Javier Somma es un ingeniero agrónomo de Mercedes, Corrientes, y Fernando Huarte, un psicólogo de Tandil. Se casaron hace seis años y se mudaron a Colonia Carlos Pellegrini para abrir una cafetería amigable con el entorno nativo y que rescata sabores locales.
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Un varillero negro bebe agua de la fuente mientras se hacen oír los cardenales, los chingolitos, algún que otro zorzal, los celestinos y las tijeretas. El Café de los Pájaros está sobre la peatonal Curupí de Colonia Carlos Pellegrini, amalgamado con el entorno y con las puertas abiertas de par en par. “Este pueblo recibe visitantes hace 25 años. Están acostumbrados a lo distinto”, apunta entre risas Javier Somma, que tiene 41 años, es ingeniero agrónomo, paisajista y nació en Mercedes, a 120 kilómetros de esta pequeña localidad turística y rural. Está en pareja hace ocho con Fernando Huarte, de 53, que es psicólogo y paisajista, de Tandil. Se casaron hace seis años en el Registro Civil de Morón, dónde vivieron un tiempo. “Aquí todo el mundo nos aceptó como si nos conociera desde siempre”, apunta sobre la vida que llevan en el pueblo dónde los gauchos y la tradición hacen a la esencia correntina.
El bar que soñaron, proyectaron, levantaron e inauguraron el último fin de semana largo de Carnaval tiene galerías amplias, puertas antiguas, detalles en la decoración y ganas de que los turistas se queden a tomar más que un café. Después de cuatro meses cerrados por la pandemia, en julio abrieron para los correntinos y hoy celebran la llegada de pasajeros de todas partes. Porque Colonia Carlos Pellegrini es la puerta de entrada clásica e histórica a los Esteros del Iberá, aunque ahora hay muchos otros portales. Queda sobre la RP 40, al este del segundo humedal más grande de Sudamérica. Es una localidad de siete cuadras por diez –con nombres de plantas nativas y de animales en guaraní– dónde vacas, caballos y carpinchos andan a sus anchas entre los mil habitantes estables y los cientos de europeos y norteamericanos que llegan para hacer avistaje de aves, pescar con mosca y fascinarse con los esteros.
Apuesta a lo nativo
Fernando y Javier se conocieron en un boliche de Congreso, en Capital Federal. “Fui con un amigo y de pronto vi a Fernando bailando. Me llamó la atención, le saqué tema, me contó que era paisajista y ¡fue amor a primera vista! Nos gustamos mucho. Le conté que quería dedicarme a los jardines, que estaba cansado en la exportación de fruta. Aprendí de paisajismo con él, trabajamos juntos y nos pusimos en pareja”, cuenta Javier y agrega que después de algunos años viviendo en Morón, juntaron sus ahorros y se decidieron a invertir en un proyecto propio Colonia Carlos Pellegrini, donde faltaba un buen bar.
“Compramos este terreno en marzo de 2019 y terminamos la obra casi un año después. Hicimos la cafetería entre el rancho antiguo y un anchico añejo. No queríamos tirar ningún árbol”, apunta Fernando. La levantaron con puertas y ventanas que provenían de una casa familiar de 140 años. Además, utilizaron cerramientos de la vieja comisaría del pueblo. Hicieron senderos en el monte y un estanque para moldear un jardín encantador. En la entrada y la galería usaron las mismas lajas que están en la peatonal. Tienen alambrado porque “estamos en un pueblo rural y las vacas se mandan”. Le pusieron chimenea para que funcionara como un hogar que atienden sus propios dueños. Y sin duda que lo lograron.
¿El detalle? “Decidimos conservar el rancho original del terreno. Tiene 80 años y fue un negocio de expendio de bebidas. Es una típica construcción correntina de enchorrizado. Se hace con barro y con espartillo. Se le pone alambre, palos de espinillo y se arma la pared que se revoca con bosta de caballo”, detalla Javier, apasionado por su tierra. Y agrega: “Estaba destruido, con el techo caído y enredaderas. Conservaba las puertas de madera y una cruz por un señor que había muerto en una clásica disputa. Es un rancho con historia que hace al patrimonio de este pueblo. Siento que ni siquiera nos pertenece. Lo conservamos para que los turistas sigan descubriendo las tradiciones correntinas”, apunta Javier y aclara que además lo conmovió porque su abuela materna vivía en uno similar. Cuenta que cuando lo abrió la primera vez, el olor a café tostado era tan fuerte, que supo que estaba haciendo lo correcto al poner una cafetería al lado.
“Es una construcción fresca y amigable con el medioambiente. Tiene piso de tierra y paredes de barro sin intervención. Mantuvimos las llaves de luz antiguas y el cableado por fuera. Le dimos un toque con color celeste, por los liberales correntinos. Se llama Doña Naty, en honor a una dueña de antaño. Y ahora lo usamos para guardar mercadería, con el objetivo de abrirlo en algún momento como un puesto para venta de artesanías del Parque Iberá”, señala Javier, que con Fernando vive a cinco cuadras del bar.
De todas maneras, el rancho no es lo único del bar que remite a los orígenes del pueblo. Sobre una de las paredes cuelga el cuadro de una balsa. Lo pintó Cecilia Josefina Morel, una prima de Javier. Y habla de la infancia compartida en la laguna que baña la zona. “Me críe en Mercedes, pero mis abuelos paternos tenían una casa acá. Los niños crecían con miedo al agua porque en verano las palometas pican cuando vienen a desovar a la arena. Sin embargo, mi abuela nos enseñaba a nadar a mí y a mis primos en la parte profunda de la laguna Iberá. Estábamos a pocos metros de la balsa holandesa abandonada, que tenía un corralito donde el agua te llegaba a la rodilla. Desde el techo se tiraban los más osados. De noche, en la adolescencia, nos metíamos para hablar de fantasmas”, cuenta Javier. Además, agrega: “La balsa fue sinónimo de progreso antes de que se hiciera el puente. A mediados de los 60 mi vieja esperaba a Don Saglio, el balsero, y cruzaba la laguna para ir a comprar quesos a lo de la esposa del puestero de estancia Iberá. Había cuatro cruces a la mañana y cuatro a la tarde”.
Entre recuerdos, ánimo de conservación y arraigo por la tierra, “los chicos” –así los conocen los vecinos– le aportan buena gastronomía al estero. Fernando aprendió repostería por youtube y prepara budines esponjosos, deliciosos. Le gusta la exactitud y ser preciso. Además, trabaja como psicólogo en Carlos Pellegrini y es el único en la zona. Javier se inclina por los platos salados y se está perfeccionando gracias a Vivi Pavón, la cocinera del bar. Y si bien se llaman Café de los Pájaros, son mucho más que eso. Sirven un agua de lucero y ubajay –un fruto nativo– que pasa dos días estacionada. Tienen una carta con impronta local y vegetariana. Proponen mbeyú, que es un plato guaraní: una especie de tortilla a base de harina de mandioca, huevo, manteca y queso. También sirven sopa paraguaya. Y de postre, una compota de naranja haí (agria, que crece en el monte) con helado de crema. Todo fresco, abundante y con el sabor de lo auténtico.
El Café de Los Pájaros queda en Curupí y Yaguareté, Colonia Carlos Pellegrini, Corrientes. IG @cafe.delospajaros