Anochecía cuando entramos a La Comarca, un restaurante de picadas sobre la ruta 76, la que une Tornquist con Villa Ventana y la localidad más conocida de la zona, Sierra del Ventana. La pregunta fue instantánea:
- ¡¿Cómo?! ¿No vinieron con los chicos?
Por primera vez en cuatro días habíamos dejado a Luisa (14), Teresa (12), Pedro (8), Miguel (4) y José (2) en la cabaña donde nos alojábamos y, sin culpa, nos disponíamos a un tentador programa de adultos: cerveza artesanal serrana y una buena picada. La excusa, que los chicos aprobaron a cambio de que les reserváramos una película, había sido que, por la hora y el tipo de lugar, seguramente no fuera el sitio ideal para ir con toda la familia. No era improbable y, de hecho, así también lo creíamos nosotros.
Pero no. Una vez más, como nos había sucedido una y otra vez en nuestra recorrida por esa zona del sudoeste de la provincia de Buenos Aires, los chicos no eran una molestia, sino todo lo contrario.
"Tenemos toda clase de juegos de mesa −nos contaron a dúo Eduardo y Mirta Sotelo, dueños del restaurante de picadas. A los chicos les servimos hamburguesa o una minuta y los llevamos a un lado del local para que se entretengan, mientras los padres pueden disfrutar de algo de beber y buena música".
Resignados a que seríamos sólo adultos esa noche,los Sotelo nos contaron a coro, casi enhebrando sus palabras en frases, cómo hace siete meses se habían instalado frente a Villa La Gruta con su hijo Facundo luego de quemar sus naves, es decir, vender todo lo que tenían en Buenos Aires. Encontraron un nuevo hogar y un nuevo estilo de vida, pero no fue enseguida sino recién cuando aprendieron a acompasarse con los ritmos del interior y rescatar el valor que aquí se les daba a las personas, grandes y pequeñas.
Esa forma de vida, a escala humana, es sin duda una de las razones para que la zona de Sierra de la Ventana sea un lugar amigable a las familias. Pero eso no la diferenciaría de otros muchos destinos turísticos si no fuera porque, además, esta región en particular ha tomado el compromiso de hacerse conocer como una opción para quienes viajan con chicos. Como nosotros, los Duggan, un paquete familiar de matrimonio y cinco hijos que encontró puertas, tranqueras y sonrisas abiertas en casi todos los sitios que visitó por los alrededores del Cerro Ventana.
El viaje comenzó con un trayecto en auto de 600 kilómetros que partimos en dos haciendo noche en Azul, a mitad de camino, donde sólo estuvimos las siete horas que dormimos. Podríamos decir que dividimos el viaje en dos tramos porque Paul, padre y chofer, prefería llegar de día. Y hubiese sido una buena decisión, porque el último trecho de la ruta 76 no está señalizado, es angosto y tiene varias curvas.
Pero lo cierto es que eso sólo lo supimos al llegar. La verdadera razón es que cuando viajamos todos juntos, todo pacto de convivencia pacífica dentro del auto desaparece después de las tres horas. Ese es nuestro tope. Los más chicos lloran, los mayores se aburren y pelean y a los adultos se nos agotan las canciones, veo-veos y las apuestas sobre el color del próximo auto que cruzaremos en la ruta.
Hacía rato que Miguel había preguntado si "todavía estábamos en Argentina" y el segundo tramo del viaje estaba llegando al límite de tolerancia. Inesperadamente, no llovía en ese momento, un arco iris enmarcó la ruta y, literalmente, pasamos debajo.
Todavía sorprendidos por el fenómeno llegamos al Parque Provincial Ernesto Tornquist, epicentro de la comarca. Nos recibió Patricia González, responsable del programa "Uso del Recurso", con una sonrisa tan feliz al vernos que terminó de esfumar al instante cualquier vestigio de estrés.
Una hora después, estábamos caminando por el sendero Claro-Oscuro del Parque. Es uno de los recorridos autoguiados, es decir, que no necesitan intérprete. Pero si lo hubiésemos hecho sin el guía Rubén González nos habríamos perdido una de las experiencias más ricas del viaje.
