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A orillas del Guadalquivir, la capital andaluza hechiza con la mezcla de estilos arquitectónicos, el laberinto sus calles, los naranjos en flor y su poesía flamenca. Y, sobre todo, con el espíritu de su gente, que contagia vitalidad con sólo oírla hablar.
"Como el perejil en todas las salsas, la alegría nunca nos falta". Leí esa frase en un póster del Mercado de Triana, uno de los barrios más encantadores de la capital de Andalucía, y me pareció la síntesis perfecta de este destino del sur español donde la buena vibra de la gente se te mete por las venas.
Cuentan que en estas tierras hasta a los perros se los nota contentos, y que, si no te sucede, Sevilla te regala mensajes para sacarte una sonrisa. Están encriptados en los diálogos que se gritan al viento sin pudor, en los dichos que se sueltan al aire y que te dan ganas de llevar una libretita bajo el brazo para anotarlos a cada paso, como el de un amigo que se une a una mesa de mujeres en un café y les dice que "entre todas suman más años que un bosque". Ellas estallan a carcajadas. O como el sobre de azúcar que me encontré en la barra de un bar. Llevaba estampadas una cruz y una leyenda que rezaba: "Aquí se está mejor que allí". En Sevilla, seguro.
Si aquí la vida transcurre en la calle o, mejor dicho, en los incontables cafecitos y restaurantes que se suceden como baldosas en cada cuadra. Las mesitas sobre la vereda son tan esenciales en una postal sevillana como La Giralda y los más de 40.000 naranjos repartidos en todo su trazado, que cada primavera se tapizan con frutos que parecen lunares (ese estampado tan significativo en la cuna del flamenco), y sus florcitas blancas que perfuman el aire con aroma de azahar.
EL CALENDARIO SEVILLANO
Después de conocer Sevilla me di cuenta de que, además del calendario gregoriano, el budista, el chino y el musulmán, entre otros tantos, debería existir el calendario sevillano. Más de uno quisiera adoptarlo como propio por una razón muy simple: aquí, el año está determinado por las fiestas.
La Semana Santa es el evento principal que convoca a visitantes de todo el mundo para descubrir la procesión de las 60 hermandades, que avanzan hacia la Catedral entre el perfume del incienso, un despliegue de flores y las luces de los cirios.
Cuando termina, el Domingo de Resurrección, comienza la temporada de corridas de toros en la Plaza de la Real Maestranza de Caballería, y la maratón de festejos sigue en el barrio de Los Remedios para celebrar la Feria de Abril. Como el sambódromo en Río de Janeiro, esta festividad tiene su propio predio, en el que cada año se monta una ciudad efímera con más de 200.000 lamparitas que alumbran miles de casetas (o puestos) adornadas con flores, carteles y faroles. Allí se canta y baila por sevillanas (tipo de flamenco específico de aquí), y se dan panzadas de comidas típicas.
En mayo o junio, llega la Romería del Rocío, la procesión más multitudinaria de España, en la que los devotos de la Virgen del Rocío peregrinan durante varios días desde Sevilla capital hasta el santuario, ubicado junto a las marismas de Doñana. Y siguen el Corpus Christi, la Velá de Santa Ana, la cabalgata de los Reyes Magos, y muchos otros motivos para juntarse y pasarla bien que tienen en común la alegría, la buena comida y el flamenco.
Y, si vamos al tiempo ordinario, como existe gente que organiza sus días en función de la productividad laboral o de las series que ve en Netflix, en Sevilla los relojes parecen estar sincronizados para que a las 10.30, no importa lo que uno esté haciendo, el mundo se detenga y salgas a desayunar tu tostada con un café y un zumito de naranja, o, si tus arterias te lo permiten, una crujiente porción de churros con chocolate.
Las 12.30 es la hora de la cañita (una pinta de cerveza Cruzcampo bien helada) y, pasadas las 14, la de ir a almorzar. Y así transcurre el día, menguando las obligaciones con la buena vida, bajo alguna sombrilla equipada con ventiladores que soplan aire y agua frescos en verano, o en alguna terraza hasta que el cuerpo aguante.
