De Oslo a Bergen. De la pequeña ciudad capital –bien diseñada, verde, silenciosa, caminable, rica– al umbral de los fiordos sobre el Mar del Norte, con paisajes espectaculares a los que es posible acceder en tren.
Asumo el capricho: quería llegar a Oslo en barco. "Te tomás un avión y estás en una hora, y además vas a pagar menos", me dijo un amigo que vivió en Noruega varios años. Aun yendo contra el tiempo tan valorado en los viajes, aun sacándole medio día a la capital, me gustaba la idea de viajar en ferry. Creo que es una manera de acercarme a la geografía escandinava, de flecos de tierra sobre el mar, glaciares derretidos: fiordos.
Embarcaría en Copenhague y 17 horas después desembarcaría en Oslo. El ferry DFDS es un crucero de ocho pisos, con cinco restaurantes, cubierta para caminar y camarote. Esos viajes adentro de un viaje sirven para descansar, escribir, mirar el mar, planificar. Y partir y llegar sin aeropuertos, de un modo más calmo, con otra perspectiva.
El embarque es rapidísimo y en unos minutos estoy sentada frente a una ventanilla viendo un parque eólico marino. La nave avanza primero por el estrecho de Kattegat y luego por el de Skagerrak, que separan el Mar Báltico del Mar del Norte. Está despejado y la navegación es suave.
Disfruto del viaje y por la mañana temprano subo a la cubierta más alta para fotografiar la entrada por el extenso Fiordo de Oslo, y el arribo al puerto. La capital está rodeada de naturaleza: 300 lagos y 40 islotes.
No bien lo descubro hago foco en el edificio vanguardista y ultramoderno de la Ópera como un témpano de mármol de Carrara. Sobre el agua, una escultura de acero y vidrio que se llama Ella miente y es obra de la escultora italiana Mónica Bonvicini. El arte aparece en escena incluso antes de pisar la ciudad. La Ópera tiene el sello del estudio de arquitectos Snøhetta y cuando se inauguró, hace poco más de diez años, ganó el Festival Mundial de Arquitectura. Bjørvika, el barrio céntrico donde está ubicada, se convirtió en un foco de nueva arquitectura: disruptiva, abierta y bella desde algún lugar del futuro.
En migraciones son severos: preguntan qué vengo a hacer, cuánto me quedo, si conozco a alguien. Miran el pasaporte del derecho y del revés. Lo estudian a contraluz para ver si es falso. Deciden que no y me dejan entrar. Camino con el carry on por la capital pequeña –menos de un millón de habitantes– hasta un hostel que reservé unos días antes, cerca del Museo Munch, porque lo que más quiero en esta ciudad es ver El grito. Cruzo la fortaleza de Akershus, una serie de edificios medievales y renacentistas que fueron cárcel y castillo y donde hoy funciona el Ministerio de Defensa, dos museos –de la Resistencia y de Defensa– y el mausoleo de los reyes de Noruega. Porque este país es una monarquía parlamentaria. El rey desde 1991 es Harald V, de 83 años. La reina, su esposa Sonia.
Oslo es una capital rica en uno de los países más ricos del mundo (por PBI per cápita), con las reservas de gas natural y petróleo –en el Mar del Norte– más importantes después de las de Medio Oriente. El índice de desarrollo humano que indica la expectativa de vida, la posibilidad de educarse y disfrutar de un nivel de vida digno es el más alto del mundo. Los beneficios del estado de bienestar nórdico. Medicina, diseño, alimentos, naturaleza y arte están garantizados. Arte sobre el mar y en las calles y en la concepción urbana. Es bastante parecida a la ciudad perfecta. Cara, eso sí, carísima. Y fría, eso sí, helada.
Hoy es una mañana radiante, fresca y soleada. Esto es una sorpresa en un país de clima agrio. Las últimas semanas dejé de mirar el pronóstico porque me cansé de ver lluvia. No sé qué habrá pasado con el clima, pero definitivamente entró un frente amigo.
En unas diez cuadras o menos estoy en el centro y en diez más en el hotel, que queda cerca de Grünnerløkka, el barrio trendy de restaurantes exóticos, tiendas y multiculturalismo.
Dejo el equipaje en un locker porque todavía es temprano y salgo a caminar por la ciudad Primer Mundo, la ciudad ordenada, la ciudad diseñada, la ciudad parquizada, la ciudad de A-ha, de Ibsen y de Munch.
