Un recorrido hasta los tres poblados salteños unidos por cerros de minerales, ranchos de adobe y senderos aptos para ir caminando, mochila al hombro, bajo la mirada de los cóndores.
“Mi viejo solía decirme: nunca en la montaña digas que te cansaste; la montaña tiene energías positivas que debes absorber”. Es la sentencia recurrente de la guía colla Donata López cuando, al segundo día de caminata bajo el sol intenso, los cerros parecen aplastarnos. Aunque estemos a más de tres mil metros, no es el efecto puna esa sensación que invade de pronto, que quita el aire de los pulmones y comprime la cabeza. Esto es cansancio, calor y sed, y la concentración en el andar que se desvanece y nos hace frenar.
Un par de días antes del trekking, Donata pasa por nuestro hotel para decirnos que para el trekking entre Iruya, San Juan y San Isidro solo haría falta una mochila pequeña pero que cargara al menos litro y medio de agua, protector solar, camisa de manga larga y gorro, una muda, algo de abrigo para la noche –gorro y guantes de lana–, una linterna y lo necesario para la higiene personal. Su descripción del trayecto fue breve y amigable. Nada complicado, si están acostumbrados a caminar.
El trekking es exigente, y a paso turista se caminan unas ocho horas durante la primera jornada, y otras seis la segunda. A paso iruyense, la mitad.
Pero la referencia a las energías de las montañas es fuerte, ellas son motivadoras. Como los son para los habitantes de las comunidades –además de San Juan y San Isidro, están Chiyayoc, Rodio, Matansillas de Valle Delgado y Rodeo Colorado– que en las cuestas atraviesan los puntos de malora, esos lugares respetados donde se les aparecen las representaciones energéticas positivas y negativas de los cerros: un cóndor, duendes o seres desconocidos. Para renovar la energía, dejan el acullico –la bola de hojas de coca mascada– pegado a la pared de roca. Donata lleva también una piedra de cuarzo amarillo con ojo de tigre atada al cuello que la cuida en su diaria de las malas energías.
HACIA LA PANTIPAMPA
El sendero que une Iruya con San Juan es utilizado por los lugareños y por algunos turistas, casi todos extranjeros, que contratan a guías como Donata para que los conduzca entre las montañas. Los locales caminan los cerros desde bien pequeños y podrían hacerlo a ciegas, pero el que no está acostumbrado a estos parajes puede desorientarse con facilidad. Desde Iruya partimos temprano, aunque no lo suficiente para evitar el sol del mediodía, que por aquí calienta tanto la piedra que parece partirla. “El iruyense arranca en esta época a las cinco y media de la mañana y se evita el calor”, anuncia Donata a medida que avanzamos por el lecho seco del río, antes de que comience la primera subida fuerte. Y enseguida aconseja coquear: “la coca hace que no tengas sed, que no te canses y que transpires poco”, dice. Así, con una bola de hojas de coca en la boca puesta entre la mejilla y la mandíbula que larga de a poco un juguito energizante, nos disponemos a trepar. También ayudan las hojas frescas, casi húmedas del palán palán, planta nativa de uso medicinal y en rituales, cuyas hojas frías colocamos en la frente, sujetadas por el gorro y que renovamos cada tanto.
La subida es pronunciada y el paso, corto y en zigzag. Iruya se divisa ya bien lejos al final de una quebrada llena de colores, donde la sinfonía mineral compite en intensidad con el matiz del cielo. Cuando el sendero se pega a la ladera vertical de la montaña, semejante mole da una sombra que se agradece. Dos horas y media más tarde llegamos a la cima, luego de la que nos aguarda una preciosa caminata recta por la Pantipampa, la planicie de las flores de panti que en febrero están en flor y tapizan todo el campo de color. 3.890 msnm, es la mayor altura que se alcanza durante el trekking. En medio de esta soledad, un rancho bien cerrado, con corral de piedra y gran cerco de alambre atrapa la atención. Más tarde sabremos que grupos de mochileros, suponiéndolos deshabitados, ocupan viviendas ajenas sin preguntar y toman cosas prestadas que no devuelven.
