Por la Borgoña, una particular travesía en bici entre viñedos
Desde hace 12 años, la bicicleta es mi medio de transporte. Hago 34 kilómetros todos los días: ida y vuelta a mi trabajo. A veces, pedaleo 50 o 60 km en una salida. Eso me hizo pensar que, en una semana de vacaciones, podría atravesar un país en bicicleta. Elegí Francia porque siempre fui un poco francófilo, porque pensé que el paisaje de la campiña francesa me iba a distraer más del cansancio que otros lugares y porque hay menos de un quinto de los accidentes fatales de tránsito que hay en la Argentina (donde llegan a la cifra epidémica de 7500 al año). El recorrido lo saqué de Internet: encontré el itinerario de un grupo de ciclistas ingleses que había hecho París-Ginebra en cinco días y decidí imitarlos, sabiendo que tendría que pedalear unos 120 kilómetros por día, algo que jamás había siquiera intentado. No investigué mucho más. Iba a hacer casi 600 kilómetros solo, sin entrenamiento, ni experiencia alguna en touring (y con un presupuesto mínimo), simplemente para averiguar si era capaz de hacerlo y, a la vez, con la certeza injustificada de que podía.
Llegué a París una mañana de agosto, el GPS de Google Maps me indicaba que tenía que hacer 125 kilómetros hasta mi primera parada: la comuna de Sens, en plena Borgoña, la gran región vitivinícola que incluye más de 100 denominaciones de origen. Podía salir de París a eso de las 15 y llegar en cinco horas, antes de que se fuera la luz del día.
Misterios en la noche
Después de unos primeros kilómetros por avenidas de la banlieue, apareció algo que no esperaba: entre dos casas de una calle cualquiera, se abría un sendero de no mucho más de un metro de ancho, tan escueto que tuve que pasar dos veces por el lugar hasta entender que se me estaba indicado que me metiera por ahí. Se trataba de una ciclovía de tierra y casi 20 kilómetros de extensión llamada Le Chemin des Roses. En pocos metros, como si hubiera atravesado un portal a una dimensión paralela, había dejado atrás la ciudad y me encontraba rodeado de una vegetación densa. En los días siguientes, estas pistes cyclables se iban a hacer frecuentes.
No sé que pasó con el día, pero cuando llegué al fin de esta ciclovía y salí a un descampado, ya estaba oscuro (no había luna) y el camino de ripio por el que avanzaba se adentró en un bosque negro. Lo único que se veía era el óvalo de luz que proyectaba mi bicicleta agitándose espásticamente sobre un sendero barroso. La escena era idéntica al momento climático de The Blair Witch Project. Aullidos de animales emanaban de una perfecta oscuridad y, cada tanto, se manifestaba por su movimiento algo lo suficientemente grande como para sacudir un arbusto. ¿Qué tipo de bestias habitan en un bosque de Francia? Mi único conocimiento de la fauna francesa era que Asterix y Obelix cazaban jabalíes. ¿Podía ese movimiento crispado, que agitaba la vegetación cada vez más cerca, ser el de un animal salvaje y omnívoro con colmillos del tamaño de un cortaplumas? Nunca lo supe, pero me sorprendí al descubrir algo que no esperaba de mí: en esa noche cerrada y ululante, jamás me sobresalté, ni experimenté el mínimo temor. Casi una hora después salí del bosque sin haber visto ningún animal y el camino de tierra, afortunadamente, se convertía en uno pavimentado.
Este camino comunal, alejado de rutas y poblaciones importantes, se dirigía hacia el sudeste y atravesaba algunos pueblitos, separados por una veintena de kilómetros. Todos eran el mismo: unas pocas cuadras sin alumbrado público y sin comercios, con casas rurales, a esa hora todas a oscuras y todas cerradas. No había una sola persona a la vista. La luz de mi bicicleta era la única luz. En ese momento, bajo el resplandor opaco de las estrellas, la experiencia me pareció fantasmal. Ahora, la recuerdo exactamente como si recordara un sueño: siento que flotaba verticalmente en medio de la oscuridad al tiempo que atravesaba lugares borrosos, intermitentes, que acaso no existieran durante el día.