Como al flautista de Hamelín, los chicos lo siguieron hipnotizados y, atentos a su voz, observaron con nuevo interés el pastizal natural, los arroyos que forma la lluvia, los caballos cimarrones que pastaban allá ?"¡Caballos salvajes! ¿Dónde, dónde?" "Allá, fíjense chicos, en lo alto de la sierra"−, el liquen que los hacía resbalar y las plantas que tenían "plasticola" y las que los curarían si les doliera la panza.
También, milagrosamente, Rubén logró lo imposible: que los cinco hicieran completo silencio y, con los ojos cerrados, escucharan los sonidos del bosque.
El paseo se completó en el centro de interpretación, donde hay varias especies momificadas. Pedro las estudió minuciosamente y, a escondidas tocó la iguana, mientras que José recorrió la sala aferrado a mi cuello y todavía habla con terror de "la casa de los animales muertos".
Durante ese paseo, a regañadientes los más chiquitos supieron que los seres vivos no son buenos o "malos, sino que cada uno actúa según su naturaleza. Las plantas, en cambio, no pasaron de la clasificación de pincha o no pincha. Otros detalles de la botánica, completamente irrelevantes.
Almorzamos dentro del mismo parque, en la Casa de Mate, donde nuestra llegada duplicó en un minuto el número de comensales. Eso no impidió que nos sirvieran rápido, riquísimo y precios razonables. Algo que no sucedió siempre en nuestra estada.
A un kilómetro de allí, también dentro del Parque Provincial, seguimos nuestra expedición. Del largo listado de opciones de caminatas señalizadas en un cartel con el grado de dificultad, nos quedó sólo una a la Cascada, aunque con los más grandes hubiéramos podido hacer varios senderos más complejos o más largos. La visita a la Ventana que le da el nombre al paraje sólo es apta para adultos y con buen estado físico. La hizo Diego, el fotógrafo, cuando lo dejamos felizmente solo.
Aún en el circuito más sencillo (el que hicimos nosotros), cuando las rocas más grandes hicieron la pendiente más empinada, Miguel y José plantaron bandera y prefirieron quedarse con Paul aprendiendo a tirar patitos en un arroyo. Pedro, en cambio, subió como una cabra y esperó pacientemente hasta que llegó su mamá, en cuatro patas y titubeando a cada paso. Luisa y Teresa se acomodaron en una enorme roca a mirar largo rato la cascada. Ese efecto producen las cascadas.
Bajamos, salimos del Parque y fuimos a conocer Villa Ventana, un lindo pueblo rodeado por dos arroyos, tan simétrico y señalizado que a la media hora uno se mueve en él como si fuera local. Hicimos un alto en la casa de té Heidi, donde Luisa eligió la opción de un té compuesto por menta, manzanilla, boldo, cedrón, carqueja, poleo, incayuyu, coriandro y peperina?.todo en el mismo té. Teresa, Pedro, Miguel y José clamaron vorazmente por un chocolate caliente, espeso y delicioso. Como era de esperar, no pudieron tomar más que dos sorbitos del denso manjar y dejaron en las tazas las tres cuartas partes.
Un día agitado y la panza llena los dejó planchados apenas subimos al auto. Así que dejamos para otra oportunidad una visita con tiempo a los muchos artesanos de Villa Ventana. Como suele suceder en los viajes, esa próxima oportunidad nunca se presentó, pero al menos fugazmente llegamos a ver la pintoresca Casa de Muñecas de Silvia Diez y Jorge Bottaro.
Antes de irnos, en el extremo sur de la Villa, nos despidió un atardecer mágico sobre las sierras, casi como una escenografía teatral. Los siguientes días quisimos volver a verlo, pero el tiempo nos jugó en contra otra vez.
