Admitámoslo: Martinique remite al Caribe y suena francés, pero ahí se terminan los conocimientos que la mayor parte de los argentinos tenemos de esta isla. Hay que aterrizar en el aeropuerto Aimé Cesaire para ponerse al día con la diferencia entre departamentos y territorios de ultramar (de donde vienen las siglas DOM y TOM) y las COM (Collectivité d’Outre-Mer), con un poco más de independencia que las primeras. Martinique y Guadeloupe, por ejemplo, son DOM, St. Barts y St. Martin son COM.
Para los nativos de habla francesa, este enjambre de siglas es natural y no presenta dificultades. La mayor diferencia es que los primeros eligen diputados y senadores, pero Francia les envía un Prefecto designado por el gobierno central; esa falta de autonomía tiene la contracara de un mayor apoyo del estado. Las COM votan el elenco de autoridades completo, pero el presupuesto no es tan amplio como en el caso de los vecinos DomTom. Eso sí: todos tienen derecho a vivir y estudiar en la tierra de la igualdad, libertad y fraternidad.
Martinique es verde y generosa en flores con un ciclo natural de lluvias que garantiza una riqueza vegetal extraordinaria.
En las ex colonias llaman "Metropole" al continente, a Francia, y tienen la relación que uno puede tener con una tía a la que quiere mucho, pero que sabe, felizmente, muy lejos.Hay un océano entre ambas realidades, y por Martinique pasaron la esclavitud –abolida en 1848–, la introducción de trabajadores de la India para reemplazar a los esclavos en los campos de bananas, ananás y azúcar, el mestizaje, la erupción del Mont Pelée y sus 30 mil víctimas en 1902, la destrucción de la capital Saint-Pierre –que quedó como una pequeña Pompeya tropical– y la mudanza a la actual Fort de France.
Bailan zouk y comen accras (bolitas de pescado frito) con ti punch (trago típico preparado con ron, jarabe de azúcar y jugo de lima lima), o dombré haricot rouge (un guiso de porotos rojos) con planteur (ron con jugo de naranja y guayaba).
El único resort all inclusive es el Club Med Les Boucaniers –con una muy buena playa e infraestructura– y el cinco estrellas se llama Cap Est, un Relais & Chateaux espléndido, donde se come de maravillas y se descansa a cuerpo de rey.
Por lo demás, la propuesta de Martinique es alojarse en hoteles y posadas a escala humana, alquilar un auto y salir a recorrer sus 65 km de ancho por 20 km de largo, elegir un bistró donde comer una langosta con los pies en la arena y la vista perdida en el mar, con un chardonnay francés bien frío.Très chic.
El Jardin de Balata
A diferencia de otras islas del Caribe más bien áridas, Martinique es verde y generosa en colibríes, aves, flores. Los caminos tienen alergia a las líneas rectas, y se complacen en girar una y mil veces a través de los pequeños montes cubiertos de selva. Hay un ciclo natural de lluvias que garantiza una riqueza vegetal extraordinaria, con especies asombrosas de hojas carnosas más propias de las plantas carnívoras, que de una inocente especie de botánico. La mejor manera de darse un shock de color y morfología tropical insospechada es conocer el Jardin de Balata, el paraíso de Monsieur Jean Philippe Thoze. Este pequeño edén consumado en tres hectáreas supo ser la casa de su abuela, y allí donde surgió su pasión verde, Thoze reprodujo un jardín alucinante: alpinias purpuratas, alpinias dobles, hibiscus, helechos arborescentes que parecen salidos de Jurasic Park, y pasarelas colgantes, bambusales, estanques… pero sobre todo el encuentro con una de las flores más increíbles de la Tierra: la rosa de porcelana. Originaria de Malasia e Indonesia, la posibilidad de observar este milagro de la Naturaleza de cerca, en tierra –y no como parte de un frondoso arreglo floral estilo tocado de Carmen Miranda– y sin viajar tan lejos es la mejor manera de reconciliarse con la belleza del mundo.
Con sabor a ron
El ron martiniqués, más conocido como rhum agricole, tiene AOC (Appellation d’Origine Contrôllée) desde 1996 y está ligado a la cultura creole de la isla y las primeras plantaciones de azúcar. Esta AOC fue la primera que Francia le dio a una bebida de ultramar, lo cual hace más valioso el mérito, por tratarse de un país que tiene por los terruños de sus vinos, una veneración y respeto de muy larga data. Para ser denominado "agricole", el ron debe estar hecho de puro jugo de caña, y no de melaza como suele ser el industrial. Orgullosos de su producto, los martiniqueses tienen siete destilerías en actividad que elaboran 22 marcas, y una sola usina de azúcar que produce la marca Galion.