En el camino converso con un barrendero israelí que habla buen español. Hay bastantes israelíes en Noruega. Al barrendero no le gusta Oslo y mucho menos los inmigrantes árabes. "Si los noruegos no tuvieran gas y petróleo sería imposible mantener a todos estos refugiados". Como si no registrara su propio carácter de inmigrante o como si creyera que por sus ojos celestes y piel blanca es mejor inmigrante que otros.
Sigo caminando, cruzo un jardín hermoso y lleno de flores donde hay hombres y mujeres que pasean a sus hijos en carritos. Según la costumbre, los dejan afuera del café tomando aire fresco. Ellos, adentro. Los bebés están solos y nadie se los va a robar porque Oslo es también la ciudad segura.
Entro al Jardín Botánico, un parque enorme para pasear libremente, donde también está el Museo de Ciencias Naturales. Hay varios empleados que remueven la tierra de los canteros y estudiantes que hacen trabajos prácticos.
Me cruzo con un robot que corta el pasto y hablo con un hombre de un fiordo del norte emocionado porque ve por primera vez un acer de origen coreano, rojo por el otoño. Me pide que le saque una foto: él junto al árbol. Parece un científico que sale por primera vez del laboratorio a la vida real.
Por fin llego al Museo Munch. Para entrar se pasa por el gift shop; por eso, antes que las obras de arte, veo las obras del merchandising: una agarradera, un paraguas, una cuchara, una taza, una bolsa ecológica, un imán, un delantal de cocina, una birome y estuches para anteojos con El grito impreso. El grito, como el Che Guevara, replicado al infinito. El grito se vende masivamente porque a veces queremos gritar y no lo hacemos, pero por lo menos nos limpiamos la boca con una servilleta que grita.
Leí que Edvard Munch pintó el cuadro luego de visitar a su hermana Inger, internada en un psiquiátrico. Era 1893 y tenía 30 años. A los cinco había perdido a su madre, que enfermó de tuberculosis, y años después a Sophie, su hermana mayor. También leí que la memoria del sufrimiento guió su trabajo y que era bipolar. En el fondo del cuadro se ve Oslo, la ciudad oscura, pero qué importa la ciudad cuando el interior está desesperado. La profundidad existencial del trabajo de Munch fascina al premiado escritor noruego Karl Ove Knausgård, que el año pasado curó la exhibición Hacia el bosque sobre el pintor, que derivó en su último libro: So Much Longing in So Little Space, en el que aborda el arte de Munch.
Antes de morir, Munch cedió su patrimonio artístico a la municipalidad de Oslo y, hacia fines de este año –se atrasó la inauguración planificada para estos meses–, se podrán ver todas las obras en el nuevo Museo Munch, al lado de la Ópera de Oslo, frente al mar.
El flamante edificio, con diseño del arquitecto español Juan Herreros, costó 300 millones de euros. Tendrá 13 pisos y exhibirá toda la obra de Munch: mil óleos, 15.400 grabados, 4.500 dibujos y seis esculturas. También, objetos asociados al pintor, desde un broche de oro hasta semillas de manzanas de su jardín en Ekely, en las afueras de la ciudad, donde tenía el atelier. Será uno de los museos más grandes del mundo dedicados a un solo artista. Posición destacada para el pintor más hitero de Escandinavia y uno de los más mediáticos de la historia del arte. Oslo lo sabe: Munch y su angustia son una mina de oro. Porque el turismo también grita (y después del coronavirus gritará más).
"No vas a poder ver El grito, lo sabías, ¿no? Es un cuadro sumamente frágil que se ha deteriorado con los años, por eso después de un viaje lo guardamos durante algunos meses. Hace poco estuvo en Japón y ahora necesita descansar", dice la empleada, como si le hablara a un alumno de la escuela primaria, y yo casi grito, decí que los noruegos son tan del silencio que no me animo. Aunque en un museo de Munch debería estar permitido hacerlo. Podría haber una habitación donde encerrarse a gritar.
En vez de gritar le mandé un mensaje a mi mamá. Le dije que no pude ver El grito y, a continuación, busqué el emoji que lo volvió pop.
Caminata Nobel
Oslo es silenciosa. No hacen ruido los tranvías rojos y azules que cruzan la ciudad ni las personas, que no suelen tocarse ni se acercan demasiado. No veo besos en Oslo. Distanciamiento social natural. En el hostel hablo con Kanya, una mujer tailandesa que vino con un contrato a trabajar de cocinera en un restaurante thai y vive en el hostel porque es más barato que un alquiler. Lo único que desea en el mundo es volver. Extraña todo, pero acá tiene trabajo. Más del 15% de la población noruega es inmigrante. Hay polacos, lituanos, suecos, somalíes, sirios, iraquíes, filipinos y tailandeses. Como Kanya. Una vez que están adentro, Noruega es un país tolerante y receptivo. Aunque con excepciones.
