"Los mapuches dicen que Copahue es un lugar sagrado", cuenta Miriam Laspina mientras sirve una tarta de acelga en el comedor del hotel Aguas Verdes. Estamos a 2.100 msnm, en un pueblo minúsculo con calles enroscadas que está encajonado en la Cordillera de los Andes. "De mayo a noviembre cierra todo", explica. Hoteles con ventanas tapiadas; calles invisibles por la nieve; las Lagunas Mellizas congeladas… Nada funciona, nadie se queda. "Excepto un par de militares en la base y los que vienen a entrenar para ir a la Antártida", agrega.
En verano, la historia es otra. El hotel está lleno y Miriam, que desde hace seis temporadas se muda acá de diciembre a abril, me cuenta que es mendocina como muchos otros por aquí. "Aunque la mayoría son de Loncopue", precisa sobre la localidad que queda a 70 km. ¿Los huéspedes? Gente que entra y sale del hotel en bata. "Arranquen por la Laguna del Chancho. Tiene lodo", nos sugiere.
Me pongo el traje de baño, sandalias y una bata para caminar los 50 metros que separan el hotel del complejo. Adentro: un mundo aparte. Un matrimonio –deben estar celebrando algún aniversario de casados, imagino– intercambia información sobre adónde fueron y por dónde seguirán; un señor mayor está con su hija, que constata que cumpla con las indicaciones médicas; un grupo de amigas no deja de hablar, y una pareja de novios especula sobre si les da el tiempo entre un tratamiento y otro. Todos llevan un papel con un listado, sellos, firmas y tildes.
"Las termas son un sistema de códigos y reglas que ya vas a ir entendiendo", explica uno de los chicos del mostrador de informes. Por mi edad, perfecto estado de salud y estadía de sólo dos días, me da una declaración jurada que me excusa de hacer el examen médico y me autoriza dos baños diarios. Todos son de entre 10 y 15 minutos. Ergo, hay que venir una semana para sacarles el jugo a las termas.
El complejo se compone de piletas grandes y de una edificación longitudinal –esos techos verdes que veo desde el piso tres del hotel– donde están los consultorios médicos, los estéticos y los baños (que no son sanitarios). ¿De qué son? Sulfuroso, verde y volcán a 36 grados centígrados; de vapor suave; con hidromasaje; con hidropulsor suave… Además, están la Laguna del Chancho y la Verde, que es así como la fórmula clásica. Y lo único que los reincidentes no discuten son los beneficios terapéuticos de pasar una semana acá.
Meterse en la del Chancho es todo un ritual. Antes de entrar, me embadurno en lodo. Después sí, son 20 minutos de aguas templadas en las que tengo que estar atenta para evitar los sectores de piedra que emanan agua caliente. La cosa se termina cuando la misma persona que selló mi entrada grita mi nombre para que salga. Al día siguiente, pruebo el baño hidropulsor de aguas verdes. Creo que es el tratamiento más placentero que recibí en los últimos años. Y, para terminar, la laguna Verde. Definitivamente, dos días en las termas son una muestra gratis de lo que puede hacer Copahue en sus visitantes.
Araucarias y roca volcánica
A 20 minutos de Copahue, Caviahue luce como una gran ciudad. Aunque en rigor tenga sólo 800 habitantes estables y vida de aldea. Forma parte de un Área Provincial Protegida que vela por la conservación de tres joyas naturales: el mallín, esos sectores de suelo y pasto que funcionan como una esponja para regular el deshielo; la araucaria –o pehuén–, que crece desde tiempos en los que la Patagonia era una selva –hace 50 millones de años–, y el volcán, que tendrá su capítulo aparte. Todo me lo explica Estela Garrido, que me guía en el trekking hasta las Lagunas Mellizas, de un azul turquesa profundo y 20 metros de fondo.
Para dormir en Caviahue elegimos Ígnea Hotel, probablemente el mejor de la ciudad. Vidriado y orgánico en su diseño, tiene forma triangular en el centro para emular el volcán. Su dueña, Elisabetta Penzato, nos da la bienvenida y procura que no nos falte nada. Conoce al guía en la ciudad, Fernando Volij, que es uno de los nacidos y criados allí. "El lago Caviahue tiene 130 metros máximo de profundidad. Fue cráter de volcán", explica Fer sobre el espejo azul que funciona como paseo costero. "Antes de los mapuches, aquí estaban los pehuenches; eran más altos y ahora tienen sólo un sector en la zona del Bío Bío (Chile). Hasta acá llegó la 4a División de la Campaña del Desierto. Y Caviahue se fundó recién el 8 de abril de 1986, a pesar de que desde 1920 ya recibía turistas", cuenta mientras maneja hasta el Salto del Agrio, que queda a 18 km del pueblo y se anticipa magnético.
