VARSOVIA. -En un día soleado y algo fresco de fines de abril, camino por la que alguna vez se llamó avenida Adolfo Hitler. No se trata, por cierto, de una alucinación: hace poco menos de 80 años, el ejército nazi ingresaba triunfante a esta ciudad varias veces bombardeada, y comenzaba de ese modo la inconcebible saga de horror, muerte y destrucción que acabó con la vida de millones en el Viejo Continente. Hitler, que se paseó sonriente y vitoreado por multitudes en esta misma calle que ha vuelto a llamarse Jerosolimska, empezó aquí su enloquecida batalla por liberar a Europa de la "peste judía". Y sus planes abarcaban pulverizar poco más tarde a los eslavos, otros integrantes de las "razas inferiores", en las que, por cierto, estaban incluidos los habitantes de este país, que luego del nazismo vivieron medio siglo bajo el comunismo y sólo en 1989 recuperaron autonomía y un sistema democrático. Aquí, en Varsovia, comenzará el periplo de una semana por las huellas que el horror nazi dejó en Polonia. Un horror muchas veces silenciado y hasta escondido, pero que aún podrá verse para quienes tengan coraje e interés por descender a las catacumbas de la condición humana.
Treblinka, Majdanek, Auschwitz-Birkenau, repaso mientras recorro esa ancha avenida arbolada y algo gris en la que conviven locales de marcas internacionales de comida rápida con monumentos de la Polonia stalinista, no son sólo los conocidos nombres de campos de exterminio, en los que cientos de miles de seres humanos (la mayoría de ellos judíos) fue brutalmente torturado, asesinado y reducido a cenizas, son las muestras concretas de cuan bajo puede caer el ser humano. La magnitud de la perversión y la maldad, pero también recónditas sedes de solidaridad, dignidad y heroísmo aún en circunstancias inimaginables de deterioro y sufrimiento. Se transforman, además, en monumentos de severa e ineludible advertencia, ante el crecimiento de la ultraderecha violenta y racistas en distintos puntos del planeta.
Intelectual valiente
Frente a la entrada del Museo Judío Polin, que repasa los mil años de vida judía en Polonia, se erige un monumento verde y llamativo a Jan Karski, el intelectual polaco que advirtió-sin éxito-a las grandes potencias aliadas sobre las condiciones infrahumanas en las que vivían los judíos en el ghetto de Varsovia y las atrocidades en los campos de concentración. Su imagen en la estatua, cruzado de piernas y en pose pensativa, remite a una vida de valentía casi olvidada: en 1942, este escritor y pensador se sumó a la resistencia polaca contra el nazismo y luego de ingresar al ghetto y el campo de exterminio de Belzec decidió contar lo que había visto: con pruebas y microfilms, fue a Gran Bretaña, y en 1943 llegó hasta el presidente norteamericano Franklin Roosvelt. Nadie le creyó del todo. "Era fácil para los nazis matar judíos, porque lo hicieron. Los Aliados consideraron imposible y demasiado costoso acudir en rescate de los judíos, porque no lo hicieron", escribió Karski a mediados de la década del noventa, cuando ya el mundo lo había reconocido como el hombre que quiso, sin éxito, parar el exterminio. Me voy de ese lugar con una mezcla de orgullo y desencanto: el primero, por conocer detalles de un hombre que lo arriesgó todo para salvar a sus semejantes. El segundo, para corroborar que la indiferencia ante el horror era-y sigue siendo-moneda corriente.
El muro de la vergüenza
"Este viaje hay que hacerlo con los ojos cerrados. Vamos a llenar la nada", nos dice Mario Sinay, historiador del museo del Holocausto Yad Va Shem de Jerusalem y guía de la delegación argentina del programa Marcha por la Vida. Es que en Varsovia, entendí después, los pocos ladrillos y monumentos que quedaron en pie luego de los cuatro bombardeos nos transmiten un mensaje al oído: no olvidar, parecen decirnos las paredes y los espacios dónde transcurrieron los momentos finales de miles de existencias.
Llegamos a una pared de ladrillos marrones, no muy alta, a la que se accede entrando en una especie de condominio algo descuidado. Es la pared de lo que alguna vez fuera el ghetto de Varsovia, en el que los nazis confinaron a 450.000 judíos como paso previo a sus deportaciones a los campos de concentración. Hoy, los turistas y visitantes dejan flores y se sacan fotos frente a la muralla, que en realidad abarcaba 18 kilómetros, en los que el hacinamiento, el hambre, el tifus, y sobre todo separación y aislamiento de la sociedad eran los padecimientos que se repetían. "El hambre destruye a los hambrientos y una mañana tras otra se ven cadáveres de ancianos con el rostro azul y los puños apretados yaciendo sobre la nieve. Cada día hay más "Soñadores de pan". Mis sueños de libertad se marchitan", escribió en su diario, no muy lejos de aquí, Mary Berg, que pasó su adolescencia dentro de las paredes del ghetto y sobrevivió para hacer conocer sus padecimientos hacia el final de la guerra.