En 2011 hubo dos atentados; uno en el distrito gubernamental de la capital y otro en la isla de Utøya, cercana a Oslo, donde murieron 77 personas, la mayoría chicos entre 16 y 19 años de un campamento del Partido Laborista. No fue un grupo yihadista, como creyeron las autoridades en un comienzo, sino un noruego ultraderechista e islamófobo que cuando lo juzgaron hizo el saludo nazi. Lo condenaron a 21 años de cárcel.
Llego caminando hasta la Ópera, un edificio vanguardista que rompe con la idea de arquitectura tradicional. Tiene tantos planos y desniveles que es difícil abarcarla en una foto sin cortarle un tramo. Está inspirada en la naturaleza noruega, me dicen; podés trepar como en una montaña y caminar por el techo. No te pierdas el atardecer.
De ahí me acerco a la promenade del puerto y del nuevo barrio Tjuvholmen, en el viejo puerto Aker Brygge, donde está el yacht club –desde aquí parten los paseos por el fiordo y el cruce a la isla de los museos– y una zona de antiguos docks recuperados y convertidos en edificios hipermodernos y caros, canales, esculturas, food trucks y restaurantes con mesas afuera y gente dispuesta a usarlas a pesar del fresco.
Antes de pasear por el puerto de yates me detengo en el Ayuntamiento, donde se entregan los premios Nobel, y recuerdo cuando hace unos años Patti Smith se quedó unos segundos en blanco antes de cantar a A Hard Rain’s A-Gonna Fall, un tema del laureado de literatura ese año, nada menos que Bob Dylan. Momentito. Ahora que lo pienso es un recuerdo mal situado porque el único premio que se entrega en el Ayuntamiento de Oslo –un edificio solemne y precioso de los años 30– es el de la Paz, para todos los demás la ceremonia es en Estocolmo. Esto es porque durante la vida del sueco Alfred Nobel los dos países estaban unidos.
Entonces cruzo al Centro Nobel de la Paz, el museo que reúne todo lo referente al premio. En su testamento de 1895, Alfred Nobel dejó instrucciones sobre el de la Paz: "Será entregado a la persona que haya hecho el mayor trabajo para la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos permanentes y la promoción de congresos de la paz". Por estos días está en construcción el nuevo edificio, justo al lado del actual. Hay distintas muestras, la principal recorre la vida de los ganadores desde 1901. El último, entregado el 9 de octubre, fue para el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas.
En el mismo piso se puede visitar la muestra El cuerpo como campo de batalla, basada en el trabajo de los ganadores del premio en 2018, Dr. Denis Mukwege and Nadia Murad, donde se ve cómo la violencia sexual ha sido y es usada como un arma en todo el mundo. Menos mal que cuando salgo de ahí hay sol.
En la vidriera de un bar leo un cartel que dice: "Sólo tarjetas, no cash" y en las mesas de afuera dos mujeres que podrían ser francesas se toman una copa de vino blanco que les costará caro, porque en Noruega el alcohol tiene impuestos altísimos para desalentar el consumo. Es considerado un asunto de salud pública y el monopolio de la venta es del Estado desde 1922. Los vikingos no tolerarían algo así, pero los noruegos se acostumbraron. El alcohol superior a 4,75 grados se compra en las tiendas Vinmonopolet, que cierran a las 20 de lunes a viernes y a las 18 el fin de semana.
Bergen
También quise llegar a Bergen en un medio de transporte más cadencioso que un avión: el tren. Según dicen, este es uno de los trayectos más hermosos del mundo. Para la ida no encuentro pasajes, así que voy en avión y cuando llego llueve a cántaros. Y lloverá mañana y pasado. En Bergen, llueve 200 días por año. Y esto no es nada comparado con el clima polar que se origina en los glaciares del norte. Acá, lo arreglan con la ropa técnica y no dejan de hacer actividades por la lluvia o por el frío.
Corro hasta el hotel para no mojarme. No hay personas en la recepción. Para pasar desde una especie de antelobby al lobby es necesario introducir la tarjeta de crédito en una máquina que asigna el número de cuarto y se abre la puerta. En el lobby, hay máquinas expendedoras de bebidas y alguna comida rápida y una pantalla gigante donde aparece un botones que "ayuda". Entonces le pregunto con una tecla por los restaurantes de la ciudad, pero se traba y en un momento alguien –una humana– sale de un cuarto y resetea la computadora. Un país de cinco millones de habitantes que está más cerca que otros de la automatización.
