Una experiencia muy familiar en la exótica Myanmar
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Lucila Pereyra (en Instagram: @rockmyworld_luli.rocko ). Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 3000 caracteres y fotos LNturismo@lanacion.com.ar
En 2016 recorrí varios países del sudeste asiático con mi novio. Si bien cada uno fue especial y de todos nos gustó algo distinto, Myanmar fue el país en el que pudimos experimentar la cultura de una forma más auténtica, ya que es un lugar que aún no ha sido invadido por el turismo masivo.
Antes de viajar, nuestras mayores expectativas estaban puestas en la región norte porque habíamos leído que los paisajes eran maravillosos y era posible tener una experiencia de convivencia con una familia de alguna de las aldeas rurales de las montañas.
Viajamos al pueblo de Hsipaw en el estado de Shan, en tren desde Mandalay. Es un trayecto de apenas 200 kilómetros pero el tren va muy despacio y demora unas 12 horas, lo que permite apreciar la naturaleza. El tren va parando en distintos poblados y sus habitantes se acercan a recibirlo con alegría, muchos ofrecen sus productos y otros simplemente curiosean. El momento más impresionante del viaje fue el paso por el viaducto Gokteik, que se eleva 500 metros sobre el precipicio del cañón con el mismo nombre.
Una vez en Hsipaw, nos tomamos un día para recorrer en bicicleta el pintoresco pueblito y luego decidimos hacer un trekking por la zona rural, para llegar hasta una de las comunidades de la etnia de los Palaung. Habíamos estudiado los mejores caminos y estábamos muy entusiasmados con poder hacer la ruta por nuestra cuenta. Sin embargo, cuando estábamos listos para partir, el dueño del hostal donde parábamos nos dijo que no era la mejor idea ir solos. Nos explicó que en la zona aún quedaban resabios de los enfrentamientos entre etnias producto de la guerra civil, y que por seguridad era necesario estar acompañados de un guía local.
Aceptamos resignados y a los 20 minutos pasó a buscarnos Moon, un joven del pueblo que hablaba muy bien inglés. Así, emprendimos la caminata que a lo largo de la tarde nos llevó por cerros, campos cultivados, bosques y pequeños caseríos salpicados de flores amarillas, donde nos cruzamos con varios búfalos y unos pocos viajeros.
Sin darnos cuenta, habíamos llegado a nuestro destino: Pankam, un poblado de no más de treinta casitas construidas con cañas de bambú sobre un terreno irregular, rodeadas de follaje verde y flores color fucsia intenso. Las únicas edificaciones que se distinguían del resto eran la escuela primaria, recientemente inaugurada por una ONG, y un monasterio budista con su pequeño potrero y dos arcos, en el que varios novicios adolescentes estaban jugando un partido de fútbol con sus túnicas rojas.
La vida diaria
Aprovechamos la última hora de luz para recorrer el lugar y conocer un poco más sobre la vida en las comunidades. A medida que íbamos avanzando se nos iban acercando niños locales que, intrigados y risueños, nos acompañaban en la caminata y nos iban enseñando su mundo. Allí todos trabajan, desde los más ancianos hasta los más pequeños colaboran en las tareas del hogar y en las labores de la cosecha de té y arroz.
Luego del atardecer fuimos hasta la casa en la que íbamos a pasar la noche y conocimos a la familia que nos iba a hospedar, cuatro generaciones conviviendo bajo el mismo techo: una pareja y cuatro de sus hijos, algunos de sus nietos y la abuela, jefa de la familia.
Cuando llegamos estaban todos reunidos en la cocina preparando la cena. Nos encontramos con personas sensibles, sencillas y sabias con vidas absolutamente distintas a las nuestras. Fue una noche de compartir vivencias, costumbres y experiencias. Nos contaron con detalle la historia y diferencias entre las etnias y la vida diaria en el pueblo; el trabajo, sus rituales y ceremonias. Nos hablaron del lugar que ocupa la gente mayor en la familia y nos enseñaron varias palabras en su dialecto. También se mostraron interesados por la vida en nuestros países. Por supuesto que sabían quién era Messi. Fue un intercambio muy enriquecedor que sellamos con un brindis con vino de arroz, producido por la familia.
Dormimos en una habitación especialmente preparada para huéspedes, sobre unas mantas gruesas superpuestas y cubiertos por mosquiteros que caían del techo.
A la mañana siguiente mientras desayunábamos, Moon nos contó que a raíz del interés que habíamos mostrado por la cultura y tradiciones, la familia nos había preparado unos de los trajes típicos utilizados para las ceremonias y querían que nos los probáramos.
Accedimos encantados y a los cinco minutos los hombres se habían llevado a mi novio y yo fui rodeada por todas las mujeres de la casa que seguían las indicaciones de la abuela quien supervisaba todo el ritual mientra me vestían con varias capas de coloridas telas. Cuando estuvimos listos nos juntaron en el jardín y sonrieron con aprobación, ya éramos parte de los Palaung.
La despedida fue larga, con muchas sonrisas, fotos y palabras de agradecimiento. Nos fuimos reafirmando que la mayoría de las veces, las experiencias de viaje terminan siendo experiencias de vida. Sabiendo que a pesar del idioma, la cultura, las distancias y las diferencias, al final no somos tan distintos y lo que nos une, en definitiva, es nuestra humanidad.
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