No tiene playas extraordinarias, su vegetación es más bien pobretona y está lejos de todo. Sin embargo, basta con anunciar que uno va a la Isla de Pascua para que nuestros interlocutores se deshagan en wows y aaaay qué buen viaje y ¡vas a ver a los moai!
Lo poco que sabemos de esta isla de origen volcánico en medio del Pacífico, anexada a Chile en 1888, se reduce justamente a aquel ejército de gigantes de mandíbula cuadrada, mirada vacía y pómulos prominentes. Sabemos es un decir, porque ignoramos casi todo lo que pasó en ese pedacito de tierra perdido, cuna de la cultura Rapa Nui antes del siglo XVIII. Pero el hecho de ser uno de los lugares más intrigantes del mundo y de ser un imponente museo a cielo abierto demostró ser motivo suficiente para que los turistas lleguen de a miles en los vuelos diarios de Latam, desde Santiago de Chile (5 horas de viaje).
Algunos datos básicos…
Nuestro guía, Gonzalo Nahoe, desgrana los datos básicos de la isla, que al igual que su cultura, su idioma y su pueblo, se conoce como Rapa Nui.
“Nuestro hermanos polinésicos la llamaron Rapa Nui, que significa “el lugar más lejano” y no Isla Grande, como muchos creen”, aclara este hombre de rasgos polinésicos y pelo negro rematado en un rodete. Recién en 1722 pasaría a llamarse Pascua, luego de que el navegante holandés Jakob Roggeveen se topara con este peñasco emergido de las profundidades del Pacífico, precisamente un domingo de Pascua.
Hay quienes dicen, por otro lado, que el primer nombre que recibió esta isla, situada a 3.700 kilómetros de la costa chilena y 4000 de la Polinesia Francesa (¿existirá alguna otra representación geográfica más cabal de la soledad?) no es otra que Te Pito Te Henua, que puede traducirse como “el ombligo del mundo”. Al igual que “el lugar más alejado”, esta última denominación también tendría sentido. Después de todo, durante siglos, sus habitantes estuvieron convencidos de que estaban solos en el mundo, e imaginaban que la única otra extensión de tierra firme era la Luna.
Mientras los antiguos navegantes europeos temían caer del planeta si se alejaban demasiado mar adentro, los pobladores de Oceanía se atrevieron a cubrir distancias enormes en sus angostas canoas, y alrededor del siglo IV llegaron a Pascua. También alcanzaron Nueva Zelanda, al oeste, y Hawai, al norte, formando un gran triángulo cuyo vértice oriental ocupa Rapa Nui.
Esa es la teoría más escuchada hoy entre los 6000 habitantes de la isla, un poco más de la mitad de ellos de sangre rapa nui. En realidad, con el correr de los días descubriremos que las fechas y los datos varían según quién los cuente. Varios guías diferentes y una visita al único museo de la isla, el Sebastián Englert (en honor al sacerdote alemán que llegó aquí en 1935 y dedicó los últimos 34 años de su vida al estudio y difusión de la cultura rapa nui), ayudan a reconstruir el rompecabezas.
El cementerio abandonado
La isla tiene 166 km2 y la forma de un triángulo isósceles, con un volcán extinto tachonado en cada punta. El de Rano Raraku, sobre la costa nordeste, es el más visitado, porque fue en esta cantera donde se esculpieron prácticamente todos los moai (aseguran que el plural es así, sin s), entre los siglos XII y XVII d.C. En total, se han contabilizado 887 de estas monumentales estatuas, de las cuales 288 han sido erigidas sobre un altar o ahu. El resto –con excepción del ejemplar que se exhibe en el Museo Británico de Londres– aún se encuentra diseminado en la cantera de Rano Raraku.
A medida que se asciende hacia el cráter, por la ladera que da al Pacífico, aparecen de repente los torsos partidos, los rostros hundidos en la maleza y las figuras decapitadas. En este impactante yacimiento arqueológico (toda la isla está clasificada de hecho como “museo a cielo abierto”) también se destaca el moai más grande jamás concebido –21 metros de altura y 182 toneladas–, todavía acostado y adherido a la roca madre.
El primer moai que se construyó medía apenas 57 centímetros, pero con el tiempo se fueron haciendo más voluminosos, más pesados, hasta llegar a los colosos que acabamos de ver. Se cree que los moai eran representaciones de antepasados difuntos (y no dioses como se esgrimió en algún momento), de manera que proyectaran su mana o poder sobrenatural sobre sus descendientes. Así, los clanes competían en una alocada carrera para ver quién construía el moai más imponente, así como podríamos competir hoy por la casa o el auto más grande.
Las sanguinarias guerras tribales –al parecer, por el control de unos recursos cada vez más escasos– terminaron de sellar el destino de la mayoría de los antepasados de piedra, que fueron tumbados entre clanes rivales y despojados de su alma, los ojos. Fabricados con coral blanco y obsidiana para la pupila, algunos ojos se hallaron en el fondo del mar, lo que confirma la teoría de que fueron arrancados, destruidos y arrojados al agua.
Fue recién a partir de 1956 que unos cuantos moai fueron erguidos nuevamente y alineados sobre sus ahus o altares, de espaldas al mar (es decir, mirando a la tribu que debían proteger).
