Para los que la extrañan aún sin conocerla, para los que hace mucho que no la visitan, para los que planean ir en breve, he aquí un pormenorizado tour por los distritos de la Ciudad Luz. Los lugares nuevos, los menos obvios y los ineludibles son solamente algunas razones para querer visitarla ¿Conocés Paris? Contanos cuáles son tus motivos para ir o querer volver una y mil veces.
El café
Si pensamos en los íconos parisinos, junto a la baguette, la boina y el acordeón, vendría el café. A falta de metros cuadrados domésticos, los locales hacen de los comptoir (barras) y terrazas una prolongación de sus departamentos, y así se la pasan, empinándose uno o varios petit noir (cafecito) por día. Al paso o sentados con el diario en mesitas redondas pegadas hasta lo imposible, solos y antes del trabajo o entre amigos para el apéro (aperitivo), la consigna es mirar hacia afuera: lo mejor siempre pasa en la calle.
Sentarse con un expresso y un par de croissants en una terraza es la mejor manera de zambullirse en el teatro mundano de la capital francesa. Están las plagadas de intelectuales y las muy célebres, como la del Café de la Paix, cerca de la Ópera. Pero, como dicen los parisinos, el mejor café es el de barrio, el que queda en la esquina más cercana.
Saint-Germain-des-Près
Aunque hoy vive más de la moda que de las letras, la rive gauche supo ser sinónimo de la París ilustrada y académica. Las grandes discusiones filosóficas entre el existencialista Jean Paul Sartre y la feminista Simone de Beauvoir se dieron en las mesas del Café Deux Magots, frente a la abadía Saint-Germain. En una de sus paredes cuelga una foto de Borges, sobre la mesa donde él se sentaba a escribir.
A menos de 50 metros, el Café de Flore también convocaba a la élite intelectual, mientras las trompetas y clarinetes hacían temblar las cuevas de jazz. Lo que no cambió es el charme del 6° arrondissement (distrito), uno de los más caros. Las librerías fueron cediendo paso a lujosas tiendas, pero las galerías de arte no paran de crecer, quizás por la cercanía de L´Ecole Nationale des Beaux-Arts.
El hotel Lutetia sigue siendo un referente del art déco a pasos de Le Bon Marché, la versión chic de las galerías Lafayette. Al lado, La Grande Épicerie reúne aguas minerales y aceites de oliva exóticos. La Brasserie Lipp todavía congrega a periodistas y políticos en boga. François Mitterrand fue uno de sus adeptos antes de ser presidente.
Imposible eludir el pasaje St. André y su café Le Procope (1686), el más antiguo de la Ciudad Luz. Lo frecuentaron Voltaire, Balzac, Robespierre... Esa calle adoquinada y atiborrada de mesas conduce a un jardín secreto del medioevo, el Cours de Rohan. Allí vivía la amante de Enrique II y, muy cerca, el Dr. Guillotin experimentaba con su novedoso instrumento sin imaginar que su propia cabeza serviría después de prueba. Para entrar a este conjunto de tres patios, hay que rogar que la reja esté abierta y, una vez allí, envidiar a quienes hoy viven en ese rincón oculto, pura paz a metros del boulevard Saint-Germain.
Vinos vintage
A pasos del Panteón (distrito 5°) se esconde De Vinis Illustribus, histórica cava de París especializada en vinos de otras épocas. Lionel y Dominique Michelin son los dos apasionados que gestaron esta suerte de museo lleno de botellas cubiertas de polvo, todas reliquias, y algunas menos accesibles que otras: hay etiquetas de hasta € 9.000. Lionel es enólogo de profesión y recomienda los vinos según su año de origen. Si se quiere uno de 1972, un Bourgogne es más apropiado que un Bordeaux. Para conmemorar un aniversario de bodas conviene un Cabernet Sauvignon. Y todo lo explica dentro de un menú degustación que hace honor a los vinos.
