Viaje a la inmensidad del desierto de altura enmarcado por paisajes que parecen de otro planeta, cerros sagrados, casas de adobe y un olvidado ramal ferroviario, a 360 kilómetros de la capital provincial
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Alejada, alejadísima del mundo tal y como lo conocemos, la Puna es un territorio que parece de otro planeta. Hay quienes lo comparan con Marte, sobre todo en esta porción extrema del desierto de altura salteño. Tolar Grande es un rincón único, de parajes inhóspitos y un clima que, con su gran amplitud térmica, nos lleva a sentir y vivir las cuatro estaciones en un solo día.
Este rincón que acaricia los cuatro mil metros de altura anida en sus cerros, considerados sagrados, las antiguas creencias del pueblo coya, que celebra a la Pachamama y venera a los niños del Llullaillaco, reafirmando así su identidad cultural.
Pero Tolar es de este planeta aunque parezca de otro, porque la presencia minera y la influencia del ferrocarril se palpan a cada paso, en cada diálogo. Son los elementos que los acercan al resto del país, al resto del mundo, a pesar de que acá arriba, la vida transcurre a otra velocidad.
En la Puna, nuestro desierto, donde nunca llueve, donde el agua es un bien escaso, hay que esquivarle al soroche –o mal de altura– que permanece latente al pasar por esta región de belleza indómita en la que falta el oxígeno. Una región que, pese a sus adversidades, encandila tanto como el sol por estas latitudes.
No es fácil llegar a parajes como Tolar Grande, pero el esfuerzo vale la travesía. Y es justamente el trayecto, matizado por paisajes desolados y abrumadores, uno de leitmotiv del viaje.
Cerros suavemente ondulados, que por acción u omisión de la luz cambian de color y por los minerales que anidan en su interior se tiñen de ocres, rojos y amarillos. Cerros cónicos, piramidales, triangulares, cincelados por el ímpetu de los vientos, que dan forma a algunas de las montañas más altas de la cordillera de los Andes. Cerros sagrados, que en agosto, el mes de la Pachamama, se vuelven montañas de fe, cuando los pobladores suben al Cerro Sagrado, a un lado del pueblo, para hacer sus ofrendas, que se renuevan en noviembre, con el ascenso a la cumbre del Macón, otro de los cerros sagrados de la región.
La tola, un arbusto achaparrado, de esos rastreros, es una de las pocas especies vegetales que pueden sobrevivir en medio de las condiciones desérticas que imperan por estos pagos. Cuando se encuentra en grandes grupos, pasa a ser un tolar. En este gran tolar, un pueblo ferroviario enclavado en medio de paisajes que se asemejan a postales lunares, habitan unas doscientas personas que, al igual que la tola, resisten a la dureza del clima, la amplitud térmica propia del altiplano, la falta de agua y la sequedad.
El tren de cargas ya no pasa más, desde que en 2002 el ramal C14 dejó de cubrir el trayecto que recorría hasta Socompa, la frontera con Chile. Sus doscientas y tantas almas reconfiguraron su modo de vida al ritmo del turismo sustentable, como alternativa al paso del tiempo y del ferrocarril.
En este gran tolar, un pueblo ferroviario enclavado en medio de paisajes que se asemejan a postales lunares, habitan unas doscientas personas que, al igual que la tola, resisten a la dureza del clima, la amplitud térmica propia del altiplano
Para llegar desde la ciudad de Salta hay que recorrer unos 360 km, atravesando pueblos como la Quebrada del Toro, Santa Rosa de Tastil, San Antonio de los Cobres y otros pequeños caseríos. La sucesión de paisajes tiene en esta senda varios hitos, comenzando por las famosas Siete Curvas, icono y postal de esta ruta, un mirador con vista panorámica a un camino zigzagueante que conduce a un grupo de cerros y geoformas fantásticas, cónicas, triangulares, piramidales. Imágenes que se suceden en puntos como el Laberinto, el Desierto del Diablo, el Salar del Diablo, algunos de los sitios obligados para detener la marcha.