Los ranchos no están abandonados. Se usan en el verano cuando en esas zonas abundan los pastos más verdes. Cuenta Donata que, oriunda de Las Capillas, de chica migraba con su madre y siete hermanos de un puesto a otro, según donde estuviera el mejor alimento para los animales. Salían los viernes de la escuela y subían los siete a la montaña con alguna mercadería del pueblo, al rancho donde se había instalado la mamá con sus cabras, gatos, perros y gallinas. Muchos años pasaron así. Dice que aún es habitual que las mujeres decidan los traslados y que los hombres permanezcan con el ganado vacuno en otra zona, en la casa de base lejos de la mujer. Y todo lo hacen siempre caminando.
Hoy Donata recorre a pie parte de los cerros como integrante del Consejo Indígena Colla de Iruya, que lucha por el derecho aborigen y que la lleva de reunión en reunión por las distintas comunidades dispersas en la montaña. Su objetivo es trabajar la política social, educativa, y la obtención de los títulos comunitarios de todo el territorio de los pueblos collas, que por aquí ya consiguieron hace rato por ley.
También caminan los cerros los maestros. De San Juan a Iruya regresan los viernes de tarde, a pie; no lo hacen en burro porque, dicen, la alfalfa y el cuidado del animal son caros. Vuelven el domingo o el lunes de madrugada para llegar a tiempo a la clase.
No cruzamos un alma en el camino. Los miembros más jóvenes de las escasas familias que viven en San Juan bajan una vez al mes. Lo hacen el tercer viernes, cuando se reparten bolsones, cobran la jubilación de los abuelos y compran víveres en la feria de la plazoleta.
POR EL DESFILADERO
“Los condoritos nos han echado el ojo”, anuncia la guía cuando nos detenemos al final de la Pantipampa a descansar y a reponer energías con unos sándwiches que Donata extrae de su pequeñísima mochila, más agua helada saborizada con uña de gato, otra planta medicinal. En lo alto de la quebrada contigua a la pampita, un grupo de cóndores disfruta de las corrientes de aire.
A San Juan resta solo una hora y media de trayecto, “ahicito nomás se lo ve”, insiste la guía. Pero el puñado de casas y sus parcelas verdes que se distingue a lo lejos, recostado en la ladera de la montaña, parece no acercarse más. El camino desciende levemente al borde de un desfiladero; la charla se apaga y avanzamos con paso seguro, concentrados, sin quitar la vista de la magnética y profundísima garganta de colores. Los verdes, grises, rosados, anaranjados, rojos, azules y marrones se disputan el protagonismo en el paisaje.
Al final, unas pircas paralelas marcan lo que parece la entrada oficial a la comunidad de San Juan, cuyo centro dista al menos a otra hora de andar. Como sucede en varias comunidades, aquí sólo quedan los adultos. De los cien alumnos que asistían a la escuela hace 15 años, quedan doce. Las familias también son doce. Y el camino vehicular que se quería construir tampoco se concretó: mucho gasto para tan pequeña comunidad.
NOCHE EN EL RANCHO
Leonardo Herrera y Adela Baños tienen la piel oscura ajada por el clima y los años, ojos sinceros que sonríen chispeantes, un rancho de piedra y adobe en la antesala de San Juan, aislado en el esplendor de la montaña. Una gran huerta para autoconsumo, carne que se deshidrata al sol para charqui, chivos, perros, una radio que los conecta con otros mundos y un libro de huéspedes con frases que alaban su hospitalidad en francés, inglés y alemán.
