No había ninguna persona viva en Corrientes que hubiera visto un guacamayo. Esos pájaros de colores estridentes son una especie que estaba extinguida en la Argentina. Solía habitar las zonas aledañas al Parque Iberá, pero desapareció durante 187 años hasta que la Fundación Rewilding Argentina decidió traerlos de vuelta.
Los guacamayos que están en cautiverio no tienen memoria. Se olvidan cómo es volar, de qué frutos silvestres pueden comer y hasta de cómo relacionarse con otros. Llegan después de haber pasado mucho tiempo -algunos toda su vida- en centros de rescate, usados como mascotas, vendidos como bienes preciados.
Así, más parecidos a un loro doméstico, los reciben un grupo de tres mujeres que se transforman en sus ángeles guardianes. "El problema es que vienen con diferentes grados de impronta. Cuanto más improntados, más difícil es que vuelvan a ser silvestres", cuenta Marianela Masat, coordinadora del proyecto guacamayos de Fundación Rewilding Argentina.
Ella, junto a Elba Echeverría y Sol María Delechuk, les dan la bienvenida en el portal Cambyretá y empiezan un trabajo que tranquilamente se asemeja al de los ángeles guardianes, las hadas madrinas o las mamás de acogida. "Cuando llegan, hacen cuarentena, se les hacen los chequeos y empieza el entrenamiento", comenta Masat quien recibió sus primeros guacamayos en 2015.
Ella es licenciada en Recursos Naturales por la Universidad Nacional de Rosario y llegó a Fundación Rewilding desde Guadalupe Norte, un pueblo de Santa Fe. Le tocó cuidar jaguares, correr detrás de osos y, finalmente, ser guardiana de guacamayos. "Al principio no quería saber nada", cuenta aunque admite que hoy no podría hacer otra cosa.
Cuando un guacamayo se rescata, se lo coloca en una jaula en medio de la naturaleza para que se acostumbre al entorno y, de a poco, se intenta que recupere la memoria: se le colocan bandejas con comida balanceada para que puedan salir solos de la jaula y empezar a amigarse con su nueva casa, la naturaleza silvestre.
"Para enseñarles a volar se usa una especie de túnel que tiene un estimulador en la punta, que es lo que a ellos les gusta comer: maní y nueces. El entrenador hace sonar un silbato, el ave vuela y, cuando llega, tiene su premio que es la comida", explica Mane, como le dicen sus compañeras.
A esas primeras aleteadas, le siguen varios días de entrenamientos para que también puedan reconocer los árboles y frutos nativos. También sociabilizar con otros guacamayos y hasta formar parejas.
"Muchos no pasan esa etapa y no reconocen a otros. Hay que estarles encima todo el tiempo porque requieren de un seguimiento intenso", detalla. Progreso es ver que un guacamayo vuele cada vez un poquito más lejos para encontrar su alimento.
Un signo de que el animal está recuperando su personalidad silvestre es cuando empieza a reconocer los frutos de los que se alimentaba. "Cuanto más nativas comen, menos alimento debemos darle. La etapa siguiente es la libertad: los dejamos que sean libres aunque vamos a verlos todos los días", afirma.
Un proceso de descubrimiento
El proyecto guacamayos empezó en 2015 y de la primera suelta sólo sobrevivió uno solo: Nioky. Desde ese momento, Fundación Rewilding hizo y deshizo cientos de veces los procedimientos hasta entender cuál era la mejor manera de reinsertar esta especie a la vida silvestre.
Una vez reeducados, los ejemplares son seguidos por radares satelitales que detectan a dónde se encuentran. Si bien en un primer momento se creyó que sólo volaban 8 kilómetros desde el parque Iberá, se descubrió que lo hacen hasta 60.
"Tuvimos que correr a contarle a la gente qué eran, por qué gritan, qué vienen a comer a sus patios para que no los cazaran o ahuyentaran. Fuimos a las escuelas y a las casas. La gente se emociona cada vez que los ve y los reconoce por sus nombres: Nioky, Cachito, Flor. Está buenísimo generar esa pertenencia", cuenta Masat.
A ese descubrimiento siguieron otros como, por ejemplo, la necesidad de fabricar nidos artificiales para que las parejas pudieran poner sus primeros huevos. Las guardianas de los guacamayos probaron con todo tipo de materiales -polipropileno, madera-, con diferentes tamaños y hasta alturas.
Finalmente, Mane decidió viajar hasta la Reserva Nacional de Tambopata, en Perú, para saber cómo se hacía para dar el paso siguiente: que las parejas de "guacas" pudieran poner huevos que llegaran a término.
"Allá tienen árboles de 60 metros y te pasan 20 guacamayos por encima. Fue una alucinación. Ellos hace más de 30 años que trabajan con esta especie. La segunda vez que fui aprendí cómo manipular pichones y saber si los huevos fueron fecundados o no", explica.
El milagro de los tres pichones
En octubre instalaron seis cajas nidos en todo el parque: todas de madera, colgadas exactamente a diez metros sobre el suelo. A los 15 días, una pareja ya había puesto los primeros tres huevos.
"Un día subí al nido y vi que dos estaban rotos. Les saqué fotos, corrí a un lugar con señal y se las mandé a la gente de Tambopata. Ellos me dijeron que lo más probable era que no estuvieran vivos. Nos habíamos desilusionado", contó Mane.
Al otro día, una de sus compañeras subió a hacer los controles pertinentes y se encontró con lo que toda mamá quiere encontrarse: un pichón.
"No nos despegamos. Le saqué foto y a los dos días nació el otro contra todas las posibilidades. Contra todo pronóstico nacieron los tres y fue tremendo", expresa.
Sin embargo, a los tres días el pichón del medio murió. Si bien se desconoce las causas exactas, cuando le hicieron la necropsia encontraron semillas de girasol en el buche y el estómago. Una persona que vive en las inmediaciones del lugar, tenía bandejas de esa semillas para alimentarlos.
"Ahora nos quedan el más grande, que tiene 15 días, y el más chiquito que tiene 11. Los padres priorizan al mayor a la hora de alimentarlos así que nosotras tenemos que embucharlos. Subimos, los vemos y controlamos que hayan comido, tratando de intervenir lo menos posible".
Cual guardianas o madres primerizas Mane y sus dos compañeras están desde las 6 hasta las 19 en el monte: visitan los nidos cada dos horas. Si está la hembra, la distraen con juegos y alimentan a los pequeños. Si está el macho, esperan a que se vaya para poder llevar adelante la tarea.
"Las tres estamos en el monte porque se necesita una que suba, otras dos que preparen la comida y alguien que pese los pichones. Resignamos otras actividades como el monitoreo o el cuidado de las otras cajas de nidos que también tienen actividad".
Por la dedicación que requieren esos dos pichones, el equipo decidió abrir un voluntariado para convocar a madrinas y padrinos que puedan ocuparse de los otros "guacas". En un solo día recibieron más de 120 solicitudes. No hay requisitos. Simplemente dedicar el 100% del tiempo a ser guardián de una familia de aves que necesita crecer.