PONGÁMONOS SERIOS
Por todo lo dicho, teorizo sobre qué es lo que hace que los sevillanos sean tan alegres. Quizás sea efecto de los naranjos traídos de Asia que, dicen, los árabes plantaron porque transferían felicidad a sus dueños; quizás, porque su ubicación geográfica, a dos horas y media en auto de Marruecos, en el norte de África, hace que el sol brille más de 3.000 horas al año y que sólo existan unos 52 días de lluvia; quizás, por su calendario regado de fiestas, por su cocina exquisita o porque son dueños del casco antiguo más extenso de España y el sexto más grande de Europa.
En 3,9 km2 hay tres monumentos declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco que agregan tres razones para estar felices y, también, para querer recorrerlo. El primero es la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla, que es, ni más ni menos, el mayor templo gótico del mundo y el tercero de la cristiandad, que atesora la tumba de Colón y magníficas obras de arte de Murillo, Goya y Zurbarán.
Su construcción empezó en el siglo XV sobre el lugar que ocupaba la principal mezquita almohade, de la que aún se conservan restos, como el Patio de los Naranjos y el minarete que es parte de La Giralda, segundo Patrimonio de la Humanidad, y, además, símbolo de la ciudad. Sus 101 metros, que son una fusión alucinante de estilos arquitectónicos de diferentes civilizaciones, la posicionaron durante mucho tiempo como la torre más alta del mundo. Hoy, es un mirador perfecto para ver Sevilla desde las alturas. A pocos pasos se encuentra el Archivo General de Indias, tercer y último Patrimonio de la Humanidad, que conserva cartas escritas por Cristóbal Colón, Magallanes o Pizarro, entre más de 80 millones de páginas históricas y 8.000 mapas y dibujos.
En el casco, los fanáticos de Game of Thrones (y los que no lo son, también) van a querer hacer una parada en el Real Alcázar, el palacio real en uso más antiguo de Europa. Confieso que no me imaginaba la belleza que se escondía detrás de los gruesos muros que lo resguardan. En realidad, no es un único palacio, sino una sucesión de edificios y de jardines perfectos que, por un instante, te sumergen en un silencio que sólo registra los ecos del viento entre los árboles, del rumor del agua que brota de las fuentes y de la conversación de los pájaros en plena metrópoli.
SEVILLA SE RECORRE A LAS TAPAS
Los amantes del buen vivir son bienvenidos en la capital del tapeo. Sí, señor. Si combinamos este título de honor con la condición de que el sevillano es callejero por naturaleza, el resultado es que esta ciudad no se descubre a pie como cualquier otra. Sevilla se recorre a las tapas. Y este modo es una bendición, más allá de que el talle del pantalón pueda quedar estrecho después de la experiencia.
La lista de tapas sevillanas es interminable: desde huevos a la flamenca (huevos, verduras y chorizo ibérico servidos en una cazuela de barro), el pescaíto frito que llega fresquísimo desde las playas de Cádiz y Huelva, y el piripi (un montadito o bocadillo que lleva queso, panceta, filete de lomo, tomate y mayonesa), hasta rabo de toro y caracoles (no los de mar ¿eh?) para los más osados, por mencionar sólo algunas.
Pero todos coinciden en que las croquetas deberían declararse Patrimonio de la Humanidad al igual que la Catedral, y que la placa conmemorativa debería instalarse en la puerta de Casa Ricardo, donde las hacen inexplicablemente crujientes por fuera y cremosas por dentro. Para acompañar, la caña (cerveza), pero también el rebujito (mezcla de vino manzanilla, gaseosa sabor lima-limón y hierbabuena), y el vino de naranja hecho en Sevilla.
Como en toda ceremonia del buen comer, nunca puede faltar un epílogo dulce. Aquí, tienen una gran influencia árabe y las lenguas de almendra son un clásico. Igual que el tocino del cielo, un postre divino y muy andaluz elaborado a base de yema de huevo caramelizada y azúcar, o el milhojas de turrón.
Para los meses de calor, nada como un helado. Y si alguno quiere enterarse de cómo sabía el siglo XIII, no tiene más que hacer una parada en la Heladería Bolas y pedir una bochita de ese sabor que está inspirado en una receta encontrada en el Archivo General de Indias, con crema de pistacho, huevo y agua de rosas.
