Diez días y diez noches para conocer Marruecos: un reino entre dos mares
Referente icónico del Magreb, poniente árabe, Marruecos es un reino de dos mares, el Atlántico y el Mediterráneo, en el continente africano. A sólo 14,4 kilómetros, otro reino también de dos mares es su espejo europeo: España. Los separa el Estrecho de Gibraltar, otrora más conocido como Las Columnas de Hércules.
La cercanía geográfica no presupone en absoluto cercanía cultural. Dos universos tan distintos a tiro de honda convierten a Marruecos en un destino cautivante para quienes visitan el viejo mundo.
Hay sitios que más vale visitarlos luego de habernos despojado de parte del bagaje cultural que podría dejarnos en offside cuando nos disponemos a impregnarnos de atmósferas a las que no estamos acostumbrados. Este es el caso de Marruecos, país que abreva su particular forma de ser en las fuentes de dos grupos étnicos: árabes y bereberes (amazigh), sin relativizar la influencia negra que aunque minoritaria da su pincelada en el cuadro marroquí.
Por ejemplo, los avances en la lucha por la igualdad de género que en nuestro medio son evidentes no marchan en Marruecos a la misma velocidad. Por eso, el primer consejo para cualquier viajera es olvidarse de vestir ligera de ropas aunque haga mucho calor. ¡Ah! Y sólo entrar a sitios sagrados cubriéndose la cabeza y con pollera larga.
Al pie de los Atlas
Las ganas de no perder sitios esenciales en un plazo corto nos enfrenta siempre al desafío de elegir, sabiendo que a algo hay que renunciar. Una opción de diez días, prescinde de Casablanca, Tánger y Rabat. Todo no se puede...
Marrakech, con su tradición de metrópolis política, económica y cultural es la primera parada. Fundada por el primer emir de la dinastía bereber está al pie de la Cordillera del Atlas, que Marruecos comparte con Argelia y Túnez. Es una de las cuatro ciudades imperiales junto a Mequinez, Fez y Rabat.
La ciudad tiene dos áreas bien definidas; la Medina (patrimonio de la Humanidad desde 1985) o ciudad vieja. Su visita es obligada. Fuera de los muros el ímpetu más modernista lo encontramos en la ciudad nueva construida por los franceses en época colonial.
Rodeada por la Medina se encuentra la plaza Jemaa el Fna. Es epicentro de una actividad febril que incluye vendedores ambulantes de todo tipo, mujeres que pintan las manos y pies con henna, vendedores de agua, encantadores de serpientes, escritores, bailarines, animadores de kermeses… y decenas de puestos gastronómicos. Al llegar la noche todo se enciende y la actividad se multiplica.
"¿Son argentinos?", pregunta en un muy correcto castellano el joven promotor de un puesto de comidas. Entonces vengan. Aquí van a comer mejor que si cocinara Maru Botana o Narda Lepes. ¡Mejor inclusive que si cocinara Doña Petrona! La perplejidad nos dura el tiempo en que a pocos metros, desde otro puesto, nos quisieron convencer con exactamente las mismas referencias. Existe un guión para cada nacionalidad, se ve.
Tratan siempre de conquistar. ¿Messi o Maradona? A veces nos cargan. "¡Ah! ¡Argentinos! Entonces, ¡nos vamos a la plasha, en camesho con una botesha!".
En Marrakech hay infinidad de sitios para visitar, como la Madrasa Ben Yussef, los jardines de la Menara, el Museo de Dar Si Said (de Artes Marroquíes), el Jardín del Agdal (400 hectáreas), las Saadíes y los palacios Badi y de la Bahia. De todas las alternativas lo más recomendable es el Museo Berebere en el Jardín Majorelle, donde también se encuentra Villa Oasis, la casa de Yves Saint Laurent (allí fueron esparcidas sus cenizas), ahora un museo en el que se muestran sus colecciones más connotadas.
La calle Riad Zitoun el Kedim nace o termina en la plaza Yamaa el Fna. Es la calle comercial, sinuosa, angosta, bulliciosa, repleta de negocitos atiborrados de rubros diversos, con comerciantes dispuestos a ofrecernos cualquier cosa a quien pose sus ojos en algún objeto.
Sería imperdonable, en Marrakech, no visitar el hotel palacio La Mamounia, epítome del refinamiento marroquí y considerado por muchos el más lujoso de todo África. Hospedarse allí es una experiencia inolvidable, aunque recorrer sus jardines y tomar algo en el bar Churchill o en la terraza es un gusto que cualquier viajero merece disfrutar.
Argán y botes azules
A menos de 200 kilómetros de Marrakech –lo que permite una escapada por el día–, el puerto de Essaouira sobre el Atlántico recuerda el tiempo en que España, Inglaterra y Portugal se la disputaban para controlar la costa.