Bergen tiene más de 900 años y durante por lo menos dos siglos –XVI y XVII– fue la ciudad más importante del país. En la Segunda Guerra Mundial, la ocuparon los alemanes y la bombardearon los Aliados. Como otras ciudades europeas, tiene heridas de guerra.
En una caminata se ven edificios señoriales, la catedral, la iglesia de Santa María, el teatro, las glorietas, plazas y jóvenes (el 10% de la población es estudiante). Subo por el funicular Fløibanen hasta la cima del Monte Fløyen para apreciar la ubicación geográfica, la belleza de las montañas que la rodean y las nubes que suelen andar rondando.
Bergen es la segunda ciudad en lo referente a economía y cantidad de población. La terminal de cruceros es de las más activas de Europa y el puerto es el principal del país. Uno de los ingresos nacionales proviene de la exportación de salmón, aunque el recurso mayúsculo de Noruega es el petróleo: su plataforma submarina está ensopada de oro negro.
Bergen tiene un mercado de pescado que opera desde 1276 (en estos días demasiado turístico), y una zona histórica de casitas de colores, actualmente en recuperación, que se llama Brygge. Son pasadizos y casas de madera de 1700, muchas reconstruidas después de distintos incendios. Hoy son boutiques de ropa de lana merino, tiendas de souvenirs y diseño.
Las posibilidades de paseos y actividades en la zona son extensas. Bergen viene de berg, que quiere decir "montaña". Una fija es el catamarán por Sognefjord, el fiordo más largo –204 km–, el más profundo y el más famoso, un sueño como lo dice su nombre. En el viaje de más de tres horas se entiende la tierra pequeña de los fiordos, los pueblos encerrados en la naturaleza. La distancia que traza la geografía.
Otros paseos clásicos son el tren histórico de Flåm, cicloturismo en Voss, navegaciones en varios fiordos, y trekkings, muchísimos trekkings. Hay opciones senior y exigentes; opciones caras y casi ninguna opción barata. Noruega es caro. Cuando volví del paseo por Sognefjord entré a un pub a comer un guiso de cerdo y papas y tomé la cerveza más cara de mi vida: mil pesos. Salí del bar y caminé al hotel con la lluvia en la nuca y sintiendo cada letra de la palabra extranjera.
A veces pasa: el día que me voy sale el sol radiante. Me imagino cómo serían los paseos de los días anteriores con la luz de hoy, con la tibieza del sol primaveral. Pero ya saqué el pasaje y, quizás más que en ningún lugar, no lo puedo perder. Como anoche había visto el clima en el teléfono me levanto a las seis y salgo a caminar para tener un recuerdo de la ciudad soleada.
Conseguí pasajes para volver a Oslo en el tren que parte de Bergen a las 11.59 y llegará a la capital a las 19.05. Me acomodo cerca de una ventanilla y disfruto de este viaje. El tren atraviesa bosques de pinos, cruza arroyos de deshielo, cerros nevados, lagos azules, casas con pasto en el techo, montañas de rocas, abedules como los de Rusia, iglesias rodeadas de lápidas gastadas y casas de madera pintadas de negro, rojo y amarillo. El tren anda mudo, igual que los pasajeros. Algunos hablan bajo, pero la mayoría va callada. Los noruegos y su vida interior.
Vuelvo a pensar en Munch y en sus cuadros llenos de melancolía y angustia. El pintor escribió textos y poemas asociados a esa y otras pinturas, uno de ellos, el más conocido asociado a El grito, dice: "Estaba caminando por un sendero con dos amigos –el sol se estaba poniendo–; de repente, el cielo se puso rojo sangre, hice una pausa; sintiéndome exhausto, me incliné sobre la cerca –había sangre y lenguas de fuego sobre el fiordo azul-negro y la ciudad–. Mis amigos siguieron caminando y yo me quedé ahí temblando de ansiedad y sentí un grito infinito atravesando la naturaleza".
Cada tanto se anuncian las estaciones por altoparlante. En cinco o seis minutos llegaremos a Ooo (en la estación leo que eso es Ål) y en dos horas a Muu, que se escribe Gol. El idioma es una barrera, pero el paisaje comunica. Además de hermoso, es un paisaje cuidado. La leña está apilada y los rollos para que coman los animales, embolsados. A las casas no les falta una manito de pintura y el parque automotor es del año y, si es antiguo, de colección. Creo que es el paisaje más caro y ordenado que conozco. Incluso lo salvaje se ve prolijo. Perfecto, aunque eso no exista.