Se llamaba Anne Cohen Kopchovsky. Fue la primera mujer en dar la vuelta al mundo como tal, con un sponsor, y como un desafío en contra del machismo de la época.
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Cuenta la leyenda que corría el año 1894, cuando dos hombres acaudalados y aburridos apostaron diez mil dólares en un club de Boston a que ninguna mujer podría dar la vuelta al mundo en bicicleta. Quien recogió el guante fue Annie Cohen Kopchovsky, una joven ama de casa, madre de tres hijos, que nunca había montado sobre dos ruedas. Consiguió un sponsor, una bici, y partió desde Boston el 25 de junio de 1894 con una muda de ropa y una pistola con culata de perlas. Quince meses después, regresaría con el nombre de Annie Londonderry, y se convertiría en la primera mujer que dio la vuelta al mundo en bicicleta, aunque las malas lenguas reemplacen la preposición “en” por “con”, dando a entender que casi toda su travesía la hizo en barco.
¿Pero quién era esta joven misteriosa que reinventó su biografía una y mil veces? En los quince meses que duró su viaje, Annie dio decenas de reportajes, conferencias y charlas, en los que contaba diferentes historias. Heredera, huérfana, estudiante de medicina o de derecho son algunas de las identidades que fue fraguando por diversión, o para poner pimienta a sus relatos y venderlos mejor.
Annie Cohen había nacido en 1870 en Riga (Letonia), en el seno de una familia judía que emigró a los Estados Unidos cuando ella era todavía una niña. Sus padres murieron cuando tenía apenas 17 años y quedó a cargo de sus hermanos menores. Se casó muy joven con Max Kopchovsky, un vendedor ambulante con el que tuvo tres hijos en los primeros años de matrimonio. Annie contribuía a la economía familiar vendiendo avisos para distintos diarios de Boston, pero el destino de ama de casa no la convencía.
Aquí entra en juego la apuesta que supuestamente motorizó su viaje, aunque nunca se supo si realmente existió, o si fue una estrategia inventada por ella, que era una muy hábil publicista. Según su propio relato, los socios de un club de Boston habían apostado que ninguna mujer sería capaz de dar la vuelta al mundo en bicicleta, como lo había hecho el ciclista Thomas Stevens diez años antes. Si alguna mujer lo lograba, recibiría diez mil dólares de premio, pero las condiciones eran que cumpliera su travesía en 15 meses y que ganara otros cinco mil dólares durante el viaje. No se trataba de un simple reto deportivo, sino también de un desafío económico: los apostadores estaban seguros de que una mujer tampoco estaría en condiciones de sostenerse y ganar dinero a lo largo del trayecto.
La historia de la apuesta probablemente esté inspirada en la novela de Julio Verne La vuelta al mundo en 80 días, que había sido publicada en 1872. En el libro, el aristócrata inglés Phileas Fogg apuesta a sus contertulios del Reform Club, que podría recorrer el planeta en tiempo récord utilizando los medios de transporte disponibles en la época. Pero Annie estaba lejos del protagonista de la novela y tenía todas las de perder: ama de casa, tres hijos, menuda, jamás se había subido a una bicicleta. De todas formas decidió tomar el reto, y dejar a su esposo Max al cuidado de sus tres hijos, mientras ella se lanzaba a conquistar el mundo en dos ruedas.
La era de los pedales
“La bicicleta hizo más para emancipar a las mujeres que ninguna otra cosa en el mundo”, sostenía a fines del siglo XIX Susan B. Anthony, apasionada sufragista y luchadora por los derechos de las mujeres. Por aquel entonces, las bicicletas eran un verdadero furor entre la población: se vendieron más de dos millones en los Estados Unidos. Atrás habían quedado los incómodos primeros modelos, con una rueda gigante que requería una habilidad de acróbata. Las nuevas bicicletas tenían dos ruedas de igual tamaño y se producían a bajo costo de forma masiva.
La gran popularidad de este medio impulsó la creación de bicicletas para mujeres, que les otorgaban una autonomía inédita, dado que podían trasladarse sin depender de los hombres. Esta libertad de movimiento generó también cambios en la moda porque para desplazarse con mayor comodidad, algunas mujeres abandonaron las largas faldas, miriñaques y corsés para usar ropa más liviana y holgada. Muchas adoptaron los “bloomers”, pantalones abuchonados, similares a las bombachas de gaucho. Estos cambios generaron resistencia en los sectores conservadores, que consideraban depravado e inmoral que las mujeres vistieran pantalones.
