En su intensa diversidad, Jujuy es el paraíso de los huertos de altura: el cayote dulcísimo, las infinitas variedades de papín andino, el yacón, el achiote ?que, dicen en Brasil, frotado sobre el esternón otorga a los guerreros fuerzas extremas para el combate?, las gírgolas, el ubicuo maíz, la quinoa, la kiwicha, la cebolla colorada... todo prospera aquí y se prodiga. Porque Jujuy es la tierra de los que honran a la tierra: la Pachamama, amorosamente cultivada y comprendida por manos de antiguas conocedoras y también por manos nuevas que respetan su mandato de estaciones y agradecimientos. Por eso es un don y una alegría comer en Jujuy: porque el cocinero pareciera ser el único mediador ?hacedor de maravillas? entre los frutos recién cosechados y la mesa donde se comparten.
Así iniciamos este recorrido: en busca del placer de los sentidos y del buen comer, también entendido como un viaje al corazón de los alimentos.
San Salvador: delicias de la tacita de plata
La llaman así (tacita de plata) porque los ríos que la abrazan ?Xibi Xibi y Grande? surcan el valle como cintas fulgentes. Hay mucho para ver y hacer en la capital de la provincia: visitar la Catedral con su púlpito laminado en oro; admirar la imponente Casa de Gobierno, flanqueada por cuatro esculturas alegóricas de Lola Mora, donde descansa la bandera legada al valeroso pueblo jujeño por Manuel Belgrano; visitar la Feria de Artesanos junto a la estación de ferrocarril y llevarse, como un pan bajo el brazo, una figura de arcilla pintada por los hermanos Mendoza... o simplemente caminar al azar, como en cualquier lugar del mundo, y dejarse sorprender por una calle umbrosa, un parque verdísimo o una fachada que el tiempo ?Cronos benévolo? ha sabido modificar.
Todo eso hicimos hasta quedar rendidos y recalar en Marazaga, de Marcela Castagna, uno de los restaurantes más concurridos de la ciudad. Después de recomendarnos los sorrentinos de charqui con salsa marazaga, Marcela nos cuenta el secreto familiar de este manjar sencillo venido de Italia: carne, vino, perejil, ajo y tomate perita cocidos durante un largo y provechoso día en grandes ollas de hierro.
Promediando la tarde, luego de visitar la activísima sede de Quinoa. Gastronomía Profesional (polo difusor de la cocina andina), nos dirigimos al Paseo Botánico y Etnobotánico de la Viña, a cinco minutos del centro. Cruzando el Puente San Martín y otro, más corto, sobre el río Chijra y subiendo por el exclusivo barrio Bajo La Viña llegamos a este hermoso y poco visitado parque: un pequeño núcleo de yungas con la mejor vista panorámica de San Salvador. El Museo Pasquini López ?que junto con el Paseo integra el Centro Cultural y Natural de La Viña? conserva, entre otras rarezas, una colección de delicadas tallas en piedra.
Terminamos la noche en Lola M, de Javier Siufi, el único restaurante de la ciudad que sirve mariscos. La tulipa del Mediterráneo ?de queso sardo y rellena con frutos de mar aderezados con crema de curry? es un hallazgo y un bienvenido cambio en los sabores habituales. A eso hay que sumarle el encanto de contemplar, allá abajo, las luces de San Salvador como un reflejo del cielo estrellado.
La línea de la Quebrada: Yo soy quien pinta las uvas / y las vuelve a despintar / al palo verde lo seco / y al seco lo hago brotar
Tilcara * Susques * Salinas Grandes
Al igual que todas las joyas recónditas del paisaje quebradeño, Tilcara parece haber estado allí desde siempre. Como la montaña. Como el cielo.
Con ánimo explorador iniciamos el periplo subiendo al Pucará: la ciudad fortificada de la época incaica que aun en ruinas parece vigilar, desde un pasado misterioso, el fugaz presente. Al bajar visitamos el local de la cooperativa Flor del Cardón, donde diariamente trabajan en sus telares y venden su producción (piezas únicas a precios razonables) tres grupos de mujeres.
Cerca del mediodía, después de habernos perdido por las mansas callecitas y acaso guiados por un olfato atávico, llegamos a nuestro primer destino: el restaurante Los Puestos, de Adrián García del Río, un jujeño de ley que divide su tiempo entre las tareas de anfitrión y las cabalgatas que organiza por la zona.
Los Puestos es un lugar acogedor donde cada detalle ha sido exquisitamente pensado: desde el mural pintado por Ferrán Huici hasta las mesas de una sola pieza de piedra traídas de la cantera de Los Pericos. La cocina, a cargo de la tilcareña Georgina, es simple y casera, de platos bien servidos: humitas y tamales, cazuela de cordero, pan casero, milanesas y empanadas al horno de barro. ¡Y parrillada! Sí, porque este restaurante es sinónimo de cocina argentina clásica en la Quebrada.
Nos sentamos a comer bajo un cielo límpido y después de haber disfrutado una ligera trucha al limón visitamos, Paseo Pueblo Indio, de María Bravo Zamora, un complejo recién inaugurado que incluye un bar especializado en generosos desayunos y postres ?el chef Walter Leal destaca la mousse de cayote con crocante de kiwicha y miel de caña?, cuatro locales de arte y productos regionales, y un hotel-boutique de blanquísimas habitaciones. Ganas de una siesta no faltan, pero tampoco curiosidad y deseos de seguir andando. Y así decidimos llegar hasta Susques.
Cruzamos veloces la espléndida cuesta de Lipán por la Ruta Nacional 52 en dirección al Paso de Jama y el paisaje puneño nos recibe con su aridez remota y sus vicuñas esquivas como pequeños soles corcoveantes. Cuando llegamos a Susques, en plena estepa andina, nos encontramos con Aurelia Vásquez, una de las cuidadoras de la iglesia. Como quien tiene trato cotidiano con los objetos de la fe, Aurelia nos cuenta que todos los domingos abre las puertas para la celebración de las misas: una a las 10 de la mañana (para adultos) y otra a las 11 (para niños).
Pasamos bajo el arco de la mamita ?una ofrenda de ramas y frutos a la Virgen y la Pachamama, que aquí se unen en feliz sincretismo? y junto al altar vemos a dos señoras preparando al Santísimo. Una le dice a la otra con tono cómplice: vos andá traéle el vinito y el pan.
Las 15 pinturas de santos que adornan las paredes ?herederas de la escuela cuzqueña y de una frescura y una bondad conmovedoras? nunca fueron restauradas (¡datan de 1598!) y no obstante se encuentran en perfecto estado de conservación. Dejamos a las señoras enfrascadas en sus quehaceres y ponemos rumbo a las Salinas Grandes cuando comienza a caer la tarde.
La marcha contra reloj nos depara, a falta de la luz buscada por el fotógrafo, un panorama prodigioso: ya se han ido casi todos ?hasta los artesanos de la Cooperativa Minera que ofrecen sus delicadamente toscas tallas en sal? y sólo quedan el blanco desierto oscurecido y un cielo de anchos trazos grises y anaranjados, como una pintura de Münch. Imposible resistir la tentación de correr y correr de cara al viento gélido. Volvemos a Tilcara escuchando música. A nuestras espaldas se extiende, engañosamente inmóvil, la gran salina con su fijeza de piedra.
Esa noche comemos en El Patio, de Mercedes Costa, una pionera de la cocina integrada (cocina tradicional + cocina de autor con rescate de sabores antiguos), radicada hace más de 25 años en Tilcara. Mercedes, quien además es antropóloga, nos explica sus ideas rectoras a la hora de diseñar el menú: recuperar "la cultura [originaria] de la cuchara" aggiornándola a los gustos actuales, favorecer los productos regionales y proteger la semilla.
Los platos-estrella de la casa son el lomito de llama a la pimienta con papines andinos, el pastel de mote y el pastel de cayote: una receta cuyas delicias me ocupé de comprobar. Cuando nos despedimos de Mercedes, nos dice con una sonrisa luminosa: "Lo característico de Tilcara es que aquí todos nos conocemos y en ese conocerse hay un bien, un tesoro amparado por los siglos". Es noche de luna llena y volvemos andando hasta nuestro hotel, el novísimo Las Terrazas. Construido en línea ascendente a la manera de un pucará sobre un antiguo asentamiento indígena, combina lo majestuoso con lo minimalista: desde las altas escaleras con barandales de agua hasta las angostas planchas de alabastro de Yavi en las habitaciones. Un consejo: si alguien desea iniciarse en telar, puede hacerlo allí mismo bajo la guía de doña Elvira (un individual se teje en medio día de labor).
Uquía * Hornaditas * Humahuaca
Llegamos a Uquía bordeando intermitentemente el Río Grande por la Ruta Nacional 9 y arrullados por la charla de Oscar Branchesi, amante conocedor de Quebrada y Puna, a las que llama sus aridales. Don Samuel Cruz nos recibe frente a la iglesia con una maravilla entre las manos ?la llave original de 1691, 450 gramos de pura plata peruana? y abre las puertas verdes de par en par. Presididos por un altar laminado en oro y flanqueados por candorosas guardas floridas, Miguel, Uriel, Salamiel y otros ángeles arcabuceros (que en realidad son ángeles militares o ángeles caballeros y forman una de las dos únicas series de pinturas indígenas de origen cuzqueño en la Argentina; la otra está en Casabindo) nos contemplan impasibles desde las paredes. Otro tesoro de la Quebrada... Y hay tantos que Nacho y yo saldríamos en estampida a conocerlos. Pero Oscar, quebradeño por adopción, marca un ritmo más sereno. Y así, bordeando montoncitos de piedras que son mojones, llegamos a la comunidad de Hornaditas.
Bajo un churqui ha poco enflorado conversamos con Miriam Puca, una mujer joven rodeada de hijos pequeños. "Los grandes están con el padre, en los huertos", dice. "Pero el mayor está en la escuela; de aquí son dos horas de viaje". Y mientras nos lleva a ver el cardón más viejo del mundo (dizque tiene más de 300 años) nos enseña a mismear: formar una hebra de lana gruesa con varias otras, muy finas, trenzándolas al caminar. (Ya lo decía Maeterlinck: "la abeja laboriosa no tiene tiempo para la tristeza"). De Hornaditas vamos a un antigal cercano ?una ruina inca con su collea (silo para almacenamiento de granos), su tampu (posada) y sus dispersos cardones (las ánimas de los indios)? y luego al criadero de vicuñas El Molino, donde Nacho se da el gusto de fotografiar a una madre amamantando a su cría (seguramente protegidas por Coquena, el tata de los cerros). Miramos el reloj por primera vez y salimos disparando para Humahuaca.
Asentada entre pendientes mansas de colorido suave, esta ciudad de paso invita a andar sus calles empedradas. Llegamos justo a tiempo, mediodía a pico, para ver a la imagen de San Francisco Solano impartir bendiciones (artilugio mecánico mediante, a la manera de un reloj cucú) desde el edificio del Cabildo y, luego de un sabrosísimo lomo a la diabla humahuaqueña en El portillo, volvemos a Tilcara.
Antes hacemos un alto en Huacalera, sobre el Trópico de Capricornio, en cuya iglesia del siglo XVII se conserva una pintura de la escuela cuzqueña única en su temática: El casamiento de la Virgen. Esa noche, después de visitar la feria de la plaza grande y comprarles especias a las mamitas, comemos en La Chacana, el restaurante de Mónica Bertuzzi en el Paseo Tierra Azul.
Chacana significa puente cósmico en quechua y, fiel al aura de ese nombre, Mónica ha creado un lugar de encuentro: del comensal con los sabores, con el compañero de mesa y consigo mismo. Sentados en el patio, al rumor del agua de la pequeña fuente, disfrutamos de sendos lomos ?uno de llama con panceta sobre un aromado colchón de rúcula y otro al malbec con guarnición de guacamole andino? y de innúmeros misterios culinarios que reservamos a la curiosidad futura del lector. Despedimos el día de manera inmejorable: en la Posada Aguacanto, un cálido refugio para quienes busquen aunar belleza y confort en la Quebrada.
Purmamarca * Palca de Aparzo
Fundada en 1594, su nombre significa pueblo de la tierra virgen en lengua aimará. Cobijada por el Cerro de los Siete Colores, que se continúa en las inmensidades de Los Colorados, Purmamarca es el sueño del viajero: con sus hileras de casas blanquísimas recortadas contra los cerros y enclavada en el paisaje como una piedra o un cardón más, ofrece generosa el mejor alimento para el alma. Y también para el cuerpo.
El Manantial del Silencio es un capítulo aparte en la guía gastronómica local. Su chef, Sergio Latorre, tiene el temperamento, la visión y la arisca sutileza de todo artista. Y sus platos son creaciones; los ama, los cuida incansable y les exige lo que el autor a su obra: dar rienda suelta al espíritu, materia mediante. Y así, con la premura de un ábrete-Sésamo, