El avión de Andes Líneas Aéreas aterrizó en Puerto Madryn después del mediodía. Es la primera vez que Xavi y yo pisamos el Territorio del Chubut y estamos silenciosamente conmovidos: la intensidad de la luz, la soledad de la estepa, las huellas que el viento deja en los arenales tienen algo de eterno en su impactante desmesura. Sabemos que este será, esencialmente, un viaje de encuentro con la fauna y esperamos ansiosos el avistaje de las ballenas francas.
Nuestro primer destino es el Ecocentro. Creado en 2000, esta ONG se ocupa de ayudar a conocer y comprender el mar; no sólo el que contemplamos a simple vista sino el que acaso soñamos o imaginamos: el profundo, con su flora y su fauna y sus misterios intocados... Aquí hay de todo y para todos (conviene visitarlo con tiempo, sobre todo si se viaja con chicos): un esqueleto completo de Eubalaena Australis ?ballena franca austral?; una torre octogonal con salón de lectura y ventanales abiertos al magnífico paisaje; un símil de playa pedregosa que repite, como mantras puros, los sonidos de los cetáceos; pantallas equidistantes donde medusas, peces abisales y otras criaturas bioluminiscentes que viven a más de 3.000 metros de profundidad cautivan el ojo asombrado.
Horas después, embelesados por la puesta del sol sobre el golfo, hacemos una caminata por Madryn: una ciudad pequeña y vibrante cuyo mar refleja prodigiosamente el color del cielo. Esa noche dormimos en Territorio, un bellísimo hotel que con calidez y naturalidad se integra a la áspera contundencia del paisaje.
A la mañana siguiente, transitando huellas de campo y médanos llegamos a Playa Punta Este. La marea baja ha dejado al descubierto las verdinegras restingas: unas antiquísimas formaciones de arcilla, ceniza volcánica y fósiles tapizadas de mejillones ?muy resbalosas por cierto? que se adentran en el agua como lanzas. Allí, en unas pequeñas fosas que responden al inquietante nombre de bioturbaciones habitan anémonas que se cierran precavidas cuando Xavi, el fotógrafo, les acerca la mano.
Un poco más adelante, desde lo alto de un acantilado, contemplamos Playa Paraná. A lo lejos hay un barco hundido ?el Folias, que naufragó en 1980? donde buceadores expertos y novatos suelen nadar y fascinarse con las colonias de peces que habitan sus recovecos.
Ese mediodía presenciamos una demostración de esquila en la estancia San Guillermo, un campo costero de 2.700 hectáreas. Los animales elegidos para la ocasión se entregan a las manos veloces que, al runrún de la tijera esquiladora y con destreza, les sacan la lana sin dañarlos (cada esquilador de la comparsa demora 5 minutos por oveja). Después de un sabroso asado y una recorrida por los alrededores dejamos la estancia ?un bonito lugar para alojarse o pasar el día? por un sendero bordeado de jarillas y piquillines y ponemos rumbo a El Doradillo: área natural protegida que abarca desde Punta Arco hasta cerro Prismático, donde haremos nuestro primer avistaje de ballenas desde la costa. Pasamos nuevamente por Madryn y, dejando atrás la casa decimonónica de Pedro Derbes ?el primer prefecto, que llegó a oficiar como juez de paz? y el parque industrial pesquero, giramos a la derecha por la RP42: un ancho camino de ripio donde experimentamos por primera vez la sensación de estar suspendidos entre el mar y la estepa (acaso comparable al vértigo horizontal del que hablaba Drieu La Rochelle cuando se refería a la pampa húmeda)... Una sensación que no nos abandonará durante todo el viaje.
Mientras nos vamos acercando, el guía dice que el golfo es un abrazo de la tierra al mar y que las ballenas lo eligen cada año (de junio a diciembre) para aparearse, parir y amamantar a sus ballenatos entre vuelos rasantes de petreles y yales negros. Y revela que el nombre ballena franca es una mala traducción de the right whale: la ballena correcta. Así las definieron los arponeros ingleses porque tienen la peculiaridad de, una vez muertas, continuar flotando y ser una presa fácil de recuperar. Hoy, para tranquilidad de nuestras conciencias, la franca austral es monumento natural ?junto con el yaguareté, el huemul y la taruca? y está protegida.
Bajamos a la playa Las Canteras, pedregosa y profunda a pico, que por sus mismas características es el mejor sitio de avistaje costero. Y ahí están ellas, magníficas, tan cerca que casi podríamos tocarlas. En pleno preludio amoroso, se muestran en todo su esplendor: las raras cabezas punteadas por callosidades (que permiten identificarlas como si fuesen huellas digitales), las aletas caudales elevándose certeras y sumergiéndose con extraordinaria delicadeza, casi a ras del agua; los vientres lustrosos.
Horas después, felices y exhaustos, comemos en El náutico ?la tradicional cantina de Madryn? y pernoctamos en el renovado y confortable Villa Pirén.
EN BALSA POR EL CHUBUT
A la mañana siguiente nos espera una novísima propuesta en la zona: la flotada por el río Chubut. Salimos por la RN3 dejando atrás el Cerro Testigo y la ciudad de Trelew, y tomamos la RP25 hacia el pueblo de Dolavon (prado del río en galés). Nuestros guías-expedicionarios buscan la balsa que habrá de transportarnos en una chacra familiar. Ahí nomás embarcamos y hacemos 5 km río abajo por el verde Chubut (transparente en tehuelche), que tiene... ¡dos metros de profundidad! Nos deslizamos entre cortaderas, tamariscos y cortinas de álamos plantados para detener el viento, tratando de identificar las madrigueras de los coipos que huyen al vernos. Siempre la curiosidad ?y el temor? mutuos en el primer contacto entre humanos y animales.
Flotar casi a la deriva, bajo la mirada curiosa de las vacas y ovejas de las chacras linderas que abrevan en las orillas, es lo más parecido que conozco a la serenidad. De vez en cuando, entre los árboles todavía desnudos, se vislumbra la mancha verde brillante de un sauce que derrama su follaje sobre el agua o el ramaje increíblemente dorado de un mimbre. Los remos acarician la corriente levísima, casi sin interrumpirla. Dicen que en verano las verdes aguas del Chubut son todavía más verdes porque reflejan el color de los pastos altos y las copas frondosas. Cuando pasamos bajo el viejo puente de madera, que ahora sólo cruzan las ovejas a trote lento, al unísono pedimos un deseo.
Almorzamos en el restaurante del Molino Harinero de Dolavon, único en el país que cultiva su propio trigo, lo muele in situ y cocina la pasta. Cuando la vieja máquina ?una reliquia de la Revolución Industrial marca American Marvel traída de Kentucky en 1881 y recuperada a comienzos de este siglo? se pone en funcionamiento con su sistema de norias y poleas, pienso ?con Marinetti? que palpita como un corazón cansado.
Luego hacemos el circuito de las austeras capillas galesas y nos detenemos en Gaiman, un pueblito de raro encanto con casas de piedra y túnel ferroviario en desuso, donde cumplimos el ritual de tomar el té galés en Ty Gwyn, un lugar que aún conserva los utensilios de los primeros colonos.
Pasamos el resto de la tarde en la chacra Los Mimbres, a orillas del Chubut. Marcela Plust, excelente anfitriona y cocinera, nos cuenta que el casco original, de 1910, era la casa de dos galeses que la bautizaron Pant y Celyn (bajo el quilimbay). Mucho más tarde, arrullados por el río y la brisa entre los mimbres, contemplamos las estrellas en el cielo nocturno como torbellinos de luz (casi una pintura de Van Gogh). Atención: estamos a una hora y media de Punta Tombo, la pingüinera continental más importante del mundo, donde a partir de mediados de septiembre, volverán a reunirse más de 500 mil pingüinos magallánicos.
PENÍNSULA VALDÉS
Antes de salir, el guía nos informa lo que hay que saber: de los 4.000km2 que abarca la península (que se interna unos 100 km en el Océano Atlántico), el 90% son estancias privadas dedicadas a la cría de ovejas o el turismo, el 2% pertenece a la Armada Argentina y el 8% restante son terrenos cedidos al municipio para crear reservas. De allí que sólo se utilicen los accesos permitidos y que no se pueda bajar a las playas, que son áreas intangibles, salvo por los pasos habilitados. La mayor advertencia: el ripio es traicionero; hay que conducir con cautela y prestar atención a los animales que se cruzan imprevistamente.
Bajamos por la RP2 ?nuevamente desde Madryn? y atravesamos el Istmo Ameghino, un brazo de 25 km que une la península con el continente. A los costados de la ruta, los dos golfos, de un azul indescriptible: Nuevo y San José.
Hacemos un alto en el Centro de Visitantes y divisamos la cercana Isla de los Pájaros. Por ahí nomás se yergue una réplica de la capilla del fuerte La Candelaria, donde días antes del 25 de mayo de 1810 los tehuelches mataron a casi todos los colonos españoles en plena misa.
Seguimos por la RP3; los pastos son cada vez más verdes (gracias a los humedales) y las agilísimas tropas de guanacos los atraviesan a grandes saltos. Luego, desviándonos por la RP52 ?el camino del medio? bordeamos el Salitral, una línea blanca lejana y luminosa. Cruzar la estepa es así: puro vértigo, aridales y horizonte.
Mientras el guía nos comenta los modos de convivencia de la fauna peninsular ?la martineta es bígama, los elefantes marinos tienen harenes que a veces superan las 800 hembras, los choiques (ñandúes petisos) crían pacientemente a sus charitos con distintas parejas, las orcas celebran el matriarcado, las maras y pingüinos son monógamos, y los guanacos prefieren el harén?llegamos a Punta Cantor. Estamos en océano abierto y por lo tanto no hay ballenas. Pero sí pequeños reptiles de nombre bizarro como gekkos y matuastos, lobos marinos de un pelo que detectan nuestra presencia con sus cabezas erguidas y lánguidos elefantes marino. Y el ancla del Lolita ?un barco que encalló en 1905? enterrada en la arena. Y frente al ancla... un cachorro de elefante marino amamantándose: el primero de la temporada.
Tomamos la RP47 y bordeando la impactante Caleta Valdés ?una franja de tierra yerma paralela a la costa que resalta la persistente horizontalidad de este paisaje? llegamos a la reserva faunística de Punta Norte. Allí nos enfrentamos a los canales de ataque de las orcas: unas imponentes y temibles avenidas en las restingas donde (entre febrero y abril y entre octubre y noviembre) las orcas practican la originalísima técnica del varamiento intencional para cazar crías de lobo marino.
Esa noche comemos y dormimos en Las Restingas, el único hotel de Puerto Pirámides ?pequeño pueblo de sólo 450 habitantes? con bajada directa a la playa.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos embarcamos con Miki Sosa, hijo de Peke, un buzo táctico que estudió el comportamiento de las ballenas con Roger Payne y fue pionero de los avistajes para turistas. El mar tiene el color del acero y está helado; el cielo, nubladísimo, nos impide saber qué ocurre bajo el agua. Sin embargo, de pronto aparecen, primero a lo lejos: esos "lomos negros / como islas intermitentes a la deriva" (la cita es de un poema de la madrynense Claudia Prado). Después... cada vez más cerca, a veces asomando sus cuerpos enormes y relucientes y otras deslizándose gráciles e imperturbables debajo de nuestro semirrígido.
Las olas hacen escarceos, y también las ballenas. Se necesita audacia, equilibrio y sigilo ?y Xavi los tiene? para poder fotografiarlas, ya que aparecen por sorpresa, como salidas de la nada, y sorpresivamente desaparecen. Después de un rato ya nos sentimos tranquilos: como si fuera lo más natural del mundo estar aquí. Conmovidos por su fuerza y su vulnerabilidad, recuperamos el candor al mirarlas.
El viaje concluye con una visita a la estancia San Lorenzo, en las costas del golfo San Matías, hogar de una colonia de reproducción de pingüinos de Magallanes. Los pingüinos todavía no han llegado, pero sus nidos los esperan intactos, casi siempre protegidos por un jume achaparrado.
Volvemos a Pirámides y hacemos noche en The Paradise. A la mañana siguiente, antes de irnos, nos detenemos en El Español. Construido hace más de cien años con chapa acanalada y madera, es el bar más antiguo del pueblo. Los parroquianos juegan a los dados en las mesas o rumian sus cuitas acodados sobre el mostrador de estaño. Xavi y yo decidimos que para la próxima quedan dos aventuras pendientes: bucear con los lobos marinos y llegar en bicicleta a Playa Colombo, una ruta deshabitada donde ?además de la belleza de la travesía? todavía pueden encontrarse esqueletos de ballena, dientes de tiburón, cuevas misteriosas y otros tesoros inexplorados.
Agradecemos a Sentir Valdés, asociación de importantes hoteles y prestadores de servicios de Valdés y Puerto Madryn la colaboración prestada para la realización de esta nota. www.sentirvaldes.com
Por Teresa Arijón
Fotos de Xavier Martín
Publicado en revista LUGARES 150. Octubre 2008.