Museo Quai Branly
Aunque no se trate de arte contemporáneo, el museo diseñado por Jean Nouvel a los pies de la torre Eiffel es moderno en su concepción. La colección de 3.500 piezas es un viaje desde Europa a los otros continentes (África, Asia, Oceanía y las Américas), expuesta con gran criterio estético dentro de una sala sin barreras. El rescate francés del resto de las culturas podría ser "políticamente correcto", a juzgar por los conflictos inmigratorios que comprometen al país galo; por eso el desafío fue convertirlo en un espacio de "diálogo intercultural", aún tocando los temas más sensibles.
Algunos elegidos: las máscaras de Papúa Nueva Guinea, la escultura de la Isla de Pascua, el manto de chamán ruso, los tapices argelinos, la sección dedicada a la cultura maya y los trajes del carnaval de Oruro. Desde el restaurante Les Ombres hay una vista espléndida de la torre.
Tip dulce
Los helados Berthillon pueden ser la excusa perfecta para acercarse a la isla St. Louis. Hoy se venden en casi todos los cafés y crêperies, pero la heladería original sigue existiendo y es muy fácil reconocerla porque la rue St. Louis se corta a esa altura por la cola de personas que esperan por una bocha o dos de caramel au beurre salé, pomelo, leche de coco o pistacho.
El Sena
Es el que mejor cuenta París. Desde cualquiera de las dos orillas, la droite o la gauche, a pie o en bici, con picnic en la costa, debajo de los puentes o desde los muelles, entre las viejas ediciones de Balzac que ofrecen los bouquinistes (libreros que venden ediciones de segunda mano) cada cual lo recorre a su antojo y lo hace propio por ese rato.
Por mucho que le escapemos a los clichés, el paseo en los Bateaux Mouches es un hit incuestionable. La cena en el crucero propone degustar un menú de tres pasos con violines de fondo, mientras se van descubriendo las islas de la Cité y St. Louis, el edificio de la Conciergerie donde María Antonieta pasó sus últimos días, el museo d´Orsay y el Pont Neuf, el más antiguo de los 37 que atraviesan el río.
El paseo de dos horas es un clásico para propuestas de casamiento o aniversarios. Hay una mesa especial en la proa del barco, donde no faltan rosas ni champagne. Algo predecible, pero siempre hay lágrimas y aplausos. Si el precio del menú resulta excesivo, se puede optar por la versión sólo paseo con audio-guía, que en una hora muestra lo mismo con más información. Los barcos parten desde el Puente del Alma, donde murió Lady Di. De noche, todos los edificios y puentes están iluminados.
Le Marais
En los 80, los gays se hicieron más visibles entre la Bastilla y el Centro Pompidou, sumándose a los judíos, la comunidad histórica de esta ex zona pantanosa que se fue "boboizando" (bobo= bourgeois-bohème) hasta convertirse en el barrio más dinámico del centro (entre los distritos 3° y 4°). Así es Le Marais: conviven la sinagoga, el boliche gay, los restaurantes de comida kosher (sobre todo en la rue des Rosiers) y las últimas tendencias de diseño y moda.
La diversidad atrae a turistas que deambulan entre galerías de arte, locales de objetos kitsch y la Place des Vosges, la más antigua de París -que hizo construir Enrique IV- y quizás la más bella, milagrosamente preservada como la casa donde el célebre Victor-Marie Hugo (1802-1885) pasó gran parte de su vida, a pocos metros.
Detrás del museo Picasso, en el alto Marais, se codean negocios como Merci, una tienda de culto ubicada en un loft de 1.500 m² rebosante de luz donde se puede comprar un vestido, rosas frescas y perfumes de Annick Goutal o leer un libro usado y tomar una limonada en la cantina chic del sótano. El domingo es uno de los días más activos; el sábado, en cambio, muchos locales están cerrados. Por el sabbath, claro.