Poco después, el GPS me sacó a una ruta que, a pesar de la hora, tenía un tránsito considerable. Como ya llevaba varias horas en la oscuridad, mi luz con batería recargable se agotó. Porque sí, porque ni pensé en eso, yo estaba enteramente vestido de negro. Mi bicicleta es gris oscura y mis alforjas, negras. Es decir, en esa noche de papel carbónico no tenía capacidad alguna para emitir o reflejar luz. Era como un pequeño agujero negro que se movía por la banquina, indistinguible del resto de la oscuridad. Cada vez que oía acercarse un vehículo no podía evitar pensar "¿es éste el que viene distraído?", "¿es éste el que justo mira el celular?", "¿es éste el que me va a pasar por encima?". Afortunadamente los franceses resultaron prudentes (los camioneros no tanto) y se separaban a un par de metros para rebasarme. Cerca de las 2 de la madrugada, vi el resplandor naranja de los faroles de sodio que indicaban, por fin, el inicio de la aglomeración urbana de Sens, a la que llegué cinco horas más tarde de lo planeado. Paré en el primer hotel barato que vi (uno de la cadena F1), pagué una habitación (35 euros, sin baño privado), acepté el desayuno (por 5 euros más) y pedí permiso para meter la bici en el cuarto. No más de dos minutos después, estaba dormido.
Sens y Auxerre
Me desperté a las 10, intentando mapear posibles dolores musculares, calambres, pinzamientos en la espalda. Nada. Según mi odómetro había hecho 135 kilómetros en el primer día y me sentía perfecto. Desayuné con entusiasmo. Por más barato que sea un hotel, en Francia, el pan, el queso, los croissants y el pain au chocolat son infaltables y siempre buenos.
Comí todo lo que pude, y me llevé disimuladamente una cantidad equivalente de comida para más tarde.
Decidí (con el euro dirigiéndose a los 70 pesos en la Argentina) no incurrir en gastos innecesarios, tales como alimentarme regularmente. Durante esta semana gasté 300 euros.
Tras una vuelta por Sens (solo me detuve en Saint Etienne, catedral gótica del siglo XII, la primera de Francia, con un extraordinario rosetón consagrado a la vida del mártir que le da nombre al lugar), seguí mi viaje. El camino a Auxerre, la siguiente parada, alternó entre una amable bicisenda de tierra a la vera del río Yonne y ocasionales trayectos de ruta, casi siempre llanos, rodeados de plantaciones de trigo o maiz. El GPS, en su modalidad ciclista, selecciona trayectos alejados de los autos que suelen tener en cuenta la belleza del paisaje y están puntillosamente actualizados.
Llegué a Auxerre poco antes de que cayera la noche. El problema es que esta ciudad no era el final del trayecto del día, sino el punto medio: el final debía ser Avallon, a unos 65 kilómetros de allí. Pero no quería llegar nuevamente de madrugada, así que decidí plantarme. Como Sens, Auxerre es una urbe de arquitectura medieval, capital del departamento de Yonne, con su correspondiente catedral gótica, su plaza con la Mairie y un célebre reloj del siglo XVI. También es una ciudad moderna, con universidades, canales de TV local y hasta un estadio de fútbol. Pero el centro antiguo es aquello que la distingue.
Tras lo que ya se había vuelto un ritual (hotel barato, sueño profundo, desayuno obsceno, reaprovisionamiento clandestino) quise aprovechar el día: salí temprano, apurado y, lo noté en seguida, con sed. Por primera vez, no había cargado agua por el apuro y me dije que iba a comprar una botella a la primera oportunidad. Pero Francia no pasó por múltiples debacles económicas como nosotros y no hay un kiosko en cada esquina. En pocos minutos, el GPS me puso en un sendero que rápidamente dejó de dar señales de que quedaran otros seres vivos en el planeta. Tras un par de horas a campo traviesa, imaginaba que pronto iba a aparecer algún pueblo con un almacén, un supermercado, al menos una canilla. El sol era abrasador y el camino, mucho más irregular, no solo por las novedosas colinas que ya insinuaban que iba rumbo a los Alpes, sino porque el sendero que transitaba había sido creado por la pesada huella de camiones que transportaban madera: el dibujo de las ruedas gigantes lo volvían un serrucho sobre el que era imposible ganar velocidad. Avanzaba más despacio y con mayor esfuerzo que nunca. Y muerto de sed.
