El duro ascenso para hacer cumbre en un cerro de La Paz
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Mónica Juvaror. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
A 5130 m de altura, 4 °C centígrados, frente a un abismo imposible de divisar por las nubes que como copos de algodón blancos lo cubrían, un escenario majestuoso, un sol a punto de despedirse del día y dos cúspides de montañas estaban frente a mí. Me encontraba en la segunda base de una expedición pensando en las siguientes 24 horas y dejaba mis huellas por los alrededores de La Paz, en Bolivia.Seis horas antes, en una camioneta para 10 personas junto a otros viajeros de Israel, Suiza, Alemania, Australia y Perú, nos acercábamos al campo base, 4800 metros de la montaña Huayna Potosí, con su puntiaguda cima y su relleno de nieve que se ve desde el teleférico en La Paz. Desde campo base a campo alto, el camino está enmarcado por piedras de diferentes tamaños, alineadas para que no caigan accidentalmente al vacío.
No hay paisaje para ver a medida que se sube, la niebla es espesa, se alcanza a ver hasta 10 metros del camino y en un punto se observa un glaciar a lo lejos, la subida añade tranquilidad, silencio, calma y el cuerpo no siente agobio.Llegamos, pero para descansar porque a medianoche atacaríamos la cumbre.
Eran las 18.30 y levitaba con el paisaje que por primera vez en mi vida veía; pasaron las horas en un chasquido de dedos, se escuchaba el ulular del viento, estaba oscuro pero el cielo destellaba leves colores. Me sentía más cerca de las estrellas, lista con todo el equipo para empezar el último esfuerzo: el ascenso.A 5300 m de altura, llevaba tres pantalones térmicos y cuatro pieles en la parte superior del cuerpo. Mi cuerpo sudaba, me sentía ahogada por la ropa, como si estuviera subiendo las escaleras de un edificio de 10 pisos, con una mochila más pesada que mi cuerpo. A 5700 m La Paz se veía a lo lejos como una línea horizontal amarilla y brillante.
Mi cuerpo empezó a enloquecerse, el sudor se congelaba, sentía el frío debajo de las pieles. Me sentía pesada y caminar a buen ritmo con el guía y mi cordada me fatigaba.A 5900 m no sentía los dedos de mis pies, el frío los durmió, como la anestesia local que usan los odontólogo. Sólo pensaba que los estaba perdiendo y subir así era otro reto. Eran las 5.30 de la mañana y aún faltaba camino por ascender. En medida 188 metros parecían poco pero era bastante largo y ante mis ojos, peligroso. El camino cada vez perdía más centímetros de espacio. Tenía que poner un pie delante del otro. Mi distracción era el amanecer que se veía encima de las nubes y el cielo azul, pero ya estando cerca sólo quedaba la valentía de agarrarse del piolet (similar a un martillo pero con un ancla) y mirar al frente.
La anestesia del frío
A 6088 m se siente el logro, miedo y vulnerabilidad ante el paisaje: se ve la sombra de la montaña nevada y personas como puntos de colores en el camino. Me sentí pequeña, mi cuerpo estaba anestesiado no sólo en los pies, sino en las manos, la cabeza, la nariz, los labios. Pensé que descender en la mañana sería un alivio, pero hizo estragos en mi cuerpo.
Mi nariz y mi cabeza goteaban agua poco a poco, me derretía como helado, un proceso rápido y molesto porque mi cuerpo ardía como carne asada en la parrilla. Mi alivio cuando descendiera, cada vez más desaparecía, pues caminando de noche no me había fijado en el camino y en el descenso tengo que enfrentarme a caminar al lado de abismos y grietas que no tenían fin; mis neuronas estaban en otro lugar y sólo exudaba miedo, pensamientos de muerte y con esta mala vibra, el equipo especializado en montaña empezó a fallar.
Se me soltaron los crampones (las suelas para caminar en nieve) y un pie se deslizó rumbo al vacío, me tropecé caminando, lloré y hasta pedí ilusamente un helicóptero, como si estuviera en el Everest o en el Aconcagua y tuviera dinero y poder de pedirlo. Por horas viví el miedo dentro de mí, los sentimientos de rabia y logro mezclados por estar allí y el andar sin ganas. Llegué al campo alto de nuevo, reflexioné sobre esas horas de vida, me di cuenta que llevo una experiencia de vida que me marcó profundamente.
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