Quizá porque no fueron completamente cubiertos de asfalto y porque alcanzarlos requiere de pequeñas ?e incluso generosas? bifurcaciones, hay algunos pueblos del norte sanjuanino soslayados en los itinerarios turísticos. Con espíritu explorador y una potente camioneta Sorento que KIA Motors nos prestó especialmente para este recorrido, nos lanzamos a cubrir los poblados que van de Iglesia a Jáchal, sitios que se asoman entre la rudeza del paisaje desértico de la precordillera andina. Se trata de escenarios únicos, que guardan tradición y costumbres ancestrales, conservan riquezas arqueológicas, historias y personajes entrañables.
Semblanzas iglesianas
Casi ningún vehículo se detiene en Villa Iglesia, un pueblo ubicado en el cruce de las rutas provinciales 436 y 412 que debe su nombre al arroyo que riega sus campos de alfalfa. En el reparto de roles le tocó, junto a su vecina Las Flores, ser escala en el camino hacia el Paso Agua Negra, que lleva a las localidades chilenas de La Serena y Coquimbo. Pero si uno se adentra en sus calles bordeadas de álamos, querrá hacer un alto que trascienda el aprovisionamiento. En ese plan descubrimos la secuencia de casas de adobones, prolijas y blanquísimas, gallineros y hornos de barro, el aroma y sabor del pan iglesiano (con chicharrón), viejas carretas desvencijadas y, fundamentalmente, la calma imperturbable de sus pobladores.
Al alejarnos un poco del casco urbano, dimos con un grupo de agricultores en franco descanso durante una cosecha de puerros. Conversamos con uno de ellos, Ramón "Cato" Poblete, y nos enteramos con sorpresa de que se trataba de uno de los artesanos más afamados de la zona. Cato nos mostró una a una sus piezas trabajadas en cuero trenzado y suela, codiciadas especialmente por los turistas extranjeros.
Cuando Iglesia despertaba de su siesta provinciana, rumbeamos hacia el norte por la RN 150 (Las Flores es la última oportunidad para cargar combustible hasta Rodeo, a 30 km). Tras atravesar un par de vertientes termales sin explotar ? Centenario y Rosales? y custodiados entre los picos nevados de la Cordillera de los Andes, siempre por camino pavimentado, tomamos un desvío hacia el este a la altura de Pismanta. Apenas 4 km de un ascendente sendero de ripio nos condujeron a un monte solitario donde se levanta la capilla de Achango.
Construida por los jesuitas en 1655, es nada menos que la más antigua de San Juan. Paredes gruesas de barro, techo de palos atados con tientos de cuero, piso de tierra cubierto de mantas tejidas y un pequeño campanario definen una arquitectura en la que lo bello es hijo de lo simple. La calidez del lugar se personifica en Abel Montesino, cuidador del santuario. La historia de Abel gira alrededor de éste, su mundo de silenciosa alegría. "Uno nació acá y sigue haciendo tradición", explica el delgado hombre de gesto amable. Relata con emoción que sus antepasados (los Godoy Poblete) están enterrados en el interior de la iglesia; y que la imagen de la Virgen del Carmen que corona el altar fue traída a lomo de mula desde Cuzco, vía Chile, por sus tatarabuelos. Al caer el sol, emprendimos el regreso. Salieron a despedirnos todos los habitantes de este paraje: Abel, su perro y sus gallinas.
Dulces y tejidos
Llegamos a Tudcum tentados por una serie de carteles sobre la ruta 418 (son 30 km desde Pismanta) que rezaban Visite Tudcum, el pueblo de los dulces regionales. Una vez allí, fue amor a primera vista. El pueblo es tan diminuto como pintoresco. Sobre su calle principal, la única asfaltada, se reparten casas bajas de adobe pintadas en tonos claros, un par de almacenes, la escuela, el correo, la plaza rodeada de sauces y álamos.
El clima es seco y riguroso. El burro, el medio de transporte más utilizado, junto con la bicicleta. Sus pobladores ?apenas 900? son hospitalarios, gustosos de recibir caras nuevas. Algunos aseguran que Tudcum vive un auge y lo atribuyen a la puesta en marcha de la mina de oro y plata Veladero, explotada desde 2005 por la firma canadiense Barrick. Para ellos, el megaproyecto minero representa fuentes de trabajo y progreso. En las antípodas están los que invocan el fantasma de la contaminación y temen que se altere la tranquilidad del pueblo. Lo concreto es que la llegada de la mina trajo el asfalto, reemplazando la vieja huella labrada a pico en la roca. Y eso arrastró más a los turistas; ahora hay locutorio, puestos de artesanías y una oficina de información turística.
No hay acuerdo acerca del significado del nombre de la localidad: lugar donde nacen las aguas o agua bajo la loma, en lenguas ancestrales. En todo caso, parece que el agua siempre fue un recurso preciado aquí. Gracias a ella se riega el suelo donde crecen en abundancia nogales, higueras, durazneros y manzanos. Y también la alcayota, con la que se prepara un dulce que es orgullo local. Pudimos probarlo cuando al fin nos arrimamos a Valle Tudcum, la fábrica donde se preparan los mentados dulces que anunciaban los carteles. Alfredo Díaz, de profesión sociólogo, y su hermana Carolina, dueños del establecimiento, nos contaron entre pailas dulceras que las condiciones del valle son óptimas para el cultivo de la alcayota, si bien el resto del repertorio no es para despreciar: hay dulces de durazno, pera, membrillo y dulce de leche.
