Chernobyl es un nombre que remite a la peor catástrofe tecnológica de la historia. Pero hasta el 26 de abril de 1986 a la 1h 23’ 58" era el apacible hogar de miles de residentes en la República de Ucrania, por entonces integrada a la Unión Soviética. Acaso en esa diferencia de sentido anide el núcleo de un drama que todavía interpela.
Luego de haber viajado en tren desde Ulan Bator (Mongolia) hasta Moscú (Rusia), visitaría Ucrania. Fueron 6267 kilómetros en el transiberiano y el transmongoliano. Cómo no hacer los 130 kilómetros que separan Kiev de Chernobyl.
¿Por qué ir a un sitio en el que se produjo el peor cataclismo medioambiental derivado de la manipulación humana? ¿Por qué meterse en un escenario cuya peligrosidad no ha cesado? La condición de periodista puede ser una respuesta. La curiosidad del viajero, otra.
Decidí esa visita cuando conocía del hecho apenas lo que nos había llegado como noticia hace más de tres décadas. Tampoco sabía de la existencia de la miniserie que produjeron HBO y SKY, que por estos días convoca a millones de espectadores. Me enteré por el editor de esta sección cuando le propuse la nota.
Tuve, eso sí, lo que considero el mejor documento para impregnarme de lo que fue y sigue siendo Chernobyl después de la catástrofe: el libro Voces de Chernobyl de la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexievich, estructurado a base de testimonios de los protagonistas directos e indirectos.
Treinta y tres años después, las inferencias y conjeturas no cesan. Los datos fríos, por ejemplo el número de víctimas, difieren en miles según las fuentes. Para la Organización Mundial de la Salud se produjeron 9 mil muertes. Para Greenpeace fueron 90 mil. Por qué se produjo la explosión del cuarto reactor de la Central Eléctrica Nuclear Vladimir Lenin es motivo de controversias, especulaciones de estrategia política y aún de consideraciones científicas.
La versión más extendida apunta a un hecho no exento de fatal ironía. Se afirma que estaban practicando un simulacro de emergencia, dejando fuera de servicio voluntariamente varios sistemas de seguridad con el fin de realizar una prueba. Ello habría provocado un recalentamiento que dejó al descubierto el núcleo del reactor, liberando una nube radiactiva que alcanzó a toda Europa y que también llegó a Norteamérica.
Otras versiones indican un mal diseño de la central nuclear que jamás hubiera sido aprobado en Occidente y operadores inexpertos… o una combinación de ambas razones. En su momento el argumento más esgrimido por la Unión Soviética fue la de un atentado perpetrado por la CIA, que hoy vuelve a retomarse como reacción a la miniserie que en Rusia tachan de mentirosa.
Comienza la excursión
A las 7.20 del viernes 3 de mayo de junio nos reunimos las ocho personas que integraríamos el grupo (cuatro polacos, dos españoles y dos argentinos) con nuestro guía, Sasha, y la traductora, Alona. El tour costó unos 120 euros y duraría cerca de diez horas, incluyendo las de viaje. El punto de encuentro, pasaportes en mano y con la certeza de haber llenado con obsesivo detalle un formulario con nuestros datos, fue en las inmediaciones de la Estación Central de Kiev. Nos esperaban 135 kilómetros hasta destino. Dos horas con muchas incógnitas de lo que nos aguardaba, a pesar del video introductorio que proyectaron dentro de la van.
En el pueblo de Novi Petrivtsi paramos para ir al baño y comprar lo que fuere en el maxikiosco de la estación de servicio. La calidad de esa proveeduría y su moderno diseño –inesperado en medio de una ruta junto a una aldea- fue el primer indicio de lo que produce el turismo.
En el primer anillo de la zona de exclusión (también llamada zona de alienación, zona muerta… o directamente "la zona"), que opera a 30 kilómetros a la redonda de Chernobyl, funcionarios con equipo militar, a quienes nos advirtieron una y otra vez que no fotografiáramos, tendrían que revisar nuestros datos y vincular tales referencias a través del código QR ya inscripto en los papeles con un pen drive que no podíamos dejar de colgarnos al cuello.