Era tal la resistencia que generaba el tema, que las revistas médicas auguraban toda clase de males a las mujeres que se animaran. La actividad podía producir, según los facultativos de la época, depresión, tuberculosis, y hasta una curiosa enfermedad llamada “cara de bicicleta”, que generaba rostros con ojos saltones, cutis enrojecido y mandíbulas apretadas. Algunos, además, vaticinaban la más temible de las consecuencias: que la silla de la bicicleta mancillara la virtud de las damas.
Sobre ruedas
El 25 de junio de 1894, Annie Cohen Kopchovsky inició su travesía en la histórica Casa del Estado de Massachusetts frente a más de quinientos familiares, amigos, curiosos y mujeres sufragistas que se habían acercado a acompañarla. En el acto se pronunciaron varios discursos y consiguió el primer sponsor: el agua mineral Londonderry Lithia Water, que no solo colocó un cartel sobre la bicicleta, sino que la convirtió en la imagen de su campaña gráfica y hasta acordó que se cambiara su apellido por el de la marca. De allí en más nuestra heroína se reinventaría como Annie Londonderry, un apellido más fácil de recordar para el gran público.
Desde Boston se dirigió a Nueva York con su incómoda vestimenta y una bicicleta Columbia para mujer que pesaba más de 20 kilos. Tres meses después, llegó a Chicago casi sin fuerzas, con el invierno pisándole los talones y arruinando sus planes de viajar hacia el Oeste. Cuando estaba a punto de abandonar, consiguió el auspicio de las bicicletas Sterling para hombres, mucho más livianas y prácticas. Para adaptarse a la bicicleta masculina tuvo que cambiar su ropa por los prácticos “bloomers”.
Con su nuevo equipo regresó a Nueva York, de donde partió en barco a vapor hacia el puerto de Le Havre, en Francia, donde las multitudes acompañaban con fascinación cada uno de sus pasos. Un diario de la época afirma que se había convertido en una agencia de publicidad ambulante porque cada parte de su bicicleta y de su ropa era auspiciada por una empresa distinta. Como los actuales influencers, vendía su propio merchandising y cobraba por asistir a eventos, por contar historias y por exhibir productos.
En Marsella se embarcó en el vapor Sidney, que la llevaría a Egipto, Jerusalén, Arabia y Yemen. Luego siguió en otro barco hasta Sri Lanka, India, Singapur, China y Japón. Le tomó apenas siete semanas hacer toda esta travesía en barco, por lo que muchos afirman que no fue la primera mujer en dar la vuelta “en” bicicleta, sino “con” la bicicleta.
Sea como fuere, se las arreglaba para ser recibida en todas partes e introducirse en los ambientes más selectos. Ella misma fabricó su leyenda con relatos de aventura que iba contando en cada puerto con su ilimitada fantasía y su verba afilada. Afirmaba que había cazado tigres de Bengala con miembros de la nobleza, que había sido perseguida en India cuando la habrían confundido con un espíritu maligno, que la habían encarcelado en China, y que había sido herida de bala en la guerra chino-japonesa. Ninguna de todas esas historias parecía tener asidero, pero poco importaba que fueran verdaderas.
El 23 de marzo de 1895 llegó a San Francisco, desde allí pedaleó hacia el Norte durante meses, internándose en los pueblos donde los diarios locales reproducían sus andanzas. El 24 de septiembre llegó a Boston, un día antes de que se cumplieran los 15 meses de la apuesta. El New York World tituló en su tapa: “El viaje más extraordinario jamás emprendido por una mujer”.
Annie y su familia se mudaron a Nueva York, donde trabajó durante un tiempo en el oficio que mejor sabía: contar historias. Se empleó como cronista en el New York World, donde redactaba coloridas notas sobre sus viajes que firmaba como La Nueva Mujer.
Poco después dejó el periodismo, puso un negocio con Max, su esposo, y retomó la vida familiar hasta que murió en el anonimato en 1947. Seis décadas después, su sobrino nieto Peter Zheutlin, rescató su biografía en el libro Around the World on Two Wheels: Annie Londonderry’s Extraordinary Ride, que inspiró canciones, documentales y obras de teatro.
Más de un siglo después de su aventura, las palabras que escribió en su primera crónica para el New York World todavía suenan actuales: “Soy periodista y una nueva mujer, si tales términos significan que me creo capaz de hacer cualquier cosa que un hombre pueda hacer”.