Sobre el agua azul, bien azul, el velero orienta su proa hacia el este, hacia un destino inhóspito que es excepción en estos tiempos hiperconectados donde todo está al alcance. Esto no. Es un paraje tan inexplorado e indómito como eran las tierras hace 500 años y donde el viento es tan dios que sobre sus acantilados de 60 metros de altura vuela, irracional, la espuma del mar. Sabemos que vamos a navegar varios días, y que llegaremos tan lejos como la Naturaleza mande. La Península Mitre, en Tierra del Fuego, es un faro siempre encendido que irradia libertad e ilumina hasta lejos el camino de los que van en su búsqueda.
Nuestro objetivo era recorrer el canal Beagle hasta alcanzar Bahía Aguirre, aproximadamente en mitad del triángulo que la península ocupa en el extremo este de la isla grande de Tierra del Fuego. Pero el viento tenía otros planes para nosotros.
Atilio Mosca se pone una campera sobre otra campera. No exagera. Zarpamos hace rato del puerto de Ushuaia y tiene una larga intemperie por delante, detrás del timón del velero. Quilmeño y kayakista, desde 2003 está en la provincia. “Armé una escuela y organizo remadas de una semana entre fiordos y glaciares. De noviembre a marzo hago salidas en esta embarcación, para cinco pasajeros que sólo tienen que traer un bolsito de mano”. Atilio es capitán, pero también cocinero y guía, y a veces une los tres roles, como por ejemplo cuando nos hizo desembarcar en zódiac, caminar por bosques y recoger un hongo gigante y blanco (lo llaman polvera) que, cortado en fetas y salteado con oliva y provenzal, sirvió de espectacular entrada para la cena.
“A los viajeros les lleva un tiempo adaptarse a la vida en el barco. Pero en los últimos días ya me dicen: ¿qué querés comer? Y se ocupan de cocinar”, sonríe Atilio al mando del velero monocasco de origen francés (de 1975) y bautizado Joshua. Tiene doble proa y 12 metros de eslora.
A la altura de Puerto Almanza, nos sorprende Atilio con un “¡Miren!” y la indudable presencia de una ballena. Su aleta caudal se recorta contra el cielo. Nos detenemos y dos embarcaciones de pescadores se nos acercan para observarla. El animal nos acompaña un rato, como consintiendo el avistaje, hasta que volvemos a navegar.
Hacemos luego una segunda parada en la isla Martillo para ver, sin desembarcar, su colonia de pingüinos. Esa porción de tierra pertenece a la estancia Harberton, la primera de la provincia.
Seguimos viaje al este, siempre al este. Tras seis horas de navegación neta y una extra de contemplación de ballena y pingüinos, fondeamos. Ayudamos con la cena, y nos preparamos para dormir en las cuchetas, junto a libros de fauna y aventuras de pioneros, mecidos por la calidez de la madera y esas aguas frías.
Por la mañana, Atilio nos invita a abordar un bote inflable y desembarcar en la costa de Bahía Relegada para caminar un poco por la playa pedregosa y llena de algas, y después por un bosque sin sendero alguno, donde ñires, lengas, coihues, canelos y notros se enredan en natural expansión. A nuestros pies hay un tapiz de flores silvestres amarillas y blancas, arbustos de calafate y plantitas de chaura, esas manzanitas en miniatura.
“En esta zona, las mujeres yámanas salían a pescar en canoas y los hombres las esperaban en sus chozas, con el fuego prendido. Les daban sus deseos antes de verlas partir: Anuske kamatehuacom. Buena suerte”, relata el capitán. Hay vestigios de concheros, esos espacios donde vertían las valvas de los moluscos alrededor de sus refugios.
Las bandurrias nos sobrevuelan, y vemos una tropilla de caballos asilvestrados que se enseñorean del lugar. Están solos. Son los dueños.
Resignados a no poder alcanzar nuestro objetivo de llegar a la península por mar porque el viento no lo quiso, volvemos hasta Ushuaia, con la ilusión de intentarlo por tierra.
Cabo San Pablo
El pajarito de pecho rojo canta con entusiasmo rockero. El sonido del mar le hace la segunda voz. Ante nuestros ojos, un oasis verde salpicado de flores silvestres revela, a medida que nos acercamos, un festival de plumas. Hay golondrinas, garzas brujas, cóndores, águilas, halcones, lechuzas, tordos, zorzales patagónicos, avutardas, bandurrias, petreles, ostreros, becasinas, loicas.