De Varsovia me voy con tristeza, pero también con la emoción de pasar por Mila 18, en la que alguna vez vivió Mordejai Anilevich, el líder de los 600 jóvenes judíos que decidieron no aceptar la muerte dentro del ghetto y decidieron llevar adelante la rebelión armada contra el ejército nazi. Fue la más famosa de las 72 rebeliones en los ghettos, más allá del éxito final que no llegó en ninguno de los casos.
Piedras que gritan
El bus, cómodo y confortable, tarda poco más de una hora en llegar desde Varsovia a Treblinka, cruzando el río Varta que alguna vez estuvo dominado por los rusos. La comparación es terrible: cerca de 870.000 seres humanos llegaban, hacinados y después de un día y media de viaje en tren, desde la capital polaca hacia este campo, en el que encontraban la muerte en un promedio de dos horas.
De aquel campo de muerte en el que todo estaba preparado para engañar y asesinar, hoy sólo queda un bosque florecido en el que sobresale un monumento atípico: 17.000 piedras de distintos tamaños, que simbolizan la cantidad de judíos asesinados en un solo día de 1942, cuando llegaron tres trenes desde Varsovia y otros lugares de la Polonia ocupada. "Vinimos a recordar, a aprender. Siento dolor, angustia, tristeza y una impotencia que me recorre el cuerpo", me dice Gabriel, que junto a su padre José llegó para conocer el destino último de sus familiares, conmovido por la imponente imagen de las piedras, todas diferentes y tan importante una como las miles de restantes.
Una montaña de cenizas
Tres horas de viaje más nos depositan en Lublin, una ciudad que fue la cuna de escritores como el Nobel Isaac Bashevis Singer, dónde la vida judía floreció durante siglos y dónde de los 42.000 judíos que había hasta 1939 hoy hay solo recuerdos. ¿Todo desapareció? Mi respuesta llega al llegar al cementerio judío, frente a un cementerio católico ordenado y cuidado, lleno de matorrales y sin tumbas a la vista. "Usaron las lápidas para asfaltar el camino principal de Majdanek", cuenta Sinay sin sonreír.
A seis kilómetros de la ciudad, casi a la vista de todos, se ven los alambres de púa, las barracas, los puestos de vigilancia. Es, precisamente, Majdanek, el campo de concentración que el Ejército Rojo liberó en julio de 1944, y que está casi como entonces, en cumplimiento de una ley del gobierno polaco que impide modificarlo. Nacido como un campo de prisioneros soviéticos (está ubicado a una hora de auto de Ucrania), Majdanek fue de manera alternativa sede de muerte de disidentes polacos, de presos rusos, y un campo de concentración de judíos. Pasamos por una casona bien pintada, pero alejada de las barracas. Allí vivía Otto Koch, el comandante de Majdanek, y su esposa Ilse, quienes están en el podio de las bestialidades nazis: coleccionaban cráneos y tatuajes que hacían extraer de los cuerpos de los prisioneros.
En Majdanek puedo recorrer el mismo camino que cada víctima. Una vez caminado el sendero, sometido a la "selección" que dividía a quienes podían trabajar (16 a 40 años) de ancianos, niños y mujeres y hombres mayores, quienes terminaban su vida en las cámaras de gas. Eran pequeñas, con el techo bajo, y entrar a ellas produce tal claustrofobia que nadie se queda mucho tiempo allí. Los hornos crematorios, ubicados bien cerca, completaban la tarea.
"El horizonte aquí era llegar vivo a la noche siguiente", explica Sinay. En una barraca, miro los 180.000 pares de zapatos apiñados detrás de alambres. Llenan la habitación de madera, y uno no puede menos que individualizar alguno, y pensar en su dueño. Y en su final. Hacia el final de la recorrida, llega la sorpresa que nos conmociona: siete toneladas de cenizas y huesos se yerguen dentro de una inmensa campana, testimonio mudo de la crueldad sin límites.
Mundo Auschwitz
"Es importante ver con los propios ojos para poder aprender", me dice la embajadora argentina en Polonia, Ana María Ramírez, que llegó junto a la delegación para recorrer el campo de concentración emblema del Holocausto. Convertido en museo, el campo en el que murieron 1.100.000 personas muestra la sofisticación del sistema de asesinatos masivos, que llegó su clímax con las deportaciones de judíos húngaros, que organizara Adolf Eichman, aquel funcionario nazi que implementó la "Solución Final" para aniquilar a la judería europea, y que viviera más de una década hasta ser encontrado en Argentina.
