridez del desierto, se unió a las caravanas de beduinos, vivió en la pobreza entre la gente más humilde, enfrentó el rigor extremo de la naturaleza y el alivio de los oasis. Tal vez sea la única escritora que haya encontrado las palabras precisas para describir la belleza y el misterio del desierto: “Tierra hechicera, tierra única donde se encuentra el silencio, donde se encuentra la paz a través de los siglos monótonos. Tierra del ensueño, del espejismo a la que las agitaciones estériles de la Europa moderna no llegan en absoluto. El sol acaba de apagarse a lo lejos y solo subsiste su rojo resplandor, entonces, con su horizonte elevado y nítido y sus ondulaciones de un azul de abismo, el desierto se vuelve semejante a la altamar encrispada en el crepúsculo.”
Prematuro final
Su estilo de vida lejano a todo convencionalismo le valió enemigos tanto entre los europeos, como entre los árabes. En enero de 1901, durante una reunión de notables en Behima, un hombre intentó asesinarla con un sable y le produjo un corte profundo en un brazo. Así lo cuenta en sus diarios: “Me veo abatida por un fuerte golpe en la cabeza, alzo los ojos: ante mí, con los brazos en alto, está el asesino... No puedo distinguir lo que lleva en la mano... Después, me balanceo entre gemidos, sentada sobre un baúl... La cabeza me da vueltas, fuerte dolor, hasta en el corazón... mis ideas se embotan... De golpe, todo se vuelve oscuro, se apaga... Caigo por un abismo sin fondo... Un solo pensamiento recorre mi cerebro entumecido: La muerte... Sin pesar, sin temor... «No hay otro dios que Dios, y Mahoma es su profeta». Todo se apaga...”
Nunca se supo si el atacante era un agente francés o un musulmán indignado por su estilo de vida, pero lo cierto es que Isabelle lo perdonó durante el juicio y lo salvó de la condena a muerte.
Continuó escribiendo artículos para la prensa europea y para un diario local que la ayudaron a sostener su precaria economía. Su pasión por esta geografía y por su gente la unieron a la causa contra los franceses que avanzaban sobre las poblaciones bereberes del Sahara. Pero aunque apoyó la lucha contra el colonialismo, también trabó amistad con el militar francés Louis Hubert Lyautey, que la convenció de las bondades de una colonización pacífica y aprovechó sus profundos conocimientos de la lengua y la cultura del Norte de África.
Cuenta la leyenda que Isabelle tuvo varios romances, pero el amor de su vida fue el soldado argelino Slimane Ehnni, con quien se casó en 1901, aunque permanecieron separados durante largas temporadas por las obligaciones militares de él.
En 1904 alquilaron una casa en Aïn Séfra, entre los montes Atlas y el desierto, en la que finalmente podrían establecerse para llevar una vida sencilla de trabajo, escritura y meditación. La salud de ella, diezmada por la malaria y otras enfermedades, necesitaba del reposo y la tranquilidad del desierto. Pero el destino le pondría un final literario a su corta vida: una tormenta produjo una imprevisible inundación en aquel paisaje árido y seco. La casa de barro no pudo resistir la fuerza del agua y se derrumbó. Slimane pudo sobrevivir, pero el cuerpo de Isabelle apareció bajo los escombros varios días después, junto con innumerables artículos, novelas y diarios. Los títulos de sus libros todavía dibujan paisajes moldeados por el viento: Diarios de una nómada apasionada, Yasmina, País de arena, Hacia los horizontes azules, En la cálida sombra del Islam.
Isabelle Eberhardt, la viajera que vivió mil vidas, murió cuando tenía apenas 27 años y ya había cumplido su destino de nómada.
“Nómada era ya cuando, de pequeña, soñaba al mirar las carreteras, las blancas carreteras tan atrayentes que conducen, bajo el sol que entonces me parecía más deslumbrante, directas a los encantos desconocidos… Y nómada seré el resto de mi vida, enamorada de los horizontes cambiantes, de las lejanías por explorar.”