"Está dentro de la estancia Trolope, que tiene 60.000 hectáreas y es de la familia Salvador. Dejan la tranquera abierta para que lo podamos disfrutar", agrega mientras avanzamos. Y, efectivamente, el Salto del Agrio es un espectáculo. "El río nace en el cráter del volcán. Trae agua con pH 1, o sea, es ácida, y tiene vulcanita, que es un mineral que contiene hierro, además de azufre. Todo eso le da el color naranja. Hay días que está más amarillo", explica sobre este accidente de la naturaleza que pudo haberse formado porque explotó una burbuja. Además, me entero de que el agua del Agrio sigue su curso hasta unirse con el cauce del Neuquén; y que del encuentro de este río con el Limay –en Confluencia– surge el río Negro, que desemboca en el océano Atlántico.
Otra de las opciones cerca de la villa es el Lago Escondido. Nos cuesta encontrarlo, pero lo logramos a fuerza de preguntar y seguir un senderito que bordea una ladera. Está poco delimitado y hay que calcular los tiempos para volver de día. Bastante más señalizado está el sendero de las Cascadas del Agrio. Entre araucarias –dominan el paisaje en Caviahue– y rocas volcánicas, se hace en dos horas a pie y vale mucho más que la pena, sobre todo, por las formaciones de basalto.
Y hablando de lo que pasaba hace millones de años, ¿cómo no visitar Los Riscos? A 40 minutos de la ciudad, Fernando nos lleva a "lo de Maggy". Habla de la artista plástica y escenógrafa que, cuando llegamos, está en cama y no podemos saludar. Es una señora mayor y vive en una construcción sólida, sencilla y muy blanca. A unos metros está la casa de nuestra anfitriona, Carine Risdon, que es su sobrina. "Compraron este campo hace más de 40 años. Era de piedra y nadie lo quería", me cuenta sobre la adquisición que hizo Maggy con su marido, Eduardo, cuando se dedicaban al teatro y eran socios de Lino Patalano.
Los Riscos es una formación que sólo se replica en Capadocia, Turquía, e invita a una experiencia extraordinaria. Porque más baja el sol y más conviene aproximarse. Nos guía Carine, con un simpático: "Los invito a jugar al jardín de casa". Hacemos media hora de caminata entre arbustos –algunos pinchudos– hasta entrar a una nueva dimensión de piedra clara, liviana y con ruido a hueco. Árboles que crecen quién sabe de dónde, formas imaginarias y el viento como protagonista. De nuevo, más baja el sol y más mágicos se perciben. "Es cuestión de energías", asegura Carine y cuenta que por los pasillos pasan zorros y pumas.
De vuelta en el parque del campo, me muestra la huerta de donde su hija, Abril Coscarelli, saca las grosellas, frutillas y frambuesas para preparar las tortas del té –tardío– que nos convida. "Tenemos muchas plantas de hoja caduca que duermen bajo la nieve y, tras el deshielo, reviven. La tierra queda con una humedad especial", agrega y entramos a su casa, que está fresca como si hubiera aire acondicionado. Hay una explicación. "Está hecha de piedra toba de Los Riscos y funciona como un termo. Son bloques de ceniza volcánica, compactada por los glaciares y erosionada por el viento, que cortamos con un hacha. La unimos con cemento y no usamos revoque adentro ni afuera, sino bolseo con cal. El techo es de coirón, al estilo alemán o escocés", detalla y me cuenta que los amigos y los familiares que viven en las distintas casas del campo son artistas y conforman una comunidad.
Los primeros en llegar
Estamos en territorio mapuche. Acabamos de mojar los pies en la laguna Hualcupen: agua transparente, piedras redondeadas y algo de arena. "Mis ancestros están acá desde siempre", dice Juan Millaín cuando nos recibe en su casa. Queda en la comunidad Millaín Currical, que abarca 18.000 hectáreas y es una de las 60 que hay en Neuquén. "Desde 1880 que nos organizamos en esta zona. Después vino la mal llamada Conquista del Desierto… Porque esto no era un desierto. Quisieron exterminarnos y no pudieron. Aquí estamos. Soy uno de ellos", asegura con el tono firme y la mirada incisiva.