En las inmediaciones de Tolar se alzan volcanes dormidos y sagrados como el Llullaillaco, donde una expedición de National Geographic encontró en 1999 las momias de tres niños incas que permanecieron congeladas a más de seis mil metros de altura durante unos quinientos años. Hoy, las atesora el Museo de Alta Montaña de la capital salteña.
De las salinas a las dunas
Todo el territorio que rodea Tolar forma parte del área protegida Reserva Natural de Flora y Fauna Los Andes, una de las reservas de mayor superficie del país, con 1.444.000 hectáreas. Se trata de una reserva compleja, que mantiene un delicado equilibrio entre las comunidades, la minería, la ganadería, el turismo y la conservación de especies.
Se necesitan entre tres y cinco días para conocer lo mejor de esta zona, para disfrutar sus paisajes, el contacto con su gente y su cocina ancestral.
Muy cerca del pueblo, a cinco kilómetros, ideales para ir a pie, se pueden visitar las salinas Ojos de Mar, de origen volcánico y con piletones de agua dulce donde subsisten los curiosos estromatolitos, una serie de bacterias que constituyen la forma de vida más antigua del planeta, que se encuentran en muy pocos sitios del mundo, y fueron descubiertos en 2009 por la bióloga argentina María Eugenia Farías. La caminata se puede aprovechar para avistar y fotografiar vicuñas y la escasa y achaparrada flora autóctona, como las tolas, yaretas o rica rica.
Dos kilómetros hacia el norte se llega a la Cueva del Oso, una curiosa formación dentro de un pequeño morro que fue perforado por la acción indómita del viento y la salvaje amplitud térmica. Tres kilómetros hacia el norte también se encuentran las impresionantes dunas del Arenal, un sitio ideal para hacer un trekking de altura y llegar así hasta el mirador desde donde se obtiene una de las mejores panorámicas de la cordillera de los Andes: el Salar de Arizaro y los volcanes que lo rodean como el Llullaillaco, el Socompa, el Arizaro, el Aracar, el Guanaquero y el Macón. Al Arenal solo se puede llegar en vehículo doble tracción, y en algunas épocas del año es también un lugar óptimo para practicar sandboard.
Mas alejados, pero aún en la zona de influencia, se encuentran otros rincones espectaculares como el imponente Cono de Arita, una pirámide perfecta ubicada en medio del salar de Arizar, que es un sitio sagrado y pudo ser un centro ceremonial inca. Esta enigmática montaña está a 72 km del pueblo, y en el trayecto se aprecian el salar y majestuosas vistas de la Cordillera y sus volcanes. Otro de los puntos que se recomienda visitar es la Laguna Santa María, un espejo de agua ubicado a 65 km del pueblo, al pie del volcán Incahuasi. La hora clave para ir es por la mañana, cuando el sol permite avistar mejor a los flamencos rosados, las parinas, los patos y gallaretas que habitan por acá.
El volcán Socompa y la laguna Socompa están más lejos aún, a 140 km del pueblo, en el límite con Chile, donde terminaba el recorrido del ramal C 14, luego de recorrer 571 km.
Por estas tierras el alojamiento se puede gestionar por medio de la Red Lickan (lickantolargrande.com/), un emprendimiento de turismo rural comunitario del que participa una veintena de familias locales, avalado por el ministerio de Cultura y Turismo de la provincia. Está conformado por guías y familias que ofrecen servicio de alojamiento. Son ellos quienes deciden qué tipo de circuito se abre, qué tipo de historia se comparte, qué atractivos se visitan, qué historias se cuentan a los visitantes.
También ofrecen meriendas con mate con yuyos de la zona y tortilla a la parrilla, excursiones y talleres de artesanías. De esta manera, el viajero puede conocer de primera mano las historias, usos y costumbres de los pobladores de este desmesurado desierto de altura.