El otro proceso creativo que honra a los lugareños es el de los tejidos con lanas vírgenes de la zona (oveja, vicuña y guanaco). Genara Godoy confecciona alfombras, tapices, alforjas y frazadas en su casa casi sólo por pedido.
La cultura Angualasto
La ruta 430 ?consolidada, en buen estado? se abre paso en medio de un paisaje bastante árido y algún que otro manchón verde donde descansar la vista. Nace en Rodeo, la villa turística cabecera de Iglesia, y 12 km más arriba se va estrechando entre formaciones rocosas hasta desembocar en Angualasto.
Llegamos a este remanso agrícola una tarde cálida, luminosa, con remolinos de viento Zonda amenazando sobre las plantaciones de vid y trigo. El objetivo era conocer las tamberías aborígenes, cuyo refllejo arqueológico se llama cultura de Angualasto y se desarrolló entre los años 1200 y 1450. Nuestro guía fue Armando Di Paola, de Rodeo Expediciones, un gran conocedor de la zona que supo conducirnos directamente allí donde, a simple vista, nada parecía indicar que antaño hubiera existido una importante civilización.
Bajamos de la camioneta y avanzamos sobre ese enorme barreal ubicado junto al río Blanco. A poco de andar descubrimos los tapiales de arcilla semienterrados de lo que alguna vez fueron habitaciones, graneros y corrales para las llamas. Más allá se abre un verdadero museo a cielo abierto donde se desparraman infinitos trozos de vasijas de cerámica pintadas, morteros y puntas de flechas. La sed exploradora nos encontró revolviendo la arenisca cada vez que se asomaba la puntita de algún objeto, reconstruyendo jarros como rompecabezas. ¿Cómo es posible que semejante reservorio de historia se encuentre tan accesible y desprotegido al mismo tiempo?, era la pregunta obligada que nadie pudo responder.
En el Museo Arqueológico Luis Benedetti se pueden observar momias, cráneos humanos, urnas funerarias y piezas de alfarería encontradas en la zona. Antes de partir, ascendimos por un camino de ripio bastante sinuoso hasta la cima del cerro Mirador, desde donde la silueta del monumento al Cacique Pismanta ?conocido por las resistencias que ofreció a los conquistadores? vigila los tesoros ancestrales de lo que supo ser su tierra.
La ruta de los molinos
Hasta hace poco más de tres décadas, todo era trigo en Jáchal y alrededores. En su época de mayor esplendor, la región llegó a ser la segunda productora de granos del país. Luego, la tierra se hizo cada vez más dura y la producción más difícil. El hombre no pudo contra la máquina. De los tiempos prósperos quedan en pie una docena de molinos harineros hidráulicos que forman hoy un circuito que revitalizó el turismo local. Visitamos Tamberías, a 6 km de Jáchal, para conocer el molino Sardiña (1899). Conserva de forma impecable la maquinaria original, de madera de algarrobo y quebracho. El propio Chicho Sardiña, quien lo manejó durante medio siglo, nos llevó a recorrer sus salas y nos introdujo en el universo de tolvas, cilindros, poleas y granos. Ahí nomás se encuentra el molino de Reyes (hay señalizaciones sobre la ruta), con un sistema de molienda algo más rudimentaria ?a piedra?, pero igual de pintoresca.
El viaje continuó por la ruta 491 hacia Huaco. Según los carteles, son apenas 36 km, pero el andar dice otra cosa. No sólo porque el camino ?asfalto con cierto desgaste intercalado con tramos de ripio? está plagado de curvas, sino también porque vale la pena detenerse más de una vez para apreciar el paisaje. Entre los hitos del camino se encuentran el dique Los Cauquenes, sobre el antiguo lecho del río Huaco, y la imponente Cuesta de Huaco y su quebrada, donde los diversos tonos de rojos, ocres y amarillos de las montañas se debaten con todo el verdor del valle que rodean. Luego de atravesar un cerro perforado, comenzamos a descender, ahora sí, hacia el pueblo.
En Huaco está el Dojorti, el último de los molinos que visitamos, y el primero en ser creado, allá por 1790. La molienda cesó en 1968, pero su espíritu quedó inmortalizado en los versos del poeta Buenaventura Luna, hijo dilecto de Huaco: "Salta el agua en el molino que cuando trabaja canta, como arrullando a la santa paz del rincón campesino". La visita a la tumba de don Luna, bajo un algarrobo, fue nuestra última parada de ley. Y nos alejamos, dejando atrás callejuelas de tierra sombreadas de álamos, casas coloniales, y gente sentada en las esquinas, contemplando el devenir irrenunciable del pago chico.
Por Cintia Colangelo
Fotos de Esteban Widnicky
Publicado en Revista LUGARES 152. Diciembre 2008.