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Cuando era chico, Keneke tenía prohibido hablar guaraní. “Estaba mal visto”, me cuenta. Lo conozco el día de su cumpleaños número 28 y con picardía se entusiasma en relatar el origen de su sobrenombre. “Me gustaba hablar guaraní con los abuelos del pueblo. Lo hacía a escondidas. Y me salía mejor que el castellano. En la escuela se reían porque yo solía decir ‘tenés que’ y sonaba ‘keneke’. Por eso mis compañeros me bautizaron así”, cuenta Ramón Alfredo Salazar, guía local de la Fundación Rewilding Argentina, nacido y criado en Concepción, a pocos kilómetros de los Esteros del Iberá.
Se llama Ramón como muchos en Corrientes, porque su mamá lo encomendó al santo de las embarazadas. Usa pañuelo rojo por los “los santos rojos”: Ramón, Baltazar –que se celebra el 6 de enero– y por el Gauchito Gil. Y se refiere al último. “Era un caudillo que le robaba a los ricos para alimentar a los humildes. Era curandero. Tenía muchos seguidores. Siempre lo seguía la policía. Lo agarraron saliendo de Mercedes, en el monte. Y cuando lo iban a degollar, pidió que lo hicieran con su propio cuchillo. El Gauchito representa la fe de los correntinos”, me explica sobre la devoción nacional que tiene su santuario a la vera de la RP 123.
Entre el estero y el campo, Keneke es anfitrión. Relata que a los 17 años se fue a Buenos Aires para calmar inquietudes. “Estaba cansado de estudiar, quería trabajar y conocer algo distinto. Una de mis hermanas y mi cuñado vivían en el barrio de Once. Tomé un ómnibus por primera vez en mi vida y llegué a Retiro donde me estaban esperando. Me emplearon en una talabartería. Nunca me acostumbré. Iba por la calle relajado y me llevaban puesto. Saludaba a todos los que me cruzaba y nadie me contestaba. Me las pasaba diciendo ‘¡Buenos días!’, ‘¡Hola! ¿Qué tal?’. Es que acá, uno se cruza con alguien en la calle y ¡lo saluda!”, ríe mientras avanzamos por los senderos del Camping Carambolita, en el pujante Portal Carambola, al oeste de los esteros.
Cuenta que después de nueve meses en la gran ciudad volvió a Concepción y terminó la escuela en la nocturna. Trabajó haciendo parques para la Municipalidad y cuando notó que el turismo crecía, estudió para ser guía. Su disfrute pasa por el trabajo en el campo y por visibilizar las tradiciones arraigadas en el ser correntino. “Nuestros abuelos armaban el delantal en el rancho. Es una especie de altar compuesta de una mesa muy prolija con un mantel bordado y los santos. Todos tenemos alguna imagen en nuestras casas. En mi pieza, dónde trabajo, con mi compañero levantamos un altarcito con la virgen de Itatí, la de Luján y San Cayetano. Les rezo todas las noches antes de acostarme. Y voy a misa cuando hay fiestas patronales, como la novena de la Inmaculada Concepción”, agrega el hombre de campo que cada tanto lleva su caballo a la curandera. “Si tenés fe, la espundia se cura por secreto”, me asegura Keneke, que bien convive entre lo pagano y lo cristiano.
¿Qué queda del gaucho correntino? “Nuestros ancestros son el verdadero gaucho. Ese que anduvo en el monte, descalzo y rústico. Nosotros lucimos la pilcha que ellos usaban, pero nos modernizamos. Somos paisanos. Nos gusta encontrarnos en los festivales. Heredamos las buenas costumbres. La tradición de respetar a los mayores, mirar a los ojos, agradecer, decir buen provecho, abrirle la puerta de casa al viajante y compartir lo que haya en la mesa, un mate o un pedazo de pan, sin pedir nada a cambio. Eso es la gauchada. Somos de ‘enchamigarnos’. Confiamos y nos hacemos amigos rápido”, cuenta Keneke. Entonces me muestra el verijero, un cuchillo corto con el que sale siempre, “tan importante como para vos el celular”.