Entre las formaciones más fotografiadas está la de Ahu Tongariki, la mayor de todas, con quince moai de roca volcánica, a pasos del rugido ronco del Pacífico. También los moai de Anakena son imperdibles, sobre todo por la playa que se extiende a sus espaldas. De arena blanca y olas suaves –en el otro extremo de la isla, las olas rompen con furia contra las costas, formando enormes géiseres de espuma turquesa–, además de un bosque de palmeras traídas de Tahití, dado que la isla quedó desforestada hace siglos, Anakena es la única playa como tal de la isla (la otra playa habilitada, Ovahe, es una pequeña franja rocosa escondida al pie de un abrupto acantilado). Aquí no hay chiringuitos ni vendedores ambulantes ni sombrillas, sólo locales que hacen pic nic, chicos que practican snorkel o entrenan en sus canoas polinésicas, y turistas japoneses que retratan a los moai desde todos los ángulos posibles.
Fue en Anakena donde, según la leyenda, habría desembarcado en el siglo IV ó V d.C. el primer rey de la isla, Hotu-Matu’a, junto a su familia y su séquito, en dos grandes canoas que zarparon de Polinesia. Por aquel entonces Pascua estaba cubierta de bosques húmedos y altos, que con el tiempo fueron desapareciendo hasta dejar un terreno yermo y una población anémica. Aunque durante años la teoría más extendida era que los lugareños se convirtieron en depredadores insaciables, la última hipótesis sugiere que el desmadre fue gradual y obedeció a unos cuantos flagelo: sequías, ratas que se comieron las semillas de los árboles plantados y la tala de madera para la construcción de canoas o para los crematorios funerarios, terminaron de dar el golpe de gracia al frágil ecosistema. Para colmo, la llegada de los europeos introdujo enfermedades como sífilis, tuberculosis y viruela. Remató la jugada la flota de barcos negreros que se llevaron un contingente de nativos como esclavos a las guaneras de Perú, entre ellos el rey, los sabios y los sacerdotes. Llegó un momento en que sólo quedaron 111 rapa nui en toda la isla. De este pequeño grupo de sobrevivientes descienden los seis mil isleños que la habitan en la actualidad.
Pueblo chico…
Hanga Roa es un pueblo de dos calles principales sin semáforos, de casas sencillas y coloridas, en las que nadie se sorprende de ver caballos salvajes trotar alegremente, junto a jóvenes que pasan disparados en sus motos último modelo, con la rueda delantera en alto (wheelie para nosotros, hakarere para ellos). Completan la postal un puñado de casas de tatuajes, otro tanto de ferreterías, negocios de pareos y artesanías locales, una oficina de Latam, el local de Tía Berta (que se precia de preparar las mejores empanadas de atún de la isla), un número indeterminado de perros que adoptan a los turistas por un día, y una iglesia de curioso sincretismo religioso (por ejemplo, las conchas marinas sirven como pilas del agua bendita, la misa es en rapanui y el Jesucristo del altar lleva sobre su cabeza el pukao o tocado cilíndrico de los moai).
Unas cuadras más abajo, la heladería artesanal Mikafe vende helados de flor de tipani, camote o taro (una planta tropical), mientras el restaurante La Taverne du Pêcheur es un parador obligado en el sector del muelle (aunque el habitual tono malhumorado de Gilles Pesquet, su propietario, le baja algunos puntos a la célebre cocina europea).
Aquí todos se conocen desde siempre o son, directamente, familiares. Aunque en los últimos años, junto a la creciente llegada de turistas (nada menos que 90.000 en 2015), los isleños viven lo que llaman “una inmigración indiscriminada del continente”. Es decir, de Chile, que culturalmente tiene poco en común con la isla (a lo que se suman broncas históricas por un sentido de permanente postergación respecto del continente).
Los cambios en la última década fueron tan vertiginosos, que al progreso que trajo por ejemplo la llegada de la TV paga con 20 canales (¡recién el año pasado! Antes de eso llegaban los videos VHS con grabaciones de noticieros y telenovelas) se sumó una tremenda presión sobre los servicios. El tema de la basura, sin ir más lejos, es cada vez más difícil de manejar. Como gran parte de los residuos no se pueden reciclar, sencillamente se mandan a Chile. Los desechos deben ser así uno de los pocos productos que “exporta” la isla, que por otro lado debe importar todo, desde las 4x4 hasta la cebada para producir la cerveza local (Mahina).
Si pensás viajar…
Cómo llegar
LATAM vuela desde Buenos Aires hasta Isla de Pascua con conexión en Santiago de Chile
Entrada
Apenas se aterriza hay que comprar el pase de entrada al Parque Nacional que permite ingresar en los sitios arqueológicos de la isla.
Qué visitar
Excursiones al volcán Rano Raraku y sus moais tallados, a Ahu Tongariki, al volcán Rano Kau, a la ciudad ceremonial de Orongo, Vinapu, Ahu Akivi (y sus 7 moais frente al mar), las cuevas de Ana Tepahu y Pun-a-Pau.
Dónde dormir
Explora. 5 estrellas ubicado fuera del pueblo y pensado para quienes conciben el viaje como una expedición, en la cual el hotel funciona como base desde donde explorar la isla.Ofrece 18 exploraciones de diferentes niveles por mar, en bicicleta o caminando. www.explora.com
Hangaroa Eco Village Con 70 habitaciones camufladas en el entorno volcánico, está en Hanga Roa, frente al mar. El diseño tiene una única planta de techos redondeados y cubiertos de pasto. Se puede comer en los dos restaurantes del hotel, Poevara y Kaloa, sin necesidad de estar alojado. Además de platos locales como el ceviche o el sashimi de atún, la carta ofrece desde queso manchego hasta jamón ibérico. www.hangaroa.cl.
Nota publicada en agosto de 2017.