Lo que quedaba de nosotros llegó a las cabañas de El Mirador, donde como zombis fueron cayendo uno a uno en la cama. Ninguno de los chicos recuerda la insistencia y persuasión del dueño, Jorge Maipach, que con una voz que envidiaría un locutor, nos tentaba para que probáramos las especialidades culinarias del restaurante. Las otras noches sí las probamos y entendimos el éxito del lugar, donde los sábados y domingos es difícil conseguir mesa.
El segundo día nos llevó a la Estancia Mahuida Co, donde un David callado maneja con velocidad y destreza envidiable el móvil al que llaman carromato. Es algo así como una plancha gigante con asientos y ruedas, pero esta descripción no le hace mérito a juzgar por la atracción que generó en los chicos, quienes sólo después de varios minutos de circular en él pudieron prestar atención a lo que pasaba alrededor.
Y alrededor pasaban paisajes panorámicos que cortaban el aliento y animales peculiares: ñandúes que les picoteaban los cordones de las zapatillas, burros como el de Shrek (la película de Disney), vacas West Highland, extraños seres lanudos y con cuernos, cabras, venados y llamas. Entre toda esa fauna, una de las guías de la estancia, Andrea, hacía esfuerzos para que, además de la fascinación que provocaban en sí, los chicos aprendieran algo de cada uno de los animales. Después de más de tres horas entre animales inesperados y exóticos, el día parecía completo. ¿Por dónde seguir para no desaprovechar ni un minuto, pero no abrumar a los chicos?
Optamos por ir a conocer Sierra de la Ventana, la ciudad a la que los turistas llegan esperando ver las sierras?que casi no se ven desde allí. Comparándola con Villa Ventana, parece una gran urbe. Hay movimiento comercial, diferentes barrios, un balneario superpoblado los fines de semana y varios paseos para caminar o recorrer en bicicleta. También está el único cajero automático de la zona.
Aunque sólo habían pasado dos días desde que dejamos Buenos Aires, un día domingo en Sierra, como acortan su denominación los lugareños, nos causó un shock de civilización. Huimos con la promesa de volver otro día. Y esta vez cumplimos, porque ya los chicos habían visto el cartel que anunciaba el Parque Kooch.
Antes de que llegara ese día, recorrimos cuanto pudimos de la comarca. En Villa La Gruta encontramos la capilla que se divisa desde la ruta. Paul la dibujaba mientras Pedro daba saltos en su interior encantado con el eco que producía el sonido del golpe.
A la tarde del tercer día fuimos a cabalgar desde Campo Equino. Enfundados con varios modelos de sombrero para protegernos del sol, cada uno subió a un caballo a cual más manso, mientras que Paul y yo nos encargamos de llevar también a Miguel y José, que aceptaron a regañadientes no tener su propio móvil. Los caballos seguían dócilmente al de Gerardo Delgado, quien, además de llevar ese emprendimiento con su hermano Horacio, es arquitecto y secretario de Obras Públicas del Partido de Tornquist. Así que durante una recorrida rodeados de naturaleza, fuimos conversando sobre la otra parte, la que construye el hombre, en esa región que se encuentra en pleno desarrollo.
El último día, antes de emprender la vuelta, no tuvimos elección: el parque Kooch.
A pesar de los anuncios, esperábamos que fuera un parque de diversiones más o menos tradicional, pero un loro nos dio la bienvenida y ya nos dimos cuenta que no era algo usual. Se trata de un parque inmenso, con un lago en el centro y animales por todos los rincones, monos, flamencos, pájaros y nutrias. Alejandro Fernández, quien con su familia cuida el lugar, nos mostró orgulloso la arquería, la pared para escalar en construcción y nos hizo tirar por la tirolesa, una soga que cruza el lago.
Pasaban las horas y los chicos no se querían ir, pero teníamos un largo viaje por delante porque debíamos llegar a Buenos Aires esa noche. Esta vez sí haríamos todo el trayecto de un tirón.
Ubicados los siete en nuestros asientos, tomamos la última bocanada de aire serrano y avanzamos sobre el asfalto hacia el horizonte gris.
Por Encarnación Ezcurra
Fotos de Diego Martínez
Publicado en Revista LUGARES 134. Junio 2007.