Transiberiano: un tren legendario en el corazón de Rusia
Faltaban cinco minutos para que partiera el tren hacia Ulán-Udé y no sabíamos ni de qué andén salía. Las estaciones rusas siempre son gigantescas y tienen varios andenes, y la de Irkutsk, esa remota ciudad de Siberia 5200 kilómetros al este de Moscú, no era la excepción.
Agitando los pasajes encaramos a un policía. El uniformado nos indicó el tren y reanudamos nuestra marcha precipitada. Desembocamos así en un andén de por lo menos 200 metros de largo pensando que si nos equivocábamos... terminaríamos en Pekín.
Pero ahí estaba el 004, que nos llevaría a la exótica República de Buriatia, en plena Siberia oriental y dentro del territorio de Rusia. Solo faltaba encontrar el vagón. En los trenes rusos de larga distancia uno no se sube en cualquier parte y después ubica su vagón; el pasajero se sube estrictamente donde le corresponde. En cada coche un guarda controla minuciosamente pasajes y documentos.
Por supuesto, nuestro coche era el último. Al pie de la escalerilla, estaba Tatiana, con su uniforme y birrete, sonriendo por nuestro ajetreo y ante las frases que farfullábamos en un ruso poco pulido.
La aventura hacia Ulán-Udé había empezado. Ahí estábamos, con mi amiga Isabel, a bordo del mítico Transiberiano. Una fría y radiante mañana de primavera en Irkutsk, con temperaturas rondando los cero grados , teníamos un trayecto de siete horas por delante, buena parte del cual bordearíamos el sur el lago Baikal, el más profundo del planeta.
Rumbo a lo desconocido
Nuestro camarote para cuatro pasajeros estaba increíblemente desordenado y los ronquidos de los dos ocupantes de las literas superiores se escuchaban desde el pasillo. La mesita compartida desbordaba de botellas y restos de comida, con sandalias y ropas colgados por aquí y por allá. La excitación por estar en el Transiberiano y rumbo a un lugar tan poco conocido como Buriatia diluía toda molestia. Luego supimos que nuestros compañeros de camarote eran dos adolescentes que venían de un foro de estudiantes en Novosibirsk y hacía 48 horas que estaban a bordo, lo que explicaba el desorden.
Ya con el tren en movimiento, Tatiana empezó su ronda. Uniforme impecable y cara de mal dormida nos presentó su oferta de café, té y golosinas. Cedimos ante los vasos altos de té negro, con su base metálica de filigrana, que son marca registrada de los trenes rusos. A 33 rublos cada té (alrededor de medio dólar) no estábamos contribuyendo mucho al presupuesto de Tatiana así que la mujer insistía en vendernos algo más, como los suvenires de la empresa ferroviaria que también llevaba en su caja. Con esas pequeñas ventas los guardas se hacen unos rublos extra en sus interminables jornadas a bordo.
Tatiana tenía especial curiosidad por sus dos pasajeras extranjeras. Y, al poco rato, apareció nuevamente, esta vez con el libro de pasajeros para que le escribiéramos una dedicatoria ya que habíamos llegado de ¡tan lejos!
Ríos congelados
Apenas abandonamos Irkutsk y se impuso el campo abierto, la nieve apareció amontonada a los costados de las vías. Relucía de blancura bajo ese sol brillante. Uno entiende realmente lo que es Siberia cuando ve los ríos congelados en plena primavera y esas extensiones níveas inconmensurables que en días nublados se funden con el cielo y no permiten distinguir el horizonte. Pastos quemados por el frío, árboles canosos de nieve -dobladas sus ramas por el peso-, todo en una monocromía que se prolonga casi angustiosamente.
Desde Irkutsk, la traza ferroviaria tuerce hacia el sudeste, luego bordea el lago Baikal por el sur y recupera su rumbo norte pocos kilómetros antes de llegar a Ulan-Udé, capital de Buriatia. Esta república -una de las 21 que integran la Federación de Rusia- tiene una etnia e idioma propios y es el centro del budismo ruso.
Su población, los buriatos, son de origen mongol y la mayor riqueza que tiene su república es el Baikal, su límite occidental. El lago aporta algo más que lindas vistas para el turismo: es una de las grandes reservas de agua dulce del planeta. Contiene el 20 por ciento del agua potable del mundo, lo que volverá estratégica a la región en pocas décadas.
Nuestra gran expectativa de este viaje en el Transiberiano era ver el Baikal desde el tren y congelado. Luego de un rato, salí al pasillo del vagón y una mujer canosa y de ojos claros, ante mi evidente aspecto de extranjera, me avisó que pronto aparecería el lago. Ante el alerta nos pegamos a la ventanilla.
De pronto, como un flash, apareció entre dos lomas y la breve visión nos silenció. Un avistaje de un segundo al que seguirían casi cuatro horas de espectáculo continuo. La visión impresionaba. Hasta donde daba la vista estaba congelado, interrumpido solo por el azul del cielo cuando se abrían las nubes.
¿Con qué se lo puede comparar? Quizás con un salar. O con un extraño desierto de hielo. Kilómetros de una inconmensurable superficie blanca donde solo el viento tiene la potestad de quebrar el silencio.
Gran soledad
Lo que sorprende del Baikal es eso, que se congele. Más aún, que su superficie plana en partes se vuelva rugosa, encrespada y hasta se atreva a mostrar un increíble oleaje congelado. La blancura infinita del Baikal y de tanta nieve a su alrededor transmiten también la soledad de las grandes extensiones rusas.
Los trenes son el sistema nervioso de este gigantesco país. El Transiberiano más que un tren es una enorme red ferroviaria que toma ese nombre precisamente porque atraviesa el gigantesco territorio de Siberia. Nació de la idea visionaria del zar Alejandro III, que vio en el ferrocarril la mejor opción para integrar Siberia a la Rusia europea. Buscaba aprovechar los enormes recursos naturales del subsuelo siberiano, desarrollar económicamente la región y poblarla para evitar tentaciones territoriales de chinos o japoneses.
Su traza atraviesa el país de oeste a este en un increíble viaje de 9300 kilómetros que culmina un poco más allá de Vladivostok, en la parte más oriental de Siberia y frente al mar de Japón. Tiene dos ramales, el Transmanchuriano, que termina en Pekín, y el Transmongol, en Ulán Bator, capital de Mongolia.
La construcción del Transiberiano fue una epopeya. Se prolongó durante 13 años y para concretarla se requirió de miles de obreros en un territorio básicamente vacío, con la complejidad que significaba alimentar a esa masa de gente diariamente y darle barracas para dormir.
Como en los dibujos animados
Se pusieron 7000 kilómetros de vías y 12 millones de durmientes, se construyeron 100 kilómetros de puentes y túneles y se movieron 100 millones de metros cúbicos de tierra. Las vías se construyeron para soportar las peores condiciones climáticas del planeta fuera de la Antártida, y atravesaban tres de los ríos más grandes del Asia Central: el Ob, el Yenisei y el Amur, con puentes que eran un alarde de ingeniería para la época.
Actualmente, une 87 ciudades y pueblos, además de atravesar diez husos horarios: casi medio planeta.
Imposible habituarse a la visión de este gigante congelado. Uno se queda estático ante la ventanilla, fijos los ojos en la superficie inmóvil.
El tren sigue a su ritmo y de pronto, como el Jesús bíblico, un hombre aparece caminando sobre la extensión helada. Busca un buen lugar para hacer un hoyo y pescar el alimento del día. Después de todo, parece que aquella lejana imagen de la infancia no pertenecía solo al mundo de los dibujos animados.
El hielo del Baikal en el invierno tiene más de un metro de espesor así que soporta no solo el peso de un hombre, sino de vehículos, incluidos camiones. Y lo habitual durante varios meses al año es hacer el recorrido entre Irkutsk y la vecina Buriatia cruzando por el lago congelado. El espejo de hielo se transforma así en una sólida carretera blancoazulada de poco más de 40 kilómetros que, más allá del exotismo para los turistas, sirve a los pobladores para acortar la distancia entre las dos orillas en más de 200 kilómetros. El Baikal mide 600 kilómetros de largo, pero su anchura en el sur ronda los 40 kilómetros.
Cuando dejamos de ver el Baikal sabemos que ya estamos en Buriatia y en el tramo final de este viaje de casi 500 kilómetros por Siberia. En la última media hora vi con desilusión cómo el tiempo empeora y cómo recrudece la tormenta 15 minutos antes de llegar a destino. El viento era tan fuerte que la nieve caía oblicuamente y la nevada era intensa.
Mi desazón era total. Estábamos a 17.800 kilómetros de Buenos Aires, posiblemente sería la única vez que visitaríamos Ulán-Udé y la tormenta y el frío amenazaban con confinarnos en el hotel.
Era difícil al mal tiempo ponerle buena cara, pero lo intentamos.
El tren pitó su llegada, bajamos a otro de los inconmensurables andenes rusos y hasta el verde petróleo de la formación se integró al gris del paisaje. Por supuesto, seguía nevando. Nos sacamos las fotos de rigor, emponchadas hasta las narices, y corrimos hacia una escalera altísima que llevaba a un cruce cubierto de las vías. Cinco minutos más tarde pisábamos la calle bajo un sol radiante. Como por arte de magia, la tormenta había cesado.
¡Buen augurio! Buriatia nos recibía con un sol que no lograba hacer subir el termómetro, pero al menos no nevaba