Perdido en un bosque
Después de kilómetros de ripio y colinas, no pude pedalear más y seguí caminando.
Al rato sucedió algo muy desalentador: el sendero se acabó y el GPS dejó de indicarme una ruta para salir de donde estaba. Yo era un punto en una superficie blanca. Probé otras aplicaciones: no tenía Internet, ni teléfono. Estaba aislado. Volver se me hacía inviable: necesitaba tomar líquido urgente. Jamás había tenido una sed así y jamás había estado perdido en un bosque.
Mi bicicleta tiene una brújula que siempre había considerado inútil. La usé (nunca antes había usado una brújula) para apuntar hacia donde me dirigía, el sudeste, y avancé entre los árboles en esa dirección, sin GPS, sin camino, ¡con una brújula! Tengo que confesar que por un momento me sentí Indiana Jones. Creo que tuve suerte porque, en poco tiempo, el bosque se abrió en un claro y apareció una ruta. Ahora que no me hacía falta, el GPS estaba de vuelta. Confirmé que el poblado estaba unos 5 km pendiente abajo, me subí a la bici y dejé que la gravedad hiciera lo suyo.
Saint Moré era otra iteración de los pueblos fantasmales que había visto noches atrás: pocas cuadras, casas clausuradas, ni una persona visible (150 habitantes según Google, todos escondidos). El albergue prometido y su imaginada barra repleta de bebidas heladas estaba, por supuesto, cerrado. Me puse a buscar una canilla y hasta pensé en forzar mi entrada a alguna vivienda, cuando vi una ventana abierta. Del otro lado, una mujer de mediana edad miraba televisión. Le explique, con una voz tan rasposa que me sorprendió, que venía en bicicleta desde Auxerre y que buscaba un lugar para comprar una botella de agua. Ella contestó lo único que yo quería escuchar: "je vous en donne une". Ni siquiera quiso que le pagara.
La señora me ofreció una segunda botella, a la que me negué con gran esfuerzo. Jamás me crucé, en este viaje, con nadie que no fuera de una amabilidad esmerada. Cada persona a la que le dirigí la palabra me respondió con cortesía y atención. Quizás se deba a que hablo el idioma con un acento intenso pero que no se asocia a los extranjeros que más de la mitad de los franceses considera "indeseables" (de África del Norte y Medio Oriente) o quizás a que todo esto tuvo lugar fuera de París.
Como un personaje de videojuego que recupera todas sus vidas perdidas, salí al encuentro de Avallon, una vieja ciudad fortificada ahora convertida en un pueblo pintoresco con un coqueto centro comercial. Nuevamente, infinitas distracciones (fotos, videos, preciosas bicisendas ocultas al ojo humano pero visibles en el GPS, paisajes a explorar) hicieron que llegara a este punto medio del trayecto al final de día y que decidiera no continuar. La razón esta vez no fue agotamiento sino que tras Avallon me esperaba el Morvan, que significa "montaña negra" en celta, un enorme macizo montañoso que incluye seis lagos, y no quería encararlo de noche.
Morvan es una zona de montaña que llega a los 900 metros de altitud, con una superficie de más de 5000 km2 que abarca varios poblados y un parque nacional. Abunda el cultivo de la vid y la cría de vacas charolesas, reconocibles por su pelaje blanco. Aquí aprendí la implacable economía del paisaje montañoso: cada bajada debe ser puntualmente pagada con una subida y, si uno evalúa el placer de una frente al esfuerzo de otra, no es negocio.