La espera fue larga. Reanudamos la marcha y llegamos a la entrada a la ciudad de Chernobyl, donde perdura un muro de bienvenida. Lo repintan cada tanto para que luzca tal cual era antes de la catástrofe. La hoz y el martillo se destacan en un relieve en el que se dibuja una planta industrial. ¿Acaso la central nuclear?
Chernobyl no es la ciudad más cercana al reactor de la tragedia. Está a 17 kilómetros. Pero es la cabecera de un municipio del mismo nombre. Por eso al complejo accidentado se lo ubica en Chernobyl.
En ese lugar hay expresiones que recuerdan lo ocurrido, como una superficie que marca los pueblos y aldeas de la región y un sendero muy verde con una larga fila con los nombres de esos sitios, todos afectados por la radiactividad.
Entre muchas casas abandonadas y una vegetación exuberante, viven algunas personas que trabajan como "limpiadores" de residuos tóxicos y los pocos que, a despecho del riesgo, regresaron a ocupar sus viviendas. Se calculan unos pocos cientos de personas. Antes vivían allí 14 mil. Todos fueron evacuados un día después de la explosión, es decir el 27 de abril de 1986.
En algunas edificaciones se lee "el dueño de esta casa vive aquí". Una proveeduría vende lo necesario a residentes y turistas. Cerca, en el río Prípiat, yacen barcazas abandonadas. Sus aguas están contaminadas con radioisótopos y la concentración de cesio-137 (que se produce principalmente por fisión nuclear) en sus sedimentos, sigue incrementándose.
Pero, entonces, ¿es seguro?
Antes de entrar a la zona de exclusión de Chernóbil es inevitable plantearse cuán peligrosa puede resultar esa visita. Hay quienes sostienen que la contaminación radiactiva en los territorios cercanos a la planta durará más de 300.000 años. Claramente no es un dato que tranquilice.
Las referencias a enfermedades que aparecen mucho después o los consejos de tirar toda la ropa e incluso máquinas de fotos –se comenta que los metales acumulan más radiactividad– aparecen cuando alguien dice que irá a Chernóbil.
Las agencias que promocionan tales viajes informan que no hay peligro si se siguen algunas instrucciones como no salirse del recorrido marcado por el guía, vestir mangas y pantalones largos, usar medias y zapatos cerrados y, sobre todo, no tocar nada, especialmente si se trata de metales.
El hecho de que las autoridades permitan estas visitas desde hace ya ocho años supone, por mera lógica, que no son riesgosas. Pero… ¿cómo estar seguro?
Los especialistas sostienen que en el peor de los casos se puede recibir una dosis ambiental de aproximadamente 10 micro Sievert (unidad que mide la radiación) por hora, aunque la mayoría afirma que la radiación durante la estancia en los alrededores de la Planta se suele situar entre 5 y 7. Una dosis insignificante si tenemos en cuenta que una simple radiografía de tórax supone estar expuesto a entre 80 y 100 micro Sievert.
En un viaje de 12 horas en avión, como puede resultar venir de Europa a la Argentina, se recibe aproximadamente una dosis de 60 uSv (micro Sievert).
Estos índices están respaldados por el monitoreo que realiza Safecast, organización internacional dedicada a recopilar y compartir información sobre radiación ambiental nacida inmediatamente después de la fusión de la planta de energía nuclear de Fukushima tras el terremoto que sacudió a Japón en 2011.
Los visitantes no andan por las zonas más contaminadas, como el llamado Bosque Rojo, y no se acercan al reactor 4 a menos de varios cientos de metros.
