Los secretos de la casa de Ana Frank, en Ámsterdam
El siguiente relato fue enviado a lanacion.com por Carina L. Mermelstein. Si querés compartir tu propia experiencia de viaje inolvidable, podés mandarnos textos de hasta 5000 caracteres y fotos a LNturismo@lanacion.com.ar
Cuarenta y dos años después de mi primera visita, la pequeña puerta verde del número 263 de la calle Prinsengracht está cerrada. Los turistas se turnan para sacarse fotos en lo que alguna vez fue la entrada a la casa de Ana Frank. El viento helado me hace olvidar que ya es primavera en Ámsterdam, mientras me acomodo, como un simple eslabón, en la fila que lleva el turno de las 16.15. Algunos desprevenidos se muestran desilusionados cuando el guardia les niega la posibilidad de entrar sin reserva previa.
Del otro lado de aquélla pequeña puerta verde una frase me golpea: "Alguna vez terminará la guerra. Alguna vez dejaremos de ser judíos para convertirnos en seres humanos".
La angosta escalera que lleva al primer piso logra sostener la angustia que provoca esa primera definición. La religión como contraposición a la persona, al derecho a la vida. Mientras me apoyo en los numerosos peldaños no puedo dejar de pensar que esta podría haber sido también la historia de mi familia.
Ana Frank nació el 12 de junio de 1929 en Frankfurt, Alemania. En 1933, Hitler llegó al poder.
Recorro primero las distintas salas de la casa de adelante donde funcionaba Opetka, la empresa alemana que contrató a Otto Frank, el padre de Ana, para expandir su negocio en los Países Bajos. Gracias a eso, la familia logró instalarse en Ámsterdam en 1934 y huir de la política antisemita. Frank pudo ver lo que otros tal vez se negaron a creer: que el discurso de Hitler no era mera retórica tendiente a ganar el voto de un pueblo desencantado y desesperado frente a una situación económica acuciante. Las fotos reconstruyen la decoración de los espacios que hoy se muestran vacíos. En las paredes los rostros sonrientes de la familia Frank marcan la línea de tiempo en los acontecimientos antes del encierro. 1941 sería el último año que Ana pasearía por las calles de la ciudad. También hay imágenes de los Van Pels y de Fritz Pfeffer, quienes se escondieron junto a los Frank, alegres, libres. Ninguna refleja la preocupación que los llevó a ocultarse indefinidamente. El horror que sucede a la felicidad lo relatarán Ana en su diario y también la historia.
Huir sólo retrasó lo inevitable. Invadida por los alemanes, Holanda se sumó al régimen nazi. Se prohibió a los judíos tener empresas, cursar estudios en liceos no judíos, hacer compras después de las cinco de la tarde y hasta salir de sus casas después de las ocho. Tampoco podían viajar en tranvía o usar bicicletas, ni coche. Ya no más ir al teatro, al cine, ni siquiera practicar deportes. Deberían portar la estrella amarilla sobre sus ropas como un estigma.
La persecución
Frente a la chimenea de la oficina hay un mapa de la ciudad. Las lucecitas rojas marcan el lugar preciso en que vivía cada una de las familias de origen judío. A los Nazis no les hacía falta la tecnología satelital para ubicar y deportar a los marcados, simplemente obligaban a la gente a inscribirse en un registro especial.
A mi cerebro argentino le cuesta entender por qué Otto Frank decidió cumplir a rajatabla con esta inscripción. Menos entendible es que lo hiciera para no perturbar a su esposa y a sus hijas, si justamente así podrían ubicarlos. Solemos pensar que como en 1940 no había redes sociales ni Internet, era más fácil eludir el control. Pero entonces tenían un medio de comunicación más eficaz: el boca a boca. Si eras judío y pretendías esconderlo, probablemente alguien habría de delatarte.
En el salón donde antes funcionaba el almacén la fila se detiene y es necesario dejar atrás las ansiedades por ver más o avanzar rápido. El concepto del tiempo se pierde en el pasillo frente al único mueble que conserva la casa. La biblioteca que encubre la puerta secreta es la bienvenida al encierro. La paradójica entrada a la libertad. Esconderse fue la solución que encontró Otto Frank para mantener con vida a su familia. Sin posibilidad de emigrar no cabía otra que la clandestinidad.
La rutina del encierro
En la casa de atrás el único habitante que queda es el silencio. El mismo que vivió allí entre las 8.30 de la mañana y las 17de cada día junto a las familias. Vivir en muda compañía era el único arma secreta con la que contaban para no ser descubiertos pues bajo sus pies Opetka continuaba sus operaciones, cualquier ruido, aun mínimo, podría despertar sospechas. Sólo cuatro personas de la empresa sabían de la existencia de la casa y colaboraban para su supervivencia. Sobre el empapelado amarillento del baño las reglas lo confirman: ni siquiera se podía abrir una canilla o tirar la cadena del inodoro durante esas horas.
En la habitación de Ana la luz del día no tiene permiso para atravesar las ventanas tapiadas, sin embargo, aflora el espíritu adolescente en el rostro de las estrellas de Hollywood de ese entonces, que observan desde las paredes. El mundo aquí es pequeño y cabe en un cuaderno. Aquel en el que la crudeza se mezcla lo naif y la realidad le gana a la ficción. Ana sólo tenía trece años cuando guardó su vida entre cuatro paredes y comenzó a escribirla en blanco y negro. Quince cuando murió en Bergen Belsen. El dolor a esta altura de la visita es inevitable.
Los ambientes son pequeños, tal vez el más cómodo fuera la cocina donde se reunían para escuchar la radio.
La última escalera está cerrada, por allí no cabe nuestras ganas de hurgar pero un espejo inclinado nos permite espiar el deseo de salir. En el ático, las hojas de un árbol se mecen con el viento. En el último tramo del recorrido, el diario original muestra una página cualquiera intocable tras el vidrio. Está la lista de libros que Ana leyó, las frases que fue subrayando para no olvidarse de lo importante. La historia de Ana Frank conmueve por la ironía del tiempo. El saber que estuvo tan cerca de salvarse.
El 6 de junio de 1944 las tropas aliadas desembarcaron en Normandía. Hay una luz al final del túnel, pero no alumbrará para los Frank, ni para los Pels, ni para Fritz. Pocos meses después, el 4 de agosto, fueron descubiertos por la policía alemana y el 3 de septiembre los trasladaron a Auschwitz. Quiso la mala suerte que Ana y su hermana Margot fueran enviadas a Bergen Belsen donde murieron de tifus en febrero de 1945, dos meses antes que el campo fuera liberado. Auschwitz fue liberado en enero de ese año. El único sobreviviente de la casa de atrás, fue Otto.
Por un momento imagino a Ana en una sala con un pequeño escritorio y una gran biblioteca. Una enorme ventana y un árbol que se mece con el viento en el afuera, sin el alambrado de un campo de exterminio.
Termino la visita en el gift shop. No me llevo el Diario, ya es universal. Me voy con su libro de historias y la postal de la biblioteca que cubría la entrada a la casa secreta.
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