Unir los Valles Calchaquíes con la puna por una huella que no figura en los mapas era la meta. Para lograrlo planeamos un viaje exploratorio que logró el objetivo en sólo dos noches: una en El Arremo y otra en Olacapato. Pura altura –y aventura– salteña.
Si los pobladores de Jasimaná (estancia que representa el 8% de la superficie de Salta, está a 90 km de Angastaco por RP 25S y el camino se hizo hacia finales de los 70, cuando abrió la primera escuela) van a pescar al río Los Patos, y los del otro lado –volcán Galán y Antofagasta de la Sierra–, también pescan en el mismo río… Eso quiere decir que aunque no haya un camino que una los Valles Calchaquíes con la puna catamarqueña, debe existir un paso, una huella.
Con esa hipótesis el guía Federico Norte y el vulcanólogo Iván Petrinovic, expertos conocedores de la puna y amigos, decidieron una tarde de noviembre tomarse un fin de semana para lanzarse a la aventura de encontrarlo. Y al cabo de unos días, hablando de cardones perdidos con Federico –con quien LUGARES ha viajado desde sus primeras ediciones– se nos ocurrió sumarnos. Y allí fuimos.
La hoja de ruta sólo decía: primera noche, Jasimaná. Luego, que Dios reparta suerte. Si lográbamos pasar del otro lado podíamos dormir en algún lugar de Catamarca, o de la puna salteña. Si no pasábamos y nos quedábamos, habría que activar el plan de emergencia a través de un geolocalizador tipo Spot (esos que envían la ubicación con las coordenadas de GPS y hasta un pequeño mensaje de texto que permite al socorrista saber si la situación es urgente o no tanto). Contábamos con que no hiciera falta, pero íbamos prevenidos. Dejamos, como siempre que se arma un plan sujeto a contingencias –o se trepa una cumbre– un día extra “por si acaso".
Allá vamos
Llevábamos pala, unos planchones por si nos enterrábamos en la arena, oxígeno para eventual apunamiento (que no hizo falta), dos bidones de 20 litros de combustible extra cada uno, agua y provisiones. Bajamos rumbo a Cafayate por RN 68, desviamos en San Carlos, completamos el tanque en Angastaco, último enclave de civilización, y partimos hacia Jasimaná.
Iván se acordaba de los tiempos en que el camino era apenas una huella que obligaba avanzar a paso de hombre. Hoy está en muy buenas condiciones.
No se puede decir lo mismo de la infraestructura del pueblo en sí. De la trilogía que aparece tras 90 km de ripio –Río Grande, El Arremo y Pampa Llana–, el primero es el más grande y el que está en peores condiciones. Llegamos el día que la Anses pagaba los planes, de modo que atrás del camión de caudales suele venir, a la rastra, una improvisada feria que intenta que los pobladores gasten en caliente los exiguos pesos que acaban de cobrar.
Las mujeres de Jasimaná usan unos curiosos sombreros con cintas de colores, una tradición que no parece ser muy antigua, pero sí muy arraigada. Y no quieren saber nada con las fotos.
Ese día era también el día del baño, cuando los niños van con bidones a la escuela, los llenan con agua hirviendo (calentada a leña o en un concentrador solar, muy parecido a una antena parabólica) y los llevan de regreso a su casa para entibiarla con agua fría y poder bañarse así, una vez por semana. En Río Grande no hay electricidad, ni agua corriente, ni señal de celular, ni cabina de teléfono. Hay sí, escuela-albergue con niveles inicial, primario y secundario. La escuela es la única que dispone de un motor diésel para tener luz por la noche y mantener las heladeras. Lo demás son promesas de políticos, canales de TV que muestran la necesidad amparados en programas solidarios, donaciones y otros blablaísmos que sólo logran que el ninguneo en lugar de durar todo el año, dure 364 días, 23 horas y 45 minutos. Más de uno llega diciendo que cómo es posible que no tengan internet. Un teléfono (una cabina pública para poder pedir que envíen la ambulancia desde Angastaco en caso de emergencia) y agua corriente parecen, a primera vista, mucho más urgentes que el wifi. Pero uno pasa y ellos quedan. Habría que acordarse de su existencia más allá del rating, de las urnas. Ejercer más la conciencia y menos el olvido.
La escuela de El Arremo está en mejores condiciones que la de Río Grande. Tiene duchas con agua caliente y un comedor nuevo donde nos convidaron con empanadas de mondongo. Allí, separados entre el cuarto de niñas y niños (que ellos comparten con los maestros), pasamos la primera noche.
“Tomate tu tiempo para reír, es la música del alma” o “No se estudia para saber más sino para ser menos ignorante” son algunas de las frases que declaman las paredes de la escuela, por dentro y por fuera, con grandes letras de colores. Es un aleccionador bricolaje que en cartulina fucsia, naranja y violeta, destaca aún más contra el fondo árido de cardones y piedra del paisaje. “Los niños son la esperanza del mundo”, leímos antes de partir hacia Pampa Llana.
Allí la escuela no es albergue. En realidad, hasta que llegaron Tomás Gabriel De la Torre y Rosa Esther Rolón, hoy ya jubilados, ni escuela había. Ni camino. Antes de dejar Pampa Llana, esta pareja de docentes construyó con los chicos una particular escultura de inspiración diaguita en lo que vendría a ser la plaza, colaboró con unas cuantas obras de infraestructura edilicia, y realizó una importantísima tarea de valorización de sus saberes y cultura, principalmente la tradición del hilado, que los habitantes de Pampa Llana nunca habían tenido.
La huellita
El de Atanasio Escalante, del paraje Vega del Regado, es el último rancho antes de que el camino se pierda del todo. Salimos muy temprano, antes de las siete, porque sabíamos que teníamos chance de perdernos, y queríamos contar con la mayor cantidad de horas de luz posibles. Federico le consultó acerca de la posibilidad de ir hasta el río Los Patos y bajar más allá, en plena puna. “Sí, hay una huellita”, aseguró Atanasio señalando el horizonte.
Sería el chiste del viaje, “la huellita”. Cuando enseguida fue engullida por la tierra y debimos adivinarla entre las lajas sueltas de los cerros vírgenes, mucho más interpretando la geografía y sus cumbres que lo poco que nos decía el GPS, nos lo tomamos con humor.
La puna es lo más cerca de la luna que el hombre puede andar por sus propios medios, sin la NASA mediante. Avanzar a tientas a 4.000 metros de altura tiene una adrenalina especial. Por más que Federico e Iván son expertos en su terruño y reconocen el skyline de los cerros mejor que un porteño parado en el Obelisco, por más que teníamos comunicación satelital, estar ahí aislado sin saber si pasará, pasará, como Martín Pescador, me despejaba de inmediato, evitaba cualquier sopor que la altura pudiera proporcionar.
Después de ir de aquí para allá esquivando falsas “huellitas”, llegamos al río. Un curso de agua helada con truchas huidizas y una orilla verde y blandita, bien propia de cualquier vega o mallín, que daba una seguridad relativa, más bien escasa. Pala en mano, Fede probó el terreno; Iván se quitó los borceguíes para cruzar a pie el río y ser menos carga para la camioneta… y yo no podía ser menos. Como ese era todo mi aporte, decidí filmar el momento cumbre, cuando Fede enfiló hacia el agua… y pasó del otro lado. Y de ahí en más fue “piece of cake”. Una papa. Iván reconocía los cerros que caminó tomando centenares de muestras; Fede los que escaló como montañista o guía. Solo quedó decidir en qué lugar del Salar del Hombre Muerto íbamos a armar el picnic del almuerzo y en qué alojamiento pasaríamos la noche. Flamencos, vicuñas, guayatas (el ganso andino) y un repaso del léxico geológico con Iván matizaron la tarde. Entre ignimbritas, basaltos, bombas, escorias y piedras pómez nos dimos cuenta de que no nos habíamos cruzado una sola persona desde la mañana hasta que llegamos al albergue de Ema Choque en Olacapato. Después de una reparadora ducha caliente cenamos unas croquetas de papa acompañadas de un malbec salteño que habíamos llevado para la ocasión, disfrutando la satisfacción de la misión cumplida.
Si pensás aventurarte…
Norte Trekking. T: +387 509-3299. fedenorte@gmail.com | www.nortetrekking.com
El recorrido de esta nota solo puede hacerse entre octubre y noviembre. En diciembre, cuando empiezan las lluvias puede complicarse cruzar los ríos.
Nota publicada en mayo de 2017.