La copa de vino
Pasé por la comuna de Saulieu, un poblado que, como todos los de la región, sigue la distribución medieval (plaza, iglesia y Mairie en el centro y expansión en círculos) pero un poco más elegante: había más hoteles y restaurantes cuidados y, al menos durante mi visita, un museo al aire libre con la obra del escultor Michel Audiard, que incluía una gigantesca hormiga negra que me recordó a las más famosas arañas de Louise Bourgeois.
Tras salir del pueblo y al ver que se multiplicaban los viñedos, me di cuenta de que en toda mi travesía por la Borgoña no había probado el vino.
Esta falta se corregiría sola. Horas después, ya cerca de la comuna de Nolay, me detuve para sacar unas fotos en un camino rodeado de vides y se me acercó un hombre que quería conversar sobre mi bicicleta. Resultó ser un productor vitivinícola que, me ofreció una copa de vino de la región. No estaba intentando venderme una botella sino, apoyando mi impresión sobre los franceses, solo ser gentil.
En el quinto día, llegué a la ciudad de Chalon-sur-Saone sin novedad, algo que, tras navegar por rutas nocturnas sin luz, perderme en un bosque u olvidarme el agua y deshidratarme, en verdad constituía una novedad. Pensé que en poco tiempo había aprendido todo lo necesario. Sin embargo, la improvisación con la que había encarado todo desde el comienzo le iba a dar la estocada final a mi viaje.
Mirando la televisión en la habitación de mi Ubis Budget, me enteré de que estaba en la rentrée, es decir, el fin de las vacaciones en el que todos los franceses del mundo regresaban a París. Mi plan original era llegar a Ginebra el sábado y viajar en un tren nocturno de regreso a París para, el domingo, tomar el avión a Buenos Aires. Tal cosa era imposible: ya no había pasajes de vuelta en ningún medio de transporte más allá del viernes al mediodía. Es decir que tenía solo un día para cruzar los 180 kilómetros que me separaban de Ginebra, que además implicaban la escalada de unos 1700 metros, el doble de la altura que casi me había liquidado el día anterior. Pensé que el viaje se había terminado. Sin embargo, se me ocurrió una alternativa para cumplir con la aventura de 600 km en bicicleta que había planeado (el punto de llegada me daba lo mismo): podía pedalear hasta Lyon (a 130 kilómetros, pero sobre terreno llano) y, desde allí, tomar un tren de vuelta a París.
Llegué a Lyon con la no muy frecuente sensación de que había logrado lo que me había propuesto y volver en tren. La total dependencia de personas, burocracia, dinero y un orden global para que pudiera tomarme un tren resaltaba la incomparable libertad que ofrece una bicicleta. Como escribió el etnólogo Marc Augé: "El pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada de una libertad palpable. En unos pocos segundos, el horizonte limitado se libera, el paisaje se mueve. Estoy en otra parte. Soy otro y sin embargo soy más yo mismo que nunca. Soy ese nuevo yo que descubro".
Con la bici, en tren y avión
La mayoría de las aerolíneas admite bicicletas tras un pago de 100 dólares por trayecto. Las bicicletas deben contar con su embalaje, que puede ser una valija rígida en las que la bici viaja desmontada o un bolso de tela. Otra alternativa es la caja de cartón en la que las bicicletas llegan de fábrica. Si, al llegar, no se tiene un lugar donde dejar equipaje y se pretende salir andando luego habrá que procurarse otra para la vuelta. Hay que llevar un juego de llaves Allen para hacer colocar pedales y manubrio, que deben ser removidos para que la bici quepa en la caja. También conviene llevar lo necesario para solucionar pinchaduras.
En Europa, los trenes aceptan bicicletas. En los de alta velocidad la bici debe viajar desmontada y embalada como equipaje, mientras que en el resto viaja en un vagón especial, colgada de un gancho. Tanto para trenes como aviones, conviene consultar a las compañías porque el espacio para bicicletas es limitado y, a veces, hace falta una reserva.