Shopping popular y de lujo
Las vidrieras de París son semi instalaciones artísticas que merecen una recorrida, se compre o no. El criterio de local-museo vale para la tienda futurista de Hermès, construida en una histórica piscina de Saint-Germain-des Près. En el hall, tres "chozas" de madera albergan muebles, perfumes y joyas. Y junto a los célebres foulards, se exponen flores exóticas.
En las avenidas Montaigne y Champs Elysées están los templos de la moda que no necesitan presentación, como Dior, Louis Vuitton, Prada y Cartier.
Dentro del rubro shopping masivo, el boulevard Hausmmann con sus grandes almacenes lleva la delantera. Debajo de la gloriosa cúpula Art Nouveau, las galerías Lafayette son una tentación accesible, sobre todo en épocas de grandes rebajas (enero y junio). Los japoneses las adoran.
La rue Rivoli y las calles del barrio Latino son ideales para comprar esas chucherías que todos guardamos en algún cajón, como la clásica bola de cristal con la torre Eiffel en miniatura, imanes, boinas y pañuelos con motivos parisinos.
Catedral de Notre-Dame
Alrededor de 13 millones de personas admiran cada año sus gárgolas, esos monstruitos de piedra que divisan la ciudad por encima de los techos grises. Pese a las multitudes que la rodean de día y noche, esta catedral es una fija para organizar reencuentros y citas. Si hay un centro parisino, es éste, en plena isla de la Cité.
Antes de ser el hogar del jorobado Quasimodo, la obra cumbre del arte gótico demandó casi dos siglos de construcción -entre 1163 y 1345- y fue testigo de la auto-coronación de Napoleón como emperador, en 1804 (cuando el Papa Pío VII le iba a poner la corona, él se la arrebató y se la colocó él mismo). Para interpretar sus múltiples alegorías conviene echar mano de un libro o una audio-guía. La vista nocturna, desde la parte trasera, es una de las imágenes más lindas de París.
Belleville
Dentro del off París y casi sobre la periferia, los distritos 19° y 20° demarcan uno de los rincones más prometedores de la capital, adonde se llega gracias a los consejos de los locales. Esta zona que se supone vio nacer a Edith Piaf, no tiene una identidad sino miles. Primero estuvieron los chinos, después llegaron los armenios, griegos y judíos; más tarde, los argelinos, tunesinos y negros africanos. Por eso algunos la llaman "Babelville".
Esa mélange multiétnica atrajo a bohemios y snobs por igual. Vale la pena visitar Belleville sólo para subir hasta el parque Buttes-Chaumont, el más escarpado de todos los espacios verdes de la ciudad, con un diseño irregular tipo jardín anglo-chino. Desde la glorieta, la ciudad parece lejana. El otro arte está presente en las calles, en las paredes intervenidas con grafittis y pinturas, como las que rodean el Café Aux Folies y Le Floréal, dos hitos del barrio.
Arco de Triunfo
Para el que visita por primera vez la ciudad, es uno de esos impactos difíciles de olvidar. Encontrarse en directo con la imagen triunfalista del arco más famoso, el que Napoleón hizo construir en honor a su ejército tras la victoriosa batalla de Austerlitz. Lo encargó en 1806 y 30 años después estuvo listo. Tiene 49 metros de alto x 45 de largo el gran monumento francés, y de cerca parece incluso más grande.
El segundo impacto es observar el río de autos que gira como calesita por la rotonda que lo circunda. Es un paradigma de autorregulación del tráfico, donde los que circulan por adentro deben dar prioridad a los que entran (al contrario que en la mayoría de las rotondas). Y el verdadero triunfo es no chocar. Como lo es intentar cruzar a pie alguna de las doce diagonales que confluyen en el arco. Pero la mayoría tarda en darse cuenta que la forma prudente -la única en verdad- de alcanzar la plaza Charles de Gaulle, es a través de los pasos subterráneos ubicados sobre las diferentes avenidas.