“El mejor mes para el avistaje es noviembre: esto es nada”, sonríe Edith Pancotti, porteña, en compañía de su esposo Michael Stauch, alemán. Los dos están al frente de Las Loicas, el refugio de campo ubicado en cercanías de Cabo San Pablo, a 175 km de Ushuaia. Es meca de los que quieren comida casera, anfitriones atentos y escenario de película en una posada que bien puede ser una escala técnica antes de encarar la exploración de Península Mitre.
“Hace 35 años que estamos en la provincia, y la última década acá, en Las Loicas. Abrimos al turismo hace poco más de dos años. Hasta ahora nos visitaron muchos españoles, italianos, alemanes. Les encanta que tengamos un río (el San Pablo) a 50 metros, poder ir a ver el Desdémona, el barco encallado en la playa del cabo, o quedarse a escuchar la voz de la Naturaleza”, cuenta Edith, quien recuperó técnicas de cestería de los pueblos originarios y decoró con sus objetos los rincones.
Tanto a los que van a pasar el día como a quienes deciden pernoctar les brindan la serenidad del templo chamánico que construyeron a pocos pasos, lleno de energía positiva para bajar veinte cambios.
Proyecto Área Protegida
Península Mitre tiene una superficie que equivale 25 veces a la Capital Federal, pero está prácticamente deshabitada. Desde 2003 se busca preservarla, y a partir de 2018 la movida se reactivó. Ese año hubo un proyecto que perdió estado parlamentario, pero se presentó nuevamente en julio pasado para convertir sus 300.000 hectáreas terrestres y 200.000 marinas en Área Natural Provincial Protegida. Argumentos sobran: posee vital importancia por sus valores biológicos, geológicos, históricos y culturales.
“Queremos evitar la deforestación, la extracción de turba, el robo de reliquias arqueológicas, la caza furtiva, la introducción de especies exóticas y la presencia del ganado asilvestrado”, enumera Martina Sasso, coordinadora del Programa Sin Azul No Hay Verde, de la Fundación Rewilding Argentina.
La turba es materia de origen vegetal que almacena en la superficie de la Tierra el carbono de la atmósfera y alivia los efectos del cambio climático. “Crece” unos 0,5 mm por año.
El 95% de las turberas argentinas están en Tierra del Fuego, y las de Península Mitre son las más grandes de Sudamérica. Los 2.400 km2 de turba de la península (el 45% de su superficie) llevan almacenado el equivalente a más de tres años de emisiones de dióxido de carbono de Argentina. Pisar ese suelo marrón y esponjoso es como caminar sobre una cama elástica de corcho.
La península alberga numerosas especies, algunas en peligro de extinción, y es uno de los cinco puntos de mayor variedad de aves marinas de la costa argentina.
Entre sus animales emblemáticos se cuentan las orcas, el cóndor, el zorro colorado, el guanaco, el lobo marino, el delfín austral, la centolla, el pato vapor, el huillín y el cormorán imperial.
“Mitre es corredor biológico de gran parte de la fauna antártica, que hace sus migraciones pasando por la península. Usa su costa y su mar como lugar de alimentación, descanso y reproducción”, explica Nahuel Stauch, guía de montaña y de pesca con mosca que nos acompaña en la travesía.
Pero la punta oriental de la isla grande tiene, además, tesoros culturales. Durante milenios estuvo habitada por cazadores-recolectores nómades, de los que quedan fascinantes yacimientos arqueológicos. Es el caso de los haush o manekenk. Pero por lo complejo de la logística que se requiere aún no se los ha podido estudiar lo suficiente. Lo mismo ocurre con los numerosos naufragios que hubo en esas aguas.
Y, como si fueran pocos méritos, Mitre tiene un valor paisajístico increíble, con las últimas elevaciones de los Andes alineadas de oeste a este. Es el único sitio del país donde se puede ver el océano Atlántico desde la cordillera.
No pudimos llegar a Bahía Aguirre por mar, pero vamos a intentar el ingreso a la península por tierra desde la costa sur, donde termina estancia Moat. “Es una de las primeras estancias de la provincia y perteneció a los descendientes de Lawrence, el segundo poblador no originario de la isla. Ahora forma parte de una red de refugios privados desde la que se apoya a equipos de investigación científica”, anticipa el biólogo Alejandro Winograd. “En los años 40 y 50 vivían unas 300 personas en Mitre. La zona era conocida como Policarpo, por el nombre de una estancia que todavía figura en los mapas. Había una enorme actividad peletera de lobos marinos, zorros, visones; aserraderos; cazadores. Ahora quedan acá sólo los últimos cuatro hombres libres de Tierra del Fuego: uno es bagualero, otro a veces acompaña a expedicionarios y otros dos… no sabemos de qué viven”.
