Son las cuatro y media de la mañana en Siem Reap y Lun, nuestro guía, pasa a buscarnos en un tuk tuk. Vamos a conocer los templos de Angkor, la gema de Camboya, muchas veces comparada con los enclaves arqueológicos de Machu Picchu y Petra, en Jordania.
A sólo cinco kilómetros de la ciudad, esta grandiosa obra arquitectónica se desparrama en un territorio de 400 km² de selva. Fue descubierta por el francés Mouhoy en 1868, y guarda los vestigios de las distintas capitales del imperio jemer, fundado por Jayavarman II. El hombre, autoproclamado rey-dios en el año 802 d.C., tonificó su carácter divino haciendo construir imponentes templos religiosos e inició así una tradición que continuaron sus sucesores por siglos.
La arquitectura khmer estuvo muy influenciada por la hindú, como consecuencia de la ruta comercial marítima que conectaba la India con China. De hecho, los edificios remiten simbólicamente al Monte Meru, hogar de los dioses y centro del universo para el hinduismo. Como Angkor es una llanura, intentaron representar el ascenso al monte sagrado construyendo templos altos, a los que se accede por pronunciadas escaleras, rematados con una torre central. No obstante su origen hinduista, la mayoría de los templos se transformaron en budistas.
El imperio jemer perduró a lo largo de 600 años y llegó a dominar gran parte de lo que ahora es Laos, Tailandia y Vietnam gracias al ingenioso manejo del agua, hasta que se hizo sentir el efecto de la deforestación. La decadencia comenzó, y las invasiones vecinas se tornaron en una constante. En 1863, los franceses convirtieron Camboya en un protectorado que concluyó en 1953. Por años, Angkor quedó sumido en el abandono, devorado por la selva, un olvido que remedió la Unesco cuando, en 1992, lo declaró Patrimonio de la Humanidad.
Las siluetas negras de unas palmeras se recortan sobre el horizonte. Un estanque separa el templo Angkor Wat (1113) de la ajetreada vida cotidiana. No hay alumbrado público. Sólo se ven las luces de los tuk tuk que trasladan turistas a toda velocidad antes de que el sol se ponga detrás del icónico templo que lleva estampada la bandera nacional. Dicen que es la estructura religiosa más grande del mundo. Es inagotable. Las paredes lucen bajorrelieves con más de dos mil bailarinas celestiales o apsaras de sonrisas tan abiertas que muestran los dientes. Hay símbolos que hablan del karma, de que si hacés el bien en esta vida, la siguiente será mejor.
A sólo siete kilómetros se encuentra Angkor Thom, la ciudad fortificada que hizo levantar Jayavarman VII en 1220. Por sus cinco inmensos portones, que se estiran 20 metros hacia el cielo, entran y salen elefantes, búfalos de agua y macacos de cola larga. En el centro está el excéntrico templo de Bayón, con 54 torres góticas decoradas con 216 rostros de deidades que irradian expresiones de paz. Ninguno repite el tamaño, la posición ni la apariencia. Caminar por sus pasillos concéntricos da la sensación de avanzar dentro de cuadros sucesivos. Hace calor. Muchos turistas se enrollan la remera por encima del abdomen y se lo abanican, como si en ese punto del cuerpo se encontrara el termostato.
Pasamos por Baphuon (1066), con su impresionante estructura piramidal de cinco plantas y la presencia de un inmenso Buda reclinado porque acaba de irse al Nirvana. Desde lo alto se puede ver el tupido bosque poblado de pájaros azules y una arquitectura tan descomunal como el tamaño de los árboles.
Guardamos lo mejor para el final: Ta Prohm, el templo de los árboles que aún existe por voluntad de la Naturaleza. Cuenta Lun que la piedra con la que está construido el templo, fertilizó tanto a los árboles que en menos de 300 años sus poderosas raíces se convirtieron en pulpos que abrazaron la construcción. Y tan tenaces son, que casi se tragan el edificio para que el bosque reine otra vez sin intermediarios.
VIAJE AL INTERIOR
Recorremos 28 km desde Siem Reap hacia la villa de Phum Chhuk por un paisaje caótico de palmeras y motos que transportan desde un cocodrilo enjaulado hasta un chancho atado al asiento. Avanzamos por la mítica ruta 6, conexión entre Siem Reap y Phnom Penh, la capital de Camboya, a 320 km.
A la vera del camino hay gente cocinando, negocios que venden altares, fábricas de estatuas, vendedores de plumeros y de caracoles vivos que aquí se comen como snack. Poco a poco el paisaje es de campos de arroz color verde fosforescente. Cruzamos varias escuelas de las que salen niños vestidos con pantalones azules, camisas blancas y pies descalzos. Salen abrazados, riendo. Algunos montan bicicletas inmensas. También pasamos por varias fiestas de casamiento: casi todas suceden en mayo, cuando termina la cosecha y la gente tiene tiempo para su vida privada.