Una vez en la plaza, hay que enfrentar los 284 escalones del arco que llevan a la cima por una angostísima escalera caracol. La vista desde la terraza es una de las más claras de la ciudad, y más cuando empieza a caer el sol. Hacia donde se mire, hay postal: los árboles perfectamente alineados sobre la avenida Champs Elisées, los rascacielos de La Défense, la colina de Montmartre y la torre Eiffel, que desde acá se ve como encastrada entre los edificios.
Très chic
Las modas van y vienen, pero la elegancia de los parisinos tiene algo de anacrónico. Un écharpe ligeramente anudado al cuello, un pantalón color salmón, jopos y engominados, sombreros, un blazer vintage, labios rojo fuego o zapatos que parecen salidos del placard de la abuela: sólo ellos saben llevarlos con distinción y naturalidad.
El estilo parisino, podría ser a la vez sobrio, fresco, audaz y con actitud. Sobre todo, muy personal. Será porque existen tantas marcas y diseñadores que no se ven clones disfrazados de lo mismo, ni siquiera en los barrios de moda.
El marché
Todos querríamos tener uno así cerca de casa. Los marchés (mercados) son un surtido al aire libre de verduras y frutas de estación, panes, pescados y quesos, generalmente ofrecidos por los propios productores y a precios razonables. Es un lindo programa para un domingo a la mañana, cuando abre la mayoría.
Antes de comprar, la costumbre local es mirar, tocar, oler, probar un pedacito y recién ahí se llena la canasta. El Raspail es el más chic y es común cruzarse con alguna celebridad de anteojos oscuros tanteando tomates. Sólo ofrece productos bio (orgánicos). Otro muy cosmopolita es el d'Aligre, cerca de la Bastilla, con más de cien puestos y junto a una galería cubierta.
Montmartre
La basílica Sacré Cœurbrilla en la colina más alta, muy cerca de Pigalle, donde el viejo glamour de las bailarinas del Moulin Rouge convive con sex shops (de hasta tres pisos) y cines eróticos. Y aunque Montmartre (distrito 18°) sea algo así como "el último pueblo de París", también es el barrio francés más pintado y el favorito de los turistas.
Entre semana es más disfrutable, porque hay menos gente. El mismo ticket del metro sirve para subir al funicular y evitar las escalinatas. Antes o después de merodear entre los caballetes de los artistas de la Place du Tertre y hacerse un retrato -el precio puede regatearse-, la pausa se puede hacer al pie de la colina en el bistró Le Petit Trianon, rediseñado al estilo retro-chic.
No hay que limitarse al laberinto de calles circulares que rodean la basílica; hay pasajes secretos para explorar, como el que se desprende de la avenue Junot y conduce a un distinguido palacete convertido en el Hotel Particulier Montmartre.
Museos
¿Recorremos 6.500 años de historia o las vanguardias del siglo XX? Si la opción es la primera, el Louvre excede cualquier pretensión. Visitarlo completo lleva mucho más que un día. Entonces hay que elegir: recorrida express por los clásicos (la Gioconda, la Venus de Milo, el Código de Hammurabi y las momias egipcias), o paseo rupturista por alguna de las más recientes incorporaciones, como la sala dedicada al Islam.
Pero la visita empieza antes, desde que se accede por el glorioso jardín de las Tuilerías, o incluso puede ser sólo exterior, entre la fachada del antiguo palacio de los reyes de Francia y la famosa pirámide de cristal diseñada por el arquitecto Pei.
Si en cambio se busca el más puro arte contemporáneo, el Centro Pompidou es obligado, al menos si se quiere tener a centímetros de distancia obras de Matisse, Picasso y Kandinsky. Un elegido: el retrato de la periodista Sylvia Von Harden, de Otto Dix. Porque sí. Conviene comprar el Paris Museum Pass. Sin colas, es un pase directo para más de 60 museos y monumentos. Hay de dos días, cuatro, o seis.