Hay allí algunas salas que impresionan: las montañas de pelo, de anteojos, de vajillas, de cepillos de pelo y dientes, de valijas con nombres y apellidos escritos prolijamente en los lomos. "Nadie pensaba que aquí moriría, llegaban engañados", dice Sinay, que se opone ferozmente y con pruebas a las tesis que comparaban a los judíos como "ganado llevado al matadero" de manera sumisa y sin luchar.
Comienza entonces la marcha simbólica, en el día del Holocausto, el recorrido de los tres kilómetros que separan a Auschwitz de Birkenau, otra "sede" del horror que pertenecía al mismo complejo, y dónde sí resiste (a duras penas, con poca inversión del gobierno polaco) la escenografía común a los otros campos de muerte. Muchas de las viejas barracas están apuntaladas por maderas, y el riesgo de que pronto dejen de estar en pie es conocido, no sólo por el gobierno de Polonia, sino también de otros países como los Estados Unidos, la UE e Israel.
"Vine en el 95, entonces marchaba por mis abuelos, hoy marcho por mis hijos", me dice Gastón Scolnik, un cuarentón argentino con muchas canas y la emoción compartida por casi once mil adolescentes y adultos de 28 países, todos caminando entre abrazos, cantos y sobre todo silencio.
El acto conmemorativo que sigue a la marcha, en Birkenau, es sobrio, lejos del contrapunto del año pasado entre el presidente de Israel, Reubén Rivlin, y su par de Polonia, Andrzej Duda, en torno a la responsabilidad de Polonia en el Holocausto. Para el israelí, hubo "cooperación", para el polaco, "fuimos víctimas de la ocupación nazi". Se reiteran, eso sí, los mensajes de advertencia por el antisemitismo que crece en buena parte del continente que prohijó al Tercer Reich, o que no hizo lo suficiente para frenarlo a tiempo.
La infancia que no fue
Zbylitowska Gora es una localidad de nombre casi impronunciable, un lugar bucólico y algo misterioso en la que el horror llegó a su límite. Allí, en medio de un bosque frondoso, los nazis mataron y enterraron en fosas comunes a más de 800 niños judíos de la localidad de Tarnow. Los niños, menores de 8 años, habían quedado en un orfanato, sometidos a las peores condiciones, luego de que los nazis masacraran, en 1942, a la mayoría de los habitantes judíos adultos y a más de 2000 polacos católicos de esa ciudad. La solución fue bestial, y lo que hoy puede verse es una gran extensión de tierra, en la que la gente deposita flores, velas, algún osito de peluche y cartas para homenajear la memoria de esos chicos sin infancia. Llueve en el bosque, y nos encontramos con una delegación del ejército israelí que llega para homenajear a los fallecidos. El cantor del ejército, Shai Abramson, entona las estrofas de El Malé Rajamim, la oración por los muertos, mientras la llovizna no cesa. "La Shoá fue el precio que pagamos por no tener un Estado. Y hoy, en Israel, pagamos día a día el precio de tenerlo", nos dice con voz muy baja un alto oficial de la Armada israelí que pide que no haya fotos ni imágenes de su visita. Los jóvenes soldados y soldadas se encargan de la ceremonia, y se van tan rápidamente como llegaron al lugar.
Héroes y tumbas
Los nazis entran a Bendzin el 4 de septiembre de 1939, es decir, el cuarto día de la guerra. El 8, la gran sinagoga de esa pequeña localidad del sur polaco fue quemada mientras centenares de feligreses rezaban allí, antes de verse invadidos por las llamas. Hoy, en ese lugar hay sólo pasto y una placa, a doscientos metros de la Iglesia hacia dónde unos pocos sobreviviente se dirigieron para implorar ayuda. El cura Zbatzky hizo algo inusual: les abrió la puerta y los salvó de la muerte, aunque la osadía pudo haberle costado su propia vida.
No dejo de admirarme por el gesto de Zbatzky cuando llegamos a la última parada del viaje: Plasow, dónde se ubica la fábrica de Oscar Schindler, el empresario nazi que salvó a más de 1100 judíos y que Steven Spielberg inmortalizó en su película La Lista de Schindler. Repaso, en la puerta de la fábrica, los rostros de varios centenares de los sobrevivientes, tocados por la varita mágica de la suerte y a la vez dotados de una fuerza espiritual envidiable. ¿ Por qué ellos sí y otros miles, millones, no?
Pienso, a pesar del horror, la muerte y la destrucción, que Zbatzky y Schindler (más allá de las críticas que se le hicieron al conocerse su historia) fueron potentes ejemplos de seres "humanos" en un mundo que había perdido la humanidad. Y que recordarlos es, precisamente, abogar por un mundo en el que estas masacres pasen a ser, algún día, tan solo un sentido y doloroso murmullo de la historia.