Hay que tener cuidado con las estructuras edilicias ya que algunas tienen partes colapsadas. Se trata de una ciudad abandonada hace más de 30 años. Hay vidrios, hierros, cables y mampostería con riesgo de caerse.ß
El enemigo invisible
La ciudad de Prípiat se construyó para los trabajadores de la Central Nuclear, situada apenas a 3 kilómetros (hoy, la zona más rigurosa de exclusión se establece a 10 kilómetros de la Planta). En una región templada y con un suelo muy fértil la ciudad se convirtió en uno de los sitios más acogedores de la Unión Soviética. Tenía estación de tren, autopistas, hospital, clubes deportivos, escuelas, centros culturales y hasta parque de diversiones. Unas 45 mil almas la poblaban.
La Central Nuclear Vladimir Lenin sólo traía bienestar: Átomos para la paz; calor en cada hogar. A fines de abril ya los huertos eran la principal ocupación de las familias. La naturaleza se mostraba pródiga y prometedora de formidables cultivos.
El 26 de abril por la mañana se supo de un incendio en el reactor 4. La gran mayoría seguía con sus cosas. Ya se ocuparían los especialistas. A las 2 de la tarde el Ayuntamiento dio a conocer un comunicado a los camaradas pobladores en el que se expresaba la necesidad de evacuar temporalmente. Cada bloque de pisos tendría un autobús a su disposición, supervisado por personal militar y representantes del comité ejecutivo del Partido. Les dijeron que llevaran consigo los documentos. Era por muy poco tiempo. Los colectivos formaban una fila de 20 kilómetros. Jamás volvieron. En menos de tres horas la ciudad se vació, y así continúa.
Después de esta ciudad siguieron evacuando aldeas y poblados a menos de 30 kilómetros del epicentro de la catástrofe. Los trabajos de descontaminación se hicieron en 1840 asentamientos.
Muchos no querían abandonar sus casas, donde estaba todo lo que poseían. No entendían por qué tenían que irse. Las autoridades minimizaban el tema. El presidente Mijail Gorbachov, que supo desde un primer momento que las emisiones nucleares equivalían a 500 veces la bomba de Hiroshima, no alteró su ritmo y sólo días después hizo una referencia al hecho por televisión, minimizando el accidente.
Entonces… ¿por qué había que abandonarlo todo?. Otra circunstancia era igualmente fuerte a la hora de resistir la evacuación: no había enemigo visible y todo parecía florecer. Nada malo se mostraba a los ojos de los inocentes pobladores. En las guerras hay un enemigo, suenan bombas y tiros… las víctimas se ven. La radiactividad no necesita de nada de eso para matar… y puede hacerlo muchos años después. Que todo estaba envenenado era algo que nadie podía entender ni asumir.
La jungla se tragó una ciudad
La primera dificultad que tenemos al caminar por Prípiat es comprender que en medio de esa jungla hay edificios, avenidas, plazas, monumentos, clubes, escuelas, cines, supermercados, hospitales… Nuestro guía nos muestra fotos de antes de la catástrofe tomadas en el mismo lugar en el que nos detenemos. Dudamos de que sea cierto. Nos vamos convenciendo de a poco, mirando los detalles.
La mayoría de los espacios interiores, tanto de las viviendas particulares como de los edificios públicos, ya no tienen nada en su interior. Fueron saqueados o bien sus dueños volvieron subrepticiamente a llevarse lo que era suyo, diseminando de este modo la radiactividad a lugares que no habían sido contaminados.
Lo poco que queda dispara nuestra imaginación. Un piano en un quinto piso, donde el suelo de madera cruje bajo nuestros pies y dispara el grave sonido de una de sus cuerdas. Un colegio donde todavía quedan pizarrones. Un centro deportivo con un potro para gimnasia artística. Los sanitarios en los baños. Las gradas de un estadio que miran a lo que hoy es un bosque y antes una cancha de fútbol.
La ausencia de seres humanos generó la proliferación de animales silvestres. Zorros, lobos y perros son una presencia notable en las inmediaciones. Los insectos abundan. Se habla mucho de los efectos que la radiactividad ha tenido sobre ellos y las plantas, aunque poco es apreciable a simple vista.