Reconvertido
Piqui es el encargado del campo en Iberá Lodge y quien guía la navegación matutina, previa a una siesta imperiosa. Se llama Luis Antonio Chamorro y tiene 43 años. “El estero es mi vida. Lo sigo descubriendo. Hice una promesa y dejé para siempre la caza furtiva. Ahora me dedico a cuidar la fauna y dar a conocer lo que tenemos”, me cuenta cuando llegamos en lancha hasta el arroyo Palomaí, a tres kilómetros de la isla Disparo, al sur de los esteros.
Nació en Mercedes, una ciudad de 47.000 habitantes próxima a Iberá. “Mi abuelo, Rafael Chamorro, era médico yuyero. Aprendí de él porque lo miraba preparar los remedios. Si alguien se torcía la muñeca, le hacía una pomadita con grasa de chivo y alcanfor. Para la tos seca, hacía un té a base de el ñangapirí. La hoja de guayaba funcionaba mejor que una pastilla de carbón”, asegura.
“Por necesidad, a los doce años me fui a vivir al monte. Cazaba carpinchos con chuza, que es una lanza de palo de guayaba con soga y punta de hierro puntiaguda. Fue mi primer arma. Le tiraba en la parte alta del lomo. Mucho después pude comprarme un rifle”, cuenta. “Vivía solito en una choza de junco. Me acompañaba un perrito, Camilo. Podía pasar dos meses adentro. Tenía una radiecita por donde escuchaba los mensajes al poblador que me mandaba mi mamá: ‘Piqui, donde te encuentres, ¡baja!’. A veces le hacía caso y a veces no. Muchas quedaba encerrado en el monte, porque el agua había subido. La hacía enojar”, agrega después de una mañana paseando por los canales del segundo humedal más grande de Sudamérica, después del Amazonas.
De noche, cuando las ranas se unen en un concierto majestuoso y las estrellas brillan a rabiar, Piqui vuelve a ser quien está al mando de la lancha, esta vez para la navegación nocturna. Sus anécdotas son parte de la propuesta para desentrañar la inmensidad de los esteros. “Al entrar al monte siempre hay que marcar un punto en un árbol para guiarse y salir. Una vez que lo conocés, te movés como si nada. Hasta podés atravesarlo. La vida del cazador es solitaria y sacrificada. Hay tormentas, humedad, calor agobiante… A mi me enseñó mucho un cazador que vivía en la isla. Entre otras cosas, me trasmitió la devoción por San La Muerte. Cuando se retiró de la actividad, me dejó su imagen. Ahí empecé a rezarle. Una vuelta, cuando era chico, anduve cinco días sin cazar nada, le recé con fuerza y a la noche ¡se me dio! Cuando dejé el monte, puse la imagen en un altarcito y me fuí”, cuenta el esposo de Rita, papá de Mayra Yanet (13), Adriana Noelia (6) y Susana Gladis (4).
“Dejé de cazar cuando la más grande se me enfermó. Estaba muy mal. Ya no tenía adónde ir y recurrí a San La Muerte. Le prometí que si mi hija se curaba, dejaba de cazar. Y me escuchó. Hoy Mayra está sana”, revela y apaga las luces de la lancha para avanzar a través del resplandor del agua. “Y-verá”, pronuncia marcando una “Y” cerrada. “Quiere decir ‘agua que brilla’. Porque la ‘Y’ es agua y ‘verá’ es brillo”, me explica. Incluso de noche.
Señala la Cruz del Sur y cuenta que nos guía porque estamos en el sudoeste. “Si estuviera en otra parte del estero elegiría otra”, aclara. Entonces desenchufa los motores y proponer hacer unos minutos de silencio para que la abundancia de la noche del estero nos conmueva. Solo después de que arrancamos de nuevo resume: “Pasé de cazar carpinchos para vender la piel a protegerlo para que no lo cace nadie. Ahora sí me siento bien. Me hace feliz que la gente conozca y sienta todo lo que pasa entre el pantano y el monte correntino”.