La joven república de Croacia, anexada hace pocos años a la Unión Europea, atrae tanto al jet set como a viajeros sensibles. Desde Zagreb, su capital, la ruta sigue por la Costa Dálmata, a orillas del mar Adriático, pasando por Zadar y Split, hasta la bella Dubrovnik amurallada. Sus innumerables islas, como Hvar (favorita de Messi y varios futbolistas que juegan en clubes europeos), son paraísos agrestes muy codiciados por los amantes del turismo náutico.
Zagreb, la capital
Los zagrebíes toman café en la plaza Ban Jelacic mientras esperan el tranvía azul, se citan al pie del viejo reloj y comen štrukli (pastel de masa filo relleno de queso).
En el mercado Dolac, al lado de la Catedral, los puesteros ofrecen al aire libre sus frutas, verduras y quesos como el delicioso paski sir. Es un sello cultural de la capital croata, a tal punto que los paraguas de Šestine, las sombrillas rojas con círculos de colores que dan sombra a los puestos, se venden como souvenir.
A pesar de su adhesión a la Unión Europea en 2013, Zagreb no es una ciudad internacionalizada o consumista. Las boutiques de la calle más caminada, Ilica, preservan su carácter local, sin esnobismos. La ropa es sobria –hay muchas casas de zapatos y sombreros–, y las vidrieras son tan austeras que casi pasan desapercibidas.
Medio siglo de imperio austrohúngaro (1867-1919) dejaron una huella notable en su arquitectura, y los siglos precedentes también. Pero hoy su espíritu está impregnado de mediterraneidad. No hay cadenas, sí cafés únicos y coloridos en cuyas terrazas la gente hace recreos de no menos de una hora. Para el ritual del café del sábado inventaron una palabra, el špica. El tema es así: la gente se pone su mejor ropa, unas buenas gafas de sol, y se sienta en algún café de la peatonal Bogoviceva. La calle es una terraza mayúscula, para mirar y ser mirado, o captado por las cámaras de televisión.
Si hay malls, están fuera del centro. Abundan librerías y cines retro. Uno de ellos es el Europa, lugar de culto para los realizadores independientes y sede del Festival de Cine de Zagreb.
De la vuelta urbana, los elegidos son el pasaje Oktogon y su cúpula de vitraux, la plaza de las flores, el Archivo Nacional por dentro, el Jardín Botánico, el cementerio Mirogoj y sus espectaculares mausoleos, y el neobarroco edificio del Teatro Nacional de Croacia. Este último se encuentra en la plaza del Mariscal Tito. Una agrupación junta firmas para cambiarle el nombre de Tito por el más neutral Plaza del Teatro. El líder de la Yugoslavia socialista, nacido en Kumrovec, ciudad cercana a Zagreb, es tan amado como odiado hasta hoy. Muchos coinciden en que lo suyo fue un comunismo light; en la realidad política de su época se trató de un estado no alineado a la Unión Soviética, ni al Pacto de Varsovia, ni a la OTAN.
Jasenka, la guía que habla español y visitó tres veces la Argentina, cuenta que por acá pasaba el Orient Express en su trayecto de París a Estambul. Por eso se construyó el Hotel Esplanade –el más lujoso de la ciudad– al lado de la pomposa Estación General de Ferrocarril.
Para llegar a la parte alta de la ciudad se puede tomar el funicular, que tarda exactamente un minuto en subir. A la salida está la torre Kula Lotršcak. Los relojes se ajustan con el disparo de su cañón, todos los días al mediodía. Esta zona llamada Gornji Grad es un ticket al pasado. Cuando baja el sol, se puede ver a dos hombres que encienden una a una las 200 lámparas de gas que alumbran sus calles.
En esta zona funciona el genial Museo de Broken Relationships, iniciativa de una pareja de artistas croatas que, después de terminar su relación y sin saber qué hacer con sus cosas en común, decidió armar una muestra. Los donantes de la colección mandan por correo lo que les quedó de un vínculo deshecho: un vestido de boda, osos de peluche, pedazos de vidrio de una discusión violenta, unas ligas ("La relación habría durado más si las hubiera usado alguna vez", dice la nota de la donante bosnia) o unas viejas All Star olvidadas en la casa del ex. En la tienda de souvenirs, ambientada con música melancólica, venden gomas "para borrar malos recuerdos", chocolates para soportar el trance de la ruptura amorosa y almohadas reemplaza-amante.
A pocos metros, la iglesia de San Marcos con su techo de mosaicos de colores es el centro de la vida política. En julio, mientras muchos zagrebíes activan el out of office y parten hacia la costa del Adriático, sedientos de mar, en esta zona se organizan las noches de verano de Zagreb, con conciertos de música clásica y folk.
Parque Nacional Plitvice
Dos rubias altas, vestidas con túnicas de gasa y coronas de flores, reparten folletos al costado de la ruta. Los turistas se bajan de los micros para sacarles fotos. Son las "hadas" de Rastoke, un pueblo con más de 50 cascadas y molinos de agua, que parece salido de un cuento.
Rastoke es apenas un anticipo de lo que viene 30 km más adelante: el PN Plitvice. No es extraño que se hayan tejido leyendas de duendes y hadas sobre este gran bosque que alterna lagos turquesas y cascadas, flores exóticas y una gama infinita de verdes que se reflejan en el agua. A sólo dos horas de Zagreb, sus 30 mil hectáreas vírgenes son patrimonio de la UNESCO desde 1979 y sobrevivieron al conflicto bélico con los serbios, en 1991.
Durante el apogeo de la ex Yugoslavia, se puso de moda que las parejas vinieran a casarse bajo las cascadas. El 25 de mayo, el día del cumpleaños de Tito, los casamientos eran masivos. La tradición del "sí, quiero" al aire libre sigue vigente. Desde el sitio Ethno Plitvice un equipo especializado en bodas ofrece sus servicios a las parejas, desde organizar la ceremonia, cura incluido, alquilar barcos para los invitados y contratar una banda de jazz, hasta armar un banquete junto a los lagos.
Zadar
Cuando Alfred Hitchcock dijo que sus atardeceres son los más lindos que vio en su vida, le hizo un gran favor a Zadar, que ya era famosa por ser la cuna del marrasquino, ese licor de una variedad de cereza (chiquita y muy ácida, llamada marrasca) con el que las abuelas perfumaban los bizcochuelos. El otro envión se lo dio Ryan Air, la aerolínea low cost que empezó a volar a este destino hace un par de años.
Los romanos desearon mucho esta ciudad de la costa dálmata por su ubicación estratégica, en el medio del Adriático. Tanto, que se instalaron y dejaron varios vestigios. Se pueden ver en el área del foro, junto a la iglesia de San Donato y la columna de la vergüenza, donde, durante la Edad Media, se ataba a los condenados. Además de piedras medievales, hay varios parques y plazas en Zadar, y una linda costanera para pasear.
En las escaleras del paseo marítimo se escucha el sonido del Órgano de Mar, compuesto de 35 tubos sumergidos en el agua que suenan con el vaivén de las olas. Al lado está el Saludo al Sol, una instalación del mismo arquitecto, Nikola Bašic. Son 300 paneles de vidrio que absorben la energía solar de día y la transforman de noche en un efecto de luces, como un faro moderno para los barcos que pasan por esta costa.
Un poco más al sur se llega a Šibenik, pueblo mínimo de aire chic construido sobre la roca cárstica y rodeado de mar. Un grupo de niñas ensaya una coreografía al lado de la Catedral de Santiago (siglo XV), lograda fusión del arte gótico y del renacentista. Del otro lado, en un anfiteatro, acomodan los instrumentos para un concierto nocturno y en las terrazas corre mucho el vino, sobre todo el tinto Babic, que se produce en las bodegas de la zona.
Split
Recién bajados de los cruceros, los turistas se sientan en las escalinatas de piedra caliza del palacio Diocleciano. La fastuosa residencia, construida en el año 305 por un megalómano emperador romano, se mezcla con la trama de la ciudad y alberga todo un mundo en su interior: cinco hoteles, restaurantes, tiendas y casas particulares.
Diocleciano vivió solo en este recinto amurallado de 180 por 215 metros, pero hoy caben por lo menos 500 personas en el peristilo –la plaza central–, convertido en escenario de espectáculos. Para animar la noche, un dúo de voz y guitarra toca temas de Creedence y otros hits, como Guantanamera. Los mozos van y vienen del café Luxor con copas de vino cargadas hasta el borde. Los primeros que se animan a la pista son unos nórdicos ardidos de sol, muy divertidos, y el resto del público arenga por más diversión exprés.
Split es la segunda ciudad de Croacia y su puerto registra uno de los mayores tráficos del Mediterráneo, un ir y venir de gente que recorre las islas de la Costa Dálmata.
Fuera de los muros del palacio, también hay agite en los bares de la Riva, la rambla frente al mar. Las auténticas tabernas están sólo un poco más allá, en los callejones del barrio de los pescadores. Son la oportunidad para probar la cocina dálmata, muy rica en pescados y mariscos, acompañados siempre de blitva, unas acelgas revueltas con papa y mucho aceite de oliva. En cuanto a la carne, lo suyo es la pašticada, guiso lento cocido en vino y especias que va bien con una copa de Plancic, vino de la isla de Hvar.
Pegadita a Split está la diminuta isla de Trogir, otra joyita medieval que la UNESCO incluyó en su lista. Se conecta al continente por dos puentes peatonales; lleva apenas un rato caminarla, probar un ravioli (el pastel local) al paso, y seguir descubriendo el carácter amigable de los dálmatas: charlatanes, apasionados y seductores, mediterráneos en definitiva.
Hvar
A las siete de la mañana, los autos hacen cola para abordar el ferry Jadrolinija. Como cada día, el tránsito es permanente entre Split y Stari Grad, el puerto de la isla insignia del Adriático.
Hvar (pronúnciese "Juar", con una jota muy suave) es una isla tranquila entre octubre y mayo, famosa por sus campos de lavanda, por un encaje que hacen las monjas benedictinas con hilo de aloe y por un puñado de monumentos barrocos y renacentistas. Hasta que llegan el calor y los turistas, y los locales se acercan a los barcos con sus cartelitos a ofrecer habitaciones.
Sobre las playas locales, es bueno saber que: (1) Están alfombradas de piedritas, cantos rodados o guijarros. En cualquier caso, el suelo pincha. (2) Son mínimas, casi siempre escondidas al pie de un acantilado, o solitarias calas a veces accesibles en barco. (3) Es imprescindible usar ojotas u otro calzado apto para meterse al agua para no lastimarse los pies.
"¿Querés arena? –dice la camarera de Hula Hula, la playa de moda– En España hay mucha". Un dicho local dice que "si no pincha, no es Croacia". La solución es contratar una excursión a la playa Bol, en la isla de Brac, con forma de cuerno dorado y un extenso arenal. Pero poco importan las piedras cuando uno descubre este litoral rocoso, un tesoro para los buceadores y la causa del intenso azul del Adriático y sus aguas cristalinas con suave oleaje.
La otra cara de Hvar es la de la fiesta. Le dicen la Ibiza croata. No es la mejor imagen de la isla, pero es una realidad desde hace algunos años. Una realidad de yates de lujo y mares de champagne. De gente VIP –como Tom Cruise, Carolina de Mónaco o el millonario ruso Abramovich– y una marcha que arranca en los after beach y sigue hasta el amanecer en el club Carpe Diem, adonde se puede entrar si se tiene mucha plata o si se conoce a alguien "importante". A las 2 de la mañana, la fiesta se traslada en lanchas hasta una islita llamada Stipanska.
La mejor postal de Hvar es la del atardecer desde la fortaleza Španjola. La vista desde las alturas de la bahía, el puerto y las islas cercanas es un verdadero lujo de acceso libre.
Dubrovnik
El encuentro con la ciudad fortificada al sur de la costa dálmata es un flechazo directo al corazón. La omnipresente piedra, el brillo perfecto de su piso de mármol y sus eternas murallas tienen algo de atemporal. Y eso que pasaron siglos, terremotos, bombardeos y una seguidilla de sacudones que no caben en un par de párrafos. De todos, el que dejó más heridas fue la última guerra.
En el Palacio del Rector hay una muestra de fotos del croata Božidar Gjukic que recopila algunas de esas escenas: las llamas en el techo del Hotel Imperial (hoy Hilton), la playa de autos carbonizados frente a las murallas y la torre del reloj llena de boquetes. En el shop del museo hay postales lindas y actuales de la ciudad, la misma que Gjukic retrató semidestruida entre el 91 y el 92. Pasaron poco más de 20 años, aunque cueste creerlo.
Dubrovnik logró reconstruirse piedra a piedra, tapó los agujeros de los disparos, y hoy luce el encanto magnético del renacimiento. El único "peligro" presente es la invasión de los cruceros. Cuando bajan turistas de a miles, tiembla Placa, la calle principal de 300 metros, y tiembla todo el patrimonio. Hay que abrirse paso a codazos como en el subte a la hora pico.
Para eludir la multitud, lo mejor es apostar a la vida extramuros. En la playa de Banje, por ejemplo. Está al lado de la ciudad, y el mar es traslúcido como si se estuviera en un paraje remoto y deshabitado. Cada media hora, un barco conecta con Lokrum, isla a diez minutos que tiene un jardín botánico de plantas subtropicales y un sector reservado para los nudistas; o con Korcula (otra isla), donde nació Marco Polo. Hay excursiones en kayak que dan la vuelta a la ciudad y un teleférico que deja ver el conjunto histórico desde la cima del monte Srd.
A última hora es buen momento para visitar las murallas, cuando la mayoría de los turistas ya están sentados en las terrazas degustando langosta y ostras de la isla de Ston. Con sus casi 2 mil metros de largo, 22 de alto y 6 de espesor, cinco fortalezas y 16 torres y bastiones, este complejo del siglo XII es considerado uno de los sistemas de fortificación mejor conservados del mundo. Desde arriba se ven palacios, iglesias y monasterios rodeados de mar, palomas y goletas. En el medio de los monumentos, unos chicos juegan al fútbol, se ve ropa tendida, varias antenas, sale humo de las chimeneas entre los techos rojos... Escenas cotidianas de un pueblo costero que aporta su nota existencial a estas robustas murallas de todos los tiempos.