El espacio que nos convoca a muchas reflexiones es el parque de diversiones. Los autitos chocadores, la vuelta al mundo… Es difícil no evocar las risas de tantos chicos que desde el 27 de abril de 1986 ya no pudieron disfrutarlo.
Un cadáver que respira
Sarcófago. Así llaman al escudo que contiene el núcleo del reactor 4. Al que se hizo en 1986 para que dure 30 años y al que se construyó hace menos de tres años a un costo de 1500 millones de euros financiado por el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo y el aporte de 28 países. Lo concretó la empresa francesa Novarka.
Tiene 110 metros de alto, 150 de ancho, 256 de largo y pesa más de 30.000 toneladas. Fue hecho a 180 metros del reactor y transportado por rieles hasta el sitio que hoy ocupa.
Es curioso que lo llamen sarcófago, pues no contiene cadáver alguno. Lo que hay ahí dentro está muy vivo. Tanto que, sostienen muchos, permanecerá activo hasta dentro de 300.000.
Unas 600.000 personas, entre militares, científicos, bomberos, médicos, enfermeras, técnicos y de otros oficios trabajaron luego de la catástrofe en la limpieza de los residuos radiactivos diseminados por la explosión del reactor Número 4. Muchos fueron voluntarios. Y no pocos sabían que morirían. El Estado los consideró héroes y hubo generosidad en las condecoraciones, aunque hay múltiples testimonios de quienes reprochan haber sido abandonados.
¿Fueron ignorantes de aquello a lo que se exponían? ¿Estuvieron presionados por el Estado para no ser humillados señalándoselos como cobardes? ¿Influyó el temperamento eslavo estoico, que antepone los intereses patrióticos sobre los individuales? No son preguntas inusuales. Pero el monumento a quienes ofrendaron sus vidas, en esa zona, está ausente de estas intrigas. Y está bien que así sea.
La nueva amenaza: el turismo
Los turistas que llegan a Chernobyl deben someterse a detecciones de contaminación radiactiva. Hay que pasar por scanners que la miden tanto cuando se ingresa al restaurante destinado a los empleados de la Planta (hoy totalmente inactiva desde que en 2000 desactivó el último reactor) como cuando se abandona la zona de exclusión. No se produjo detección de radiactividad más alto de lo normal, al menos en el tiempo que estuvimos ahí.
Pero hay otra contaminación que sería atinado comenzar a controlar, sobre todo ahora que se supone que la serie sobre Chernobyl disparará la llegada de turistas. Se trata de la banalización de la tragedia.
A metros de la frontera de exclusión un puesto disfrazado de oficina de información en realidad es una tienda de suvenires: remeras con el símbolo de la radiactividad y la inscripción Chernobyl, o con una calavera que dice peligro, trajes que simulan protectores, máscaras y demás amenities.
Existen tentaciones que deberían apartarse definitivamente. Fotos sueltas pero alineadas en el pasillo de una escuela, una muñeca en el alféizar de una ventana del tercer piso de un edificio en ruinas perfectamente visible desde el exterior, el cuadrito de un abuelo, una máscara antigás apoyada sobre una pequeña silla de un jardín… Todo eso 33 años después.
No hay necesidad de dramatizar la escena. Ya lo que hay, una gran ciudad abandonada, no necesita maquillarse. El boom turístico que se avecina puede alentar esas falsedades.
La tragedia pasada y la latente tampoco amaina la estupidez de quienes se sacan selfies en poses estrafalarias, simulan acciones de la vida cotidiana en medio de la devastación, tocan todo, se suben a los autitos chocadores y si pueden se llevan algún recuerdo.
El turismo genera recursos. Y también depreda. Chernobyl encendió una nueva manera de mirar al mundo y sus habitantes. Los científicos idolatrados se convirtieron repentinamente en demonios. El Estado protector en encubridor de una mentira. La racionalidad en fatalismo. La condición humana en un misterio.