Finalmente llegamos a la Casa Holandesa, una fundación del país de la princesa Máxima creada en 2005 para cuidar chicos huérfanos, donde les enseñan khmer –el idioma oficial– e inglés. Delante de la casa pasan carros tirados por bueyes bajo el impiadoso sol del mediodía. Enfrente, un hombre saca agua de un pozo con un balde atado a una caña de bambú.
La tierra roja vuela entre palmeras y árboles de mango. A lo lejos se escuchan gongs y tambores. Un grupo de jóvenes con barbijo junta el arroz esparcido en extensas lonas para secar al sol. Tienen que embolsarlo pronto por la amenaza de lluvia y no quieren ser parte de la estadística que en 2011 registró 165 granjeros muertos por los rayos. Aquí están a la buena del cielo. Un camión frena para comprar. Hay tantos granos y tan poco dinero. No tienen idea de cómo se verá el packaging de su cosecha en la góndola de un hipermercado.
UN LAGO COMO UN OCÉANO
Seguimos hasta el Kompong Khleang, un conjunto de villas de pescadores en los alrededores del imponente lago Sap (Tonlé Sap), declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco en 1997. Es la principal masa de agua dulce del sudeste asiático y una de las mayores reservas de pescado del mundo. Unas 1.800 familias viven de los frutos que ofrecen sus 2.590 km², que pueden superar los 24 mil durante la temporada de lluvias, que va de julio a noviembre. Entonces, el río Mekong desborda para alimentar el río Tonle Sap que, en lugar de desagotar en el lago homónimo como lo hace durante la temporada seca, cambia de sentido y fluye hacia el Mekong. Cuando el agua sube, el paisaje y la vida cambian por completo: los niños abandonan la escuela para ir a pescar con sus padres; los animales se guardan en casa; los scooters se reemplazan por balsas, y los chicos usan troncos para desplazarse hasta la casa del vecino.
A pesar de que estamos en la época seca, los rayos intimidan con su resplandor. Gallinas, patos, pollitos, corren alborotados y se pierden entre las patas flacas pero resistentes que sostienen las viviendas, construidas a diez metros del suelo. Cuando el lago está bajo, las casas parecen raquíticos rascacielos de bambú.
Mientras caminamos, montones de niños corren a nuestro encuentro. Muchos están desnudos, algunos tienen remeras rotas y collares de perlas plásticas. Todos sonríen y nos gritan bye en lugar de hello. Será porque aquí la gente está siempre de paso.
Tomamos un bote para llegar al lago. Nos cruzamos con varias familias que regresan en sus embarcaciones repletas de pescado, hasta que aparecemos en el inmenso espejo de agua que parece no tener bordes. El lago Sap funciona como un barrio flotante habitado por más de mil pescadores vietnamitas que se quedaron tras luchar contra el Khmer Rouge. Sus casitas-balsa tienen canteros floridos y hamacas paraguayas con vistas envidiables. Cada una es como una isla en sí misma, por eso los vecinos pueden estar tan lejos como gusten.
Durante el viaje, Lun nos cuenta que los monjes budistas no trabajan porque deben llevar una vida extraordinaria y que, por eso mismo, se rapan y visten túnicas. Dice que los primeros meses son muy duros porque hay que acostumbrarse a almorzar y a pasar el resto del día meditando con el estómago vacío. Que la vida es propiedad de la Naturaleza, por eso la piel envejece y el pelo se cae; no nos pertenecen. Que lo importante es la conducta, no tanto el conocimiento.
SIEM REAP A PEDAL
Para evitar el sol del mediodía, salimos bien temprano en bicis alquiladas a recorrer la ciudad. La clave es animarse a fluir en el mar de scooters: respirar hondo y seguir la corriente. Paramos en los Jardines Reales, un parque con añosos árboles de teca y murciélagos gigantes que cuelgan de sus ramas como arreglos navideños. Una pareja de novios y sus damas de honor posan entre los árboles. En el templo Preah Ang Chek Preah Ang Thom, los fieles rezan sosteniendo un manojo de sahumerios sobre su frente. Un conjunto de músicos hace lo suyo con un xilofón. Un grupo de monjas rapadas espera donaciones con sus piernas cruzadas, y un monje reparte bendiciones con agua de flores.
De ahí seguimos hacia Artisans Angkor para conocer el arte de Camboya a través de una activa comunidad de artistas que busca rescatarlo del olvido. Pintan sobre seda, a la laca y tallan budas en madera de Hevea brasiliensis, el árbol del caucho.
El epílogo del paseo es el mercado, la parte más turística de Siem Reap. Elefantes de plata, telas con mil y un bordados, cuencos de cerámica y de mimbre, todo es lindo y accesible. Está lleno de locales que ofrecen masajes tradicionales y el particular fish massage: los turistas se sientan en el borde de un inmenso tanque con agua, sumergen sus pies descalzos y los peces se encargan de comer las células muertas de la piel. En el centro, la Pub Street congrega todos los bares con pintorescas mesitas en la calle.