En el cabo San Diego hay un faro que a la Armada le cuesta mucho mantener. Ese lugar es casi inaccesible a caballo porque es zona de acantilados, y tampoco en barco porque las corrientes son tan fuertes que no se lo puede mantener anclado. “El viento te vuelve loco y en ese faro los gauchos no se atreven a dormir –advierte– porque dicen que hay fantasmas”.
Winograd sabe de lo que habla. Llegó a Mitre en 1984 por tres meses, para trabajar para National Geographic. Cuando terminó, no se pudo ir porque no se quiso ir. Decidió organizar con el director del Museo del Fin del Mundo el primer relevamiento científico de la península, que fue épico. “Fuimos arqueólogos, geógrafos, historiadores, biólogos… Fue emocionante porque la gente de la ciudad, a medida que se iba enterando, nos traía frascos de dulce de leche y otras provisiones. Imaginate –invita– que era antes de que Tierra del Fuego fuera provincia… Mitre siempre fue un orgullo local”.
Al Portal Norte
Desde Ushuaia tomamos la ruta 3 durante unos 30 km y luego otros 86 de ripio y arcilla por la ruta J hasta que alcanzamos la estancia Moat. A pocos metros está el puesto de Prefectura. Esa construcción es el último punto de la Argentina adonde se puede llegar en auto. Desde allí hasta el extremo más alejado de la península, frente a la isla de los Estados, son 110 km. Los primeros 20 hasta cabo San Pío son relativamente accesibles, pero el resto ni siquiera a caballo resultan fáciles. Hay pendientes muy pronunciadas con mucho barro y profundos acantilados.
Por vivir un poco del espíritu de Península Mitre, emprendemos una caminata de dos horas desde el puesto de Prefectura. A veces, hay playas con senecios de flores amarillas y con rumex (hierbas con un penachito fucsia) por sobre los que vuelan bloques de espuma. A veces, cuesta avanzar porque la playa desaparece. Lo que se mantiene inalterable es el viento, y la vista hacia una porción de tierra en medio del canal: la isla Picton.
“Petrel, tordo, golondrina chica, cauquén”. Ana Gandino es guía de montaña y va señalando y enseñando sobre aves mientras caminamos. “Con el coihue, los yámanas hacían sus canoas; del canelo tomaban sus propiedades medicinales”. Fauna y flora de esta península donde, al menos, ya hemos podido poner los pies desde el sur.
Pero queremos conocerla más, y vamos a tratar de visitarla, ahora, desde su portal norte, popularmente establecido tras cruzar el río Irigoyen. No obstante, la península (según el proyecto de ley) comienza donde terminan la estancia María Luisa y su lodge de pesca.
Para llegar hasta el río hay que ir en 4x4. Tomamos la ruta A, que nace en la 3, a 30 km de Tolhuin y a 50 de Río Grande. Desde ese punto, recorremos 80 km hasta la tranquera de María Luisa, en los que nos cruzamos apenas con unos jinetes que arrean ganado.
Karina Vargas es la hija del dueño de la estancia y con Pablo, su marido, administra el lodge. “El río Irigoyen es de los mejores del mundo por el tamaño de las truchas (entre 6 y 12 kilos) y porque resulta muy desafiante la actividad, que es con devolución, ya que parten las cañas”, explica junto a ellos Nahuel. Unos teros, unos halcones peregrinos y un carancho austral asienten sin decir nada.
Los que se aventuran más allá pueden avanzar unos 80 km hasta Caleta Falsa, que es donde está el casco principal de la que fue estancia Policarpo. Otra opción mucho menos exigente es caminar 10 kilómetros hasta el río Irigoyen, frontera norte del área que se busca preservar.
También hay quienes optan por un recorrido de 10 días a caballo. “Es una travesía fuerte. Cruzamos cuatro ríos importantes. Paramos en viejos puestos de estancia. Hace 30 años –dice Adolfo Imbert, del Centro Hípico Fin del Mundo– que hago estas salidas de aventura a Mitre, unas cinco cada año de noviembre a marzo, con grupos de cuatro a 10 viajeros. Es algo que recuerdan por el resto de sus vidas”.
Sin montura y sin caña, queremos hacer nuestro ingreso, aunque sea simbólico, a la península por la costa norte, así que nos encaminamos al río Irigoyen para tratar de cruzarlo. De pasada, paramos en Cabo Lunar. Acantilados de arena y paredones con nidos de cóndores nos separan del mar, después de un trekking por un bosque de ñires lleno de guanacos y pájaros carpinteros.
Habiendo ido tan lejos, el agua helada no nos iba a amedrentar. Encontramos un lugar donde el caudal del río nos llegaba por debajo de la cadera y fuimos para adelante, a plantar una banderita imaginaria en la orilla de los expedicionarios.