Canal Saint-Martin
Los que vieron la escena en la que la heroína del cine Amélie Poulain tira piedras al agua desde un puente y juega a hacer sapito, sabrán reconocer este rincón, uno de los que más se transformó en los últimos años. Ideal para un tranquilo deambular los fines de semana, cuando la ciudad arde de turistas, los alrededores del canal (Distrito 10) abundan en locales de diseño y restaurantes que todavía conservan un buen equilibrio entre lo moderno y lo popular, además de varios espacios verdes.
Las esclusas y puentes giratorios verdosos son un imán para los jóvenes que se sientan al borde del agua a hacer picnic y tocar la guitarra. O se cruzan a los bares frente al canal, como Le Comptoir Général , un viejo galpón de espíritu asociativo muy cool, atendido por antillanos y senegaleses con collares hawaianos. Para servirse un vaso de pastis (el anís francés, aperitivo que se bebe rebajado con agua: tiene 40-45° de alcohol) o picar unos bo-bun (rolls crocantes rellenos de camarones), hay que pagar en la caja y conseguir una mesa.
El bar Chez Prune fue uno de los precursores del lifting del canal. Su terraza es una de las más codiciadas para el rito de la copa al atardecer. Cabe destacar la renovación del emblemático Hotel Du Nord, convertido en restaurante chic con una buena y generosa cocina.Le Verre Volé es otro recomendado para los amantes de los vinos orgánicos y las porciones generosas, con unas pocas mesas y ambiente muy décontracté. Los domingos, las calles que bordean el canal son peatonales y también se puede circular en bici.
Bistronomie
"Desaburguesar" la cocina es la última tendencia gastronómica de la capital francesa. No más platos sofisticados ni ambientes estreñidos como en los tiempos en que se endiosaba a la nouvelle cuisine. No más porciones diminutas a precios enormes (el chef Paul Bocuse solía decir irónicamente: "nada en el plato, todo en la cuenta"). No más manteles blancos.
Las premisas de la bistronomía (bistró con economía) son productos frescos de mercado, pocas mesas, mozos cancheros y, sobre todo, una cocina sencilla e innovadora. Yves Camdeborde es considerado el pionero de esta generación de chefs "bistronómicos" y exhibe su talento en Le Comptoir, en el carrefour de L´Odéon. El éxito lo llevó a sumar L'Avant-Comptoir, un pasillo pegado al bistró para picar raciones codo a codo.
El chef Iñaki Aizpitarte es otro que supo imprimir esa libertad a su cocina en el Este parisino, primero desde Le Chateaubriand, donde el menú cambia todos los días en base a productos orgánicos, también en su mellizo más moderno, Le Dauphin, abierto al lado.
La torre Eiffel
Para que llegara a ser el símbolo indiscutido de París hubo que convencer a varios detractores, entre los que figuraban intelectuales como Émile Zola y Guy de Maupassant. La consideraban "una torre vertiginosa y ridícula que domina París, como una gigantesca y oscura chimenea de fábrica".
El proyecto de Gustave Eiffel prosperó y la torre estuvo lista para la Exposición Universal de 1889 en la orilla izquierda del Sena: diez mil toneladas de acero repartidos en 300 metros de altura. Se la pensó sólo como atracción temporal, pero una vez terminada, todos se rindieron a sus pies. Fue el edificio más alto del mundo, hasta la inauguración del Empire State, en Nueva York.
Como fue hecha para ser vista, todos quieren visitarla. Por eso las colas para subir a los ascensores son interminables. Para ahorrarse ese tiempo, se puede comprar el ticket online.
El irremediable romanticismo
Alguien se pasea al costado del Sena soñando algún encuentro poco casual, como Cortázar imaginó la aparición de La Maga sobre el Pont des Arts, el mismo que los enamorados llenaron de candados para sellar su idilio. Como le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman, en el final de Casablanca: "siempre nos quedará París". Pocas ciudades se prestan como ésta para volcar las propias fantasías e ilusiones. Como si hubiera adivinado que uno podría ser feliz sólo con ella.