BOHEMIA AL OTRO LADO DEL GUADALQUIVIR
"El corazón que a Triana va, nunca volverá", sentenció el cantante español-colombiano Miguel Bosé en la canción que bautizó "Sevilla". Cruzar el puente Isabel II, construido en hierro con un diseño similar al puente Carrousel de París, es el romántico modo de sumergirse en un barrio de raíces gitanas, donde se respiran la poesía y el ritmo flamenco mezclados con la cultura alfarera, y la bohemia de Triana.
Algunos sevillanos aseguran que no quieren vivir aquí porque es muy ruidoso y no, precisamente, por los autos. En este barrio la gente habla a todo volumen, como si nadie más existiera. De este lado del río, los vecinos todavía se encuentran en el mercado homónimo para comprar flores, frutas, pescado, cerámicas, y para respirar el particular ambiente trianero al oír las conversaciones entre los puesteros y los vecinos.
"Con dió, mi arma", se despide del pescadero de siempre una señora con vestido a lunares que se va con su kilo de atún fresco a casa. "Hasta pronto, si Dios quiere", saluda Loli a uno de los clientes de su coqueta verdulería. "Ojalá que quiera y que me dejen mis nietos, que dicen que soy yo quien tiene que bañarlos todos los días", contesta el hombre mientras se pierde entre los pasillos con su sombrero de paja.
En el Bar La Muralla, Luis explica que "cuanto más feo [de aspecto] es el plato, más artesano". Lo dice por sus tortillitas de camarones que merecen un alto para seguir, luego, hasta Obrador La Osa, el puesto de Lola, que asegura que prepara unas tortillas de papa exquisitas, no porque le guste cocinar, sino por lo que disfruta de comer.
Saltar el charco es la oportunidad para sacarse una selfie a orillas del Guadalquivir en la colorida calle Betis, la más fotografiada de la ciudad; sentarse a tomar una cañita en la concurrida calle San Jacinto, toparse con alguna gitana que insista con leerte la suerte mientras un cantaor suelta una copla al ritmo furioso de su guitarra, y terminar la noche en alguno de los tantos templos del cante y baile flamenco, nacido en esta tierra y declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, o con una caminata serena junto al río en el apacible y poco evidente Paseo Nuestra Señora de la O (se accede por la Calle de la Inquisición).
VIAJAR AL FUTURO
Más allá del casco histórico, la arquitectura moderna empezó a abrirse camino para alegría de muchos, y para bronca de otros que, aseguran, le ha dado un palazo estético a Sevilla. Una de las construcciones más osadas es Metropol Parasol, también llamada Setas de Sevilla. Proyectada por el arquitecto alemán Jürgen Mayer, consiste en una inmensa estructura de madera –por cierto, la más grande que existe– que recrea una pérgola sobre la plaza de la Encarnación, en pleno centro histórico. Un acierto de este diseño es que, si uno se para debajo de ella, puede disfrutar de la sombra que aportó en un terreno poco arbolado; si uno camina sobre ella, puede disfrutar de una magnífica vista panorámica. Además, a la altura de la calle se puede visitar un yacimiento romano (el Antiquarium), y disfrutar de unas ricas tapas en el puñado de restaurantes que creció alrededor de estos hongos gigantes.
Más afuera, pero igualmente visible desde el casco antiguo, hay un nuevo aporte made in Argentina. Se trata de Torre Sevilla, el primer rascacielos de la ciudad y el edificio más alto de Andalucía, con 180,5 metros, que es obra del arquitecto tucumano César Pelli y es el ícono del reciente barrio de la Isla de La Cartuja.
A sus pies, se despliegan un shopping a cielo abierto, que lleva el mismo nombre que la torre, y la versión local del espacio cultural Caixaforum. Diseñado por el arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra, caminar por debajo de la futurista marquesina de aluminio que da acceso a las exposiciones (una mejor que la otra) "es una pasada", como dicen aquí.
Como cierre perfecto para un recorrido en el tiempo, un buen plan es cruzar de vuelta el Guadalquivir hacia el centro por el Puente del Alamillo, que lleva el sello del ingeniero y arquitecto valenciano Santiago Calatrava. Y, si al regresar a Sevilla has perdido la silla, no te preocupes, pues mejor es quedarse de pie para descubrirla tapa a tapa.