A Leonardo le afecta la falta de lluvia, lo preocupa y se queja de la tormenta esperada que pasó sin caer. Para sus frutas, verduras y hortalizas tiene, sin embargo, un plan B: regada con agua de manantial que canaliza de lejos, su huerta es un vergel. Orgulloso, pasea a quienes llegan hasta allí e indica frutales, lechugas de distinto tipo y color, puerro, papa andina, ajo, cebolla, tomillo, manzanilla, orégano, apio, zanahoria, cedrón, acelga y morrones, todos de perfecta forma y color. Además, flores que decoran: rosa, itatí, amapola y conejito. Al invernadero lo saltea: le ha entrado mosca blanca que no logra combatir.
Con él, la charla se da fácil. Cuenta que cuatro de sus hijos viven en Iruya; dos son profesores de geografía, una es maestra y la otra, “mujer de Intendente”. Está acostumbrado a los turistas curiosos que se alojan en las dos habitaciones que construyó gracias al proyecto de Ecoturismo del BID Internacional, cuando se quedó con pocos animales, los hijos se fueron de casa y tuvo más tiempo libre. “Rústico pero limpio y cómodo”, dice que le dijeron. Entonces puso en las dos habitaciones piso cerámico, revoque color beige de cemento y arena en las paredes, buenas camas y abundantes frazadas. Además, un amplio baño completo para compartir.
Su casa de piedra tiene calefón solar, luz por paneles y cocina a gas que usan poco, porque las cacerolas y pava están ennegrecidas por la leña, que priorizan. Por la noche Adela prepara sobre los leños una deliciosa sopa de hortalizas y unas milanesitas de chivo, acompañadas con una ensalada de lechuga bien fresca que cosecharon de la huerta.
Su living abierto es una maravillosa platea a la quebrada, por donde corre un hilo fino de agua que en época de lluvias se transforma en un río caudaloso: éste complica el acceso al pueblo de San Juan y su gente lo atraviesa con el agua a la cintura.
VUELTA POR SAN ISIDRO
Primero hay que desandar en parte el camino recorrido. Hasta la Pantipampa, el sendero en reversa depara nuevas vistas y colores. Cabras y chivos disfrutan del precipicio sostenidos por sus hábiles pezuñas, y un burro en la planicie recuerda con su sonoro rebuzne que está enamorado. Nubes bajas filtran la intensidad del sol.Llegar a Tojra Abra desde la pampita demanda una hora, y luego una hora más a San Isidro. Desde lo alto, dispersos entre los cerros azulinos y terrazas de cultivo, se distinguen sus cinco barrios según estén alrededor de la iglesia o de un lado u otro del río Trihuasi. Abajo, en el patio de doña Eleuteria, dueña del Comedor Norte, aguardan tamales de maíz blanco y charqui, guiso de quinoa y mazamorra, y una siesta a la sombra.
Aunque a San Isidro llega el camino desde Iruya, entre mediados de diciembre y mayo el agua no lo permite: el río arrastra piedras, árboles, arena, barro y animales. Las provisiones llegan a pie, a lomo de burro o caballo. Es noviembre y el último tramo de ocho kilómetros de caminata lo cubrimos por el lecho seco del río San Isidro, que nos conduce hasta Iruya con una placentera sensación de haberlo logrado.
Si pensás viajar...
Hotel Iruya. San Martín 641. T: + 54 387 432- 0790.
Iruya Excursiones. Calle San Martín s/n frente a la policía. Iruya. C: + 54 9 387 402-5041 (Donata). C: +54 9 388 547- 5076 (Alcides).ninatika75@gmail.com. F: Iruya excursiones
Trekking de dos días y una noche. Incluye guía, comidas y alojamiento en San Juan. Mínimo dos personas. Todos los días en invierno; en verano, según las condiciones climáticas.
Programa opcional post trekking. En camioneta, visita a Colanzuli, Campo Carrera y Pueblo Viejo con pernocte y jornada de turismo comunitario en tareas de campo + visita a un taller de tejido + participación de una picada comunitaria que preparan las mujeres (oca frita, salteado de papa verde, charqui, empanadas de quinua, guiso de papa verde y charqui, alfajores de quinua con dulce de leche, mote amarillo con miel y canela, y otras delicias).