En el camino, imágenes de lo natural se nos aparecen como insólitas. Los árboles de argán atraen a las cabras que se trepan a sus ramas para comer unos frutos parecidos a la almendra, de donde se extrae un aceite medicinal. Media docena de cabras encaramadas apenas sobre un palito ofrecen un cuadro inverosímil. Parar a fotografiarlos es un rito de todo turista.
El puerto es típicamente portugués. En sus banquinas, lanchas azules destinadas a la pesca artesanal recuerdan a las amarillas de Mar del Plata. Hay expresiones de arte árabe y portugués y es el lugar indicado en Marruecos para comer mariscos.
Desde la Skala (fortaleza) pegada al puerto puede verse una espectacular vista de la ciudad y las dársenas, como también de la Isla de Mogador, hoy reserva natural. Las dos torres de la edificación son algo así como un privilegiado palco avant scène para tomar fotos.
La medina de Essaouira, declarada patrimonio mundial por Unesco, cuenta con espectaculares puertas y ventanas labradas. El conjunto es predominantemente blanco y azul. Adentrarse en sus callejuelas depara sorpresas matizadas por el colorido de un pueblo que hace allí sus compras cotidianas.
Hasta la kasbah
Saliendo de Marrakech muy rápidamente se llega al Alto Atlas, que tiene una altitud de 2260 metros. En el camino se suceden los pueblos bereberes hasta que llegamos a la Kasbah de Ait Ben Haddou. Una kasbah es una fortificación de origen bereber de muros elevados y con casas señoriales en su interior, donde se protegían familias y animales tanto de ataques externos como de las inclemencias del tiempo.
Siguiendo la ruta aparece Ouarzazate, la ciudad del cine, donde pueden visitarse estudios que alimentan a la robusta industria cinematográfica india. Tras pasar por el Valle de las Rosas, donde todo pareciera nutrirse de esas flores (alimentos y cosméticos), se encuentran las Gargantas del Dades, nombre que toman del río del mismo nombre. El camino, serpenteando entre la montaña, es un atractivo en sí mismo.
Siguiendo al sur por una carretera salpicada de kasbahs aparecen, espectaculares, las gargantas del río Todra. Allí las aguas han esculpido un desfiladero de más de 300 metros de alto, que se transformó en meca de escaladores.
Arenoso, pero acogedor
Rumbo al sur nos reciben las impresionantes dunas de Merzouga, que muchos turistas atraviesan en dromedario para ver la puesta del sol y luego dormir en el desierto en el interior de una jaima. La zona es lo que se conoce como Erg (parte arenosa de un desierto) Chebbi, que es la única lengua del Sahara que pertenece a Marruecos.
Las jaimas son carpas que, dependiendo de su categoría, pueden contar hasta con las comodidades de un hotel cinco estrellas. Despertarse temprano es el tributo que rendimos al gran deleite que es ver el amanecer.
Al dejar la zona rumbo a Fez se cruza el oasis de Tafilalet, que constituye el mayor palmeral del mundo y fue en su momento el punto de llegada a Marruecos de las caravanas transaharianas. Pasando esa zona se llega a Rissani, ciudad santa y cuna de la dinastía alauita. Por ser cruce de caminos entre el norte y el sur tuvo un pasado comercial importante. Los días de mercado se anima particularmente.
Fez, la religiosa
Con dos millones de habitantes, Fez es la tercera ciudad de Marruecos tras Casablanca y Rabat, y se la considera la capital del islam en el país. Su medina es la más grande de Marruecos. No hay planos o guías para adentrarse en ella. Lo más probable es que si pedimos un mapa para ubicarnos se nos rían en la cara. Se trata de un amarañado laberinto de callejuelas que a veces no son más anchas que nuestra espalda. O se camina con un guía o cada uno va a su aire sabiendo que se perderá.
Unesco hace ya muchos años que ha declarado a este sitio como patrimonio mundial y subsidia a familias de artesanos para que sigan ejerciendo sus destrezas como hace siglos. Hay calles que concentran afiladores, otros que trabajan cueros, ceramistas, joyeros, etc.
Allí se matan gallinas, palomas, conejos... ante sus compradores. Al lado venden especias, más allá cosméticos, dulces, ropa... lo que sea. Las curtiembres son lugares muy visitados. Muestran el proceso que llevan los cueros de oveja, cabra, vaca y dromedario, que incluye pasarlos por cal, excremento de paloma (por su contenido de amoníaco) y cómo los lavan y tiñen.
La palabra marroquinería etimológicamente es de origen francés y deriva de las palabras maroquin o maroc, es decir marroquí o Marruecos, ya que sus habitantes eran maestros en el arte de repujar el cuero.
La cerámica de esta ciudad es mundialmente famosa. Capital de la artesanía marroquí, Fez se caracteriza por su maestría también en el trabajo de la cerámica y la madera. El famoso color azul cobalto es símbolo de la alfarería de esta ciudad Imperial a la que, además, se le suelen aplicar adornos de plata.