La más antigua marca de ron es Saint James, fundada en 1765 por el reverendo Lefebure, que obtuvo un destilado de calidad al que llamaban "guildive" o "tafia". Consiguió permiso real para comercializarlo fuera de Francia, y con el objeto de llegar a Nueva Inglaterra (Estados Unidos) tomó nombre british y la botella cuadrada –primera en el mundo y muy útil a la hora de ser estibada en los barcos– que lo caracterizan hasta hoy.
Visitar al menos una destilería es un must de Martinique. Los tours terminan con grata degustación y deparan una buena dosis de historia y vistas espléndidas: las haciendas y sus parques suelen ser muy atractivos. La mansión de la destilería Depaz, a los pies del Mont Pelée, el más alto de la isla, o la casa de la Habitation Clément merecen ser conocidas, más allá del mayor o menor interés etílico que el ron le pueda despertar. En esta última, de puro estilo créole, se encontraron Mitterand y Bush en 1991, tras la Guerra del Golfo.
Los mejores chocolates
Chocolates Lauzéa es la marca referente del Caribe francés. Elegida entre los 20 mejores chocolates del mundo en el Salón Internacional del Chocolate de París en octubre de 2013, los hermanos Lauzéa se dedican a elaborar finísimos chocolates rellenos con ganaches y pralinés de distintas frutas y especies. Se distinguen entre sí por diferentes impresos de colores que les dan un aspecto de pequeñas obras de arte. Hay de pimienta, coco, maracuyá, mojito, jengibre, citronela y canela, entre muchos otros. También bombones de frutas. Visitar la tienda de Frères Lauzéa es como entrar en una joyería –sólo que de chocolates–, con la diferencia de que es casi imposible salir con las manos vacías. Sucursales en Guadeloupe y París.
Biblioteca caribeña
Una síntesis de la época dorada de la colonia es la Bibliotheque Schoelcher, frente a la plaza de la Savana, en pleno centro de Fort de France, capital de la isla. Se trata de un bellísimo edificio construido por Pierre Henry Picq a finales del siglo XIX en un estilo ecléctico que combina elementos clásicos con otros del art nouveau y mosaicos bizantinos. Fue montado originalmente en el Jardín de las Tullerías en París, y traído por partes a Martinique, donde abrió sus puertas en 1893. Concebido para albergar la biblioteca personal de Víctor Schoelcher, ferviente abolicionista que bregó por la instrucción de los ancianos esclavos negros, su condición para llevar a cabo la donación fue que estuviera a cargo de un bibliotecario profesional. El primero fue Víctor Cochinat, secretario privado de Alexandre Dumas.
La coiffe de Madras
Se conoce con el nombre de la ciudad de Madras el estampado cuadrillé amarillo, rojo y verde que introdujeron los indios y que las mujeres de Guadeloupe y Martinique usan tradicionalmente en la cabeza como cofia. Hay muchas maneras de colocarse la "coiffe" y todas revelan un estado diferente: por la cantidad de nudos y pliegues uno puede saber si la mujer es soltera, casada, viuda, si está enamorada o buscando novio. La "coiffe" nació en los tiempos de la colonia, cuando los hombres y las mujeres de ciudad debían cubrirse la cabeza. Sin embargo, el sombrero estaba reservado a las blancas: así, de la necesidad y el ingenio, habría surgido esta solución local que hoy es parte del vestido nacional. El madras se convirtió en el textil por excelencia de los souvenirs martiniqueses. Se utiliza para hacer faldas, vestidos y también cortinas, repasadores, manteles, entre otros.
Josefina Bonaparte
María Josefina Rosa Tascher de la Pagerie, más conocida como Josefina Bonaparte, nació en 1763 en el seno de una rica familia azucarera de Martinique. Se casó en París con Alejandro de Beauharnais, quien la hizo vizcondesa, pero muy infeliz: tuvieron dos hijos, Eugène y Hortensia, y se separaron oficialmente en 1783. En 1795 conoció a Bonaparte y en 1804, ya casados, su esposo la coronó emperatriz. Sin embargo, la dicha tampoco los acompañó. Josefina no pudo darle un heredero, y acabaron separándose en 1810: fue el primer divorcio bajo el Código de Napoleón. Se retiró al castillo de Malmaison, en las afueras de París, y trabajó en sus jardines junto al naturalista Aimé Bonpland. Sus restos descansan, junto con los de su hija Hortensia, en la iglesia de Rueil. En La Pagerie, en Trois Ilets, hay un museo con objetos que pertenecieron a la casa natal de Josefina.