Nos convida tortas fritas y mate en una especie de quincho que está al lado del asador. "Atiendo turistas hace 20 años. Empecé porque un invierno, mientras trabajaba en un centro de esquí, una familia me preguntó si podía venir a vernos. Imaginaban que andábamos con una pluma en la cabeza y el torso pintado", relata. Y sigue: "En 1914 formamos acá un asentamiento con espacio territorial. Nos llamaban reducción o reserva. Nos tenían miedo. Nosotros somos un pueblo originario, no indios. Hasta que, en 1994, con la Reforma de la Constitución, nos permitieron sentirnos parte de la Argentina: presentamos la bandera del Pueblo Nación Mapuche. Ahora tenemos voz. Queremos reivindicar lo que significa ser mapuche".
¿Qué implica? "‘Mapu’ es tierra y ‘che’ es gente. Somos gente del lugar, por definición. Vivimos de manera precaria, y basados en la madre naturaleza. Estamos en comunión con la tierra. Somos ricos espiritualmente. Además, respetamos mucho a nuestros mayores", apunta. Sobre si tuvieron o no escritura, aclara: "Para mí, sí, pero no hay certeza. Creo que con la llegada de los españoles nos alejamos de la escritura. Pero el pueblo mapuche ha sido siempre muy aguerrido. Nunca se dejó dominar. Nos hacemos sentir de este lado y del otro de la Cordillera de los Andes", asegura y baja la guardia para dejarse fotografiar con una sonrisa.
Ascenso al cráter
Decidida a desentrañar los misterios del volcán que nos convoca, ¿qué mejor que escalarlo? Javier Álvarez y Josefina Cabral, su mujer, nos pasan a buscar por el hotel a las ocho de la mañana. Atentas a las recomendaciones, vamos bien desayunadas y llevamos frutos secos, chocolate y fruta. Además, ropa cómoda y fácil de cargar –arriba hará más frío que abajo–, zapatillas (porque no tengo calzado para nieve), sombrero, protector solar y anteojos de sol. Previa entrada en calor, nos dan un bastón de trekking. "Es un 70% chileno y un 30% argentino", desliza Javier sobre este gigante que nos desafía. Serán alrededor de tres horas de ascenso, un rato de disfrute arriba, y una hora y media de bajada. Además de Estrella (la fotógrafa) y yo, viene una señora acostumbrada al ejercicio, una chica de 40 y un matrimonio que ronda los 60. "No es un tema de edad, ni de gran estado físico, sino de cabeza", insiste Javier cada vez que alguno pone en duda su capacidad. También viene Porter, el perro, que lleva la delantera. Mientras tanto, el sol brilla con ganas.
El ascenso cuesta, pero es sostenido y con ritmo. Hay descansos, paciencia y sensación de camaradería. Primero vamos por mucha piedra de diversos orígenes, y se ve el río Agrio. Después, empiezan las cenizas y se perciben las marcas que dejaron las bombas volcánicas. Más subimos y más complicado se vuelve el suelo. Pero como cambiamos el aire, venimos con envión. Nuestro destino, el cráter, se ve por el humo blanco que sale cada tanto. "El último tramo será como subir un médano de arena", nos alienta Javier y lleva una pala mediana para marcar escalones. Entonces empieza un show que ni el guía, ni nadie imaginó. Un cóndor, después dos, al rato tres y, para terminar, siete. Pero no están a lo lejos, sino a menos de cien metros. E incluso, sobrevuelan mirando a cámara.
Porter lidera. Lo sigue Javier. Después viene Estrella. Y atrás estoy yo. "¡Guauuuuuu!", se me escucha decir en el video de la llegada que le mandé a mi familia unas horas después. Del otro lado del "médano" de cenizas está el cráter. Y emana un gas blanco difícil de describir. "Bienvenidos. La sopa está lista", bromea Javier y nos felicita con un choque de bastones. Entonces nos quedamos un buen rato comiendo chocolate y disfrutando el hito: subimos un volcán. Además, nos acercamos a tocar el agua que está caliente. Y vemos flotar la piedra –que es liviana–, mientras tosemos por los gases al cambiar el viento –molestan, pero no hacen mal–. Cuando empezamos a bajar de nuevo, Javier nos invita a agradecerle al volcán por habernos permitido subir. Todos hacemos silencio. Y sí, pienso, después de semejante aventura, lo menos que puedo hacer es agradecerle.