La Universidad más antigua del mundo es la de al-Qarawiyyin y está aquí en Fez. Una biblioteca, una mezquita, una madrasa (escuela superior generalmente de enseñanza islámica) y la residencia que usaban los alumnos que venían de otras ciudades forman parte hoy del complejo original. El zellige es un tipo de mosaico ornamental a base de trozos de azulejos de colores, llamados teselas. Es algo así como un ladrillo de terracota dispuesto en pequeñas placas geométricas esmaltadas. Es icónico de la cultura marroquí y visible en fachadas, muebles de hogar y equipamiento urbano.
A una hora de Fez, situada en el Atlas Medio, se encuentra Ifrane. Llegar ahí es como haberse transportado a otro país totalmente diferente. Es una ciudad de montaña, con parques, lagos y casas alpinas. Si a cualquiera lo esperaran allí y le dijeran que está en Suiza lo creería. Vale la pena una visita.
Etérea y azul
A 200 kilómetros de Fez, en medio de las montañas del Rif hay una joyita que parece diseñada para ser admirada. Se llama Chefchaouen, aunque también puede figurar como Chauen. Los edificios de su barrio antiguo son pintados con diversos matices de azul.
Las callejuelas empedradas que suben y bajan están pobladas de negocios que venden artesanías, marroquinería, alfombras, joyas y fantasías. En Uta el Hammam, su plaza central, se ven los muros rojos de la kasbah, una fortaleza y mazmorra del siglo XV y el curioso minarete octogonal de la gran mezquita.
Es tradición que los atardeceres en Chefchaouen sean vistos desde una mezquita en la ladera de una montaña, al este de la ciudad. Hay que trepar y trepar. Pero hay recompensa por las increíbles vistas. Se la conoce como mezquita del Buzafar, en árabe clásico: bigotes grandes.
De modesto origen romano
A 70 kilómetros al oeste de Fez nos encontramos con Meknes, acaso la más modesta de las cuatro ciudades imperiales que ya mencionamos. Si vamos desde Chefchaouen en el trayecto nos encontraremos con Volubilis, una antigua ciudad romana al pie del monte Zerhun. Se lo considera el yacimiento arqueológico romano mejor preservado del norte de África. Desde 1997 está incluido en la lista de Patrimonio Mundial. Detenerse allí es ineludible.
Al llegar a Meknes descubriremos una ciudad relajada y rodeada de campos de cultivo. En el siglo VII fue la capital de Marruecos. La plaza el-Hedim es el epicentro de la actividad comunitaria.
En Meknes se encuentra la Koubbat as-Sufara o Prisión de Kara. Se trata de una red de cámaras subterráneas que servían para guardar los pertrechos de guerra y los alimentos del impresionante ejército del sanguinario sultán Moulay Ismaíl y también fue utilizado para mantener en cautiverio a los esclavos cristianos que los piratas sarracenos apresaban en el Mediterráneo y el Atlántico.
Las caballerizas reales de Meknes aunque algo abandonadas no dejan de ser impresionantes. Están junto a espacios en los que se almacenaban granos. Los caballos se mantenían allí por miles durante épocas de paz y permanecían siempre disponibles para las épocas de guerra.
Fez tiene un aeropuerto que conecta con el resto del mundo, de manera que volver a esa ciudad puede ser una buena alternativa para decir adiós a Marruecos después de diez días recorriendo el país.
Algo más...
- Los marroquíes no son muy afectos a ser fotografiados. Por eso es aconsejable pedir autorización si es que hay alguien en la línea de nuestro objetivo.
- A diferencia de otros países musulmanes, los visitantes no tienen autorizada la entrada a mezquita alguna. Es bueno saberlo y estar prevenido.
- Los hablantes del magreb llaman a su lengua dariya (también escrito darija), que significa dialecto. Principalmente, es usada como lengua hablada aunque los jóvenes están escribiéndola echando mano al alfabeto latino.
- Marruecos es un Reino y por consiguiente tiene un soberano. Fotografías de él y su familia se encuentran exhibidas tanto en complejos comerciales grandes u hoteles importantes como en pequeños puestitos callejeros. Las asimetrías son grandes. Criticar al poder es algo a lo que nadie se atreve.
- En los cafés –hay muchos- difícilmente se vean mujeres aunque sea de día y sentadas en las mesas de la vereda. "Si hubiere alguna es muy probable que sea una prostituta", afirmó nuestro guía. Sin embargo, las mujeres turistas no tienen inconveniente alguno para tomar un café si así lo desean.
- En las ciudades se ven muchos gatos y muy pocos perros. Puede resultar chocante a nuestros ojos ver a pequeños burros –hay muchísimos- tirando de pesadas cargas.
- Como en muchos países musulmanes hay una rígida moral sexual. Todos los marroquíes consultados responden haberse casado vírgenes.