Se celebraron entre 1914 y 1924. En su origen coincidían con el Día del Estudiante pero fueron creciendo, extendiéndose y popularizándose, hasta que concluyeron con un joven muerto a manos del interventor de un hospital.
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No duraron mucho. Fueron apenas once bailes. Once primaveras felices que acabaron de repente y con una desgracia. Entre los médicos hicieron leyenda, al igual que entre los tangueros. Había una relación intrínseca entre ambos. César Gotta, reconocido radiólogo, coleccionista de fotografías antiguas y dueño de una importantísima colección de discos de pasta –que incluye muchísimos de tango– escuchó las anécdotas de primera mano, de boca de su padre.
El doctor Guido Gotta fue uno de los organizadores del 11º baile del Internado, el último, de 1924. Él mismo se encargó de contratarlo a Osvaldo Fresedo y su orquesta, y César lo conoció años después. Fresedo llegó a ser su paciente, y le contó cómo fue que compuso el tango el Once.
Como parte de su pasión coleccionista, fue reuniendo fotos de las troupe de estudiantes de los distintos hospitales de todos los años.
De estirpe francesa
Pero los bailes del Internado no fueron un invento argentino, sino francés. Datan de los tiempos de Napoleón, cuando este crea, a principios del siglo XIX, el Internado en los hospitales de París. Después de cuatro años, los estudiantes daban un examen y pasaban a ser internos. Entre el escrito y el oral, tenía lugar el baile del Internado, que duró más de un siglo. Se interrumpieron, con motivo de la guerra franco-prusiana en 1870 y de la Primera Guerra Mundial en 1914. Fue justo entonces cuando los estudiantes argentinos, que estudiaban con textos franceses y tenían en Palermo su paseo “a lo Champs Elysées”, comenzaron a celebrarlos también. Eligieron el Día de la Primavera. En un principio, los desfiles no fueron exclusivos de Medicina. Ellos organizaron, sí, el primer baile en el Palais de Glace, pero a partir de 1915, la Federación Universitaria se ocupó de concentrar a los estudiantes en distintos puntos de encuentro: el Tigre, Bernal, los teatros Apolo, Victoria, Onrubia, y la vía pública en general, por donde desfilaban las carrozas.
Cuenta Luis Alposta en Los bailes del Internado que el 21 de septiembre de 1915, el señor Loudet, presidente del Círculo Médico Argentino y del Centro de Estudiantes de Medicina, dispuso reunirse en un banquete “al estilo de los universitarios franceses”. En esa oportunidad, se designó por unanimidad a Ricardo Rojas para dar los discursos. Rojas leyó un extenso poema dedicado a la juventud. “A esa juventud que un año antes, al no ver brillar nada nuevo bajo el sol, decidió ponerle luces propias al baile del Internado, recurriendo al tango”, dice.
En efecto, fueron varios los compositores que le dedicaron tangos a esta nueva iniciativa. Francisco Canaro empuñó por primera vez la batuta como director de orquesta en el primer baile, a pedido de médicos y practicantes. Estrenó el tango Matasano dedicado a los internos del Hospital Durand. Al año siguiente, fue el turno de El internado, dedicado a los miembros de la Asociación del Internado. La carátula, ilustrada por Arturo Lanteri, pasó a ser el símbolo del evento. También se acuñaron medallas conmemorativas.
Roberto Firpo se lució ese año con El bisturí, y en 1916 fue el turno de Vicente Greco con El anatomista y La muela cariada.
Los bailes en Buenos Aires
Así, los bailes del Internado fueron creciendo en popularidad, y ganaron su espacio dentro de la prensa. Aunque no siempre eran bien comentados. Los artículos periodísticos daba cuenta del tiempo que los estudiantes dedicaban a la organización de las fiestas y desfiles. Como con los carnavales, apenas terminaba una, comenzaban a preparar la del año siguiente. Había disturbios, y se prolongaban, cada vez más, hasta altas horas del día siguiente.
A pesar de las opiniones adversas, los festejos del día del estudiante y los bailes del Internado continuaron realizándose, precedidos –tal como dice Graciela Weisinger en su escrito “El Tango y los Bailes del Internado”– por los desfiles que llamaban “farándulas” y funciones teatrales con temáticas bastante procaces, en las que competían varios hospitales.
Cuenta Canaro en sus memorias: “En dichos bailes, los practicantes rivalizaban en el afán de hacer las bromas más grotescas y espeluznantes que pueda uno imaginarse. Hubo casos en que a los cadáveres de la morgue les cortaban las manos y luego, disfrazándolos con sábanas, en forma de fantasmas, y con unos palos a manera de brazos, ataban esas manos yertas, heladas y se las pasaban por la cara a las mujeres, con el efecto que es de suponer. Otro caso patético fue comentado y se hizo famoso: en un palo, con dos sábanas a modo de disfraz, pusieron “la cabeza frappé del italiano”. Fue una broma demasiado macabra; las mujeres horrorizadas disparaban en todas direcciones, muertas de miedo. Y así todas bromas por el estilo, exhibiendo otros órganos del cuerpo humano que extraían de los laboratorios de estudio de los hospitales.
Epílogo trágico
Los sucesos de 1924, sin embargo, implicaron un remate inesperado para este fugaz ciclo que ese año cumplía su 11º edición. Cuatro jóvenes médicos del Hospital Piñero quisieron asustar al nuevo administrador del hospital, Domingo Bonnet. Según explica la socióloga Andrea Matallana, en su artículo “Se acabó la diversión. Crónica del baile del Internado (1914-1924)”, Bonnet tenía amplia trayectoria administrativa en diferentes instituciones hospitalarias y era conocido por su carácter disciplinado y enérgico. “El 9 de septiembre de ese año, un grupo de practicantes había realizado una fiesta en una casa con la intervención de prostitutas que llevaron a sus habitaciones del hospital después de la fiesta. Domingo Bonnet se había ganado el repudio de los practicantes cuando dejó cesantes a tres compañeros al haber comprobado que habían ingresado prostitutas en las habitaciones. Desde ese momento, la idea de provocar la renuncia del nuevo administrador había prevalecido entre algunos de los jóvenes”, relata la autora.
Justo un mes después, el 9 de octubre, tuvo lugar el episodio que terminó en tragedia. El joven Ernesto O’Farrell, un poco alcoholizado, encabezaba la fila de los que se encaramaron hacia la habitación de Bonnet. Pretendían asustarlo con gritos y ruidos, porque ninguno estaba armado. Pero resultó que Bonnet sí, reaccionó con insultos e improperios y, en un intento por sacarle el arma, le disparó en la cabeza a Ernesto.
Ese fue el fin de los bailes, que trajo aparejado un complejo debate acerca del internado, la responsabilidad de las autoridades, y el rol de la institución como tal en la formación de los médicos. Los estudiantes, sin embargo, siguieron conmemorando el día del estudiante. De hecho, algunos miembros del grupo fundador de la Fiesta del Internado convergieron en la fundación del Club Universitario CUBA en 1918, que siguió realizando festejos e instituyó, desde 1926, la copa O’Farrell en honor al joven fallecido.
Agradecimiento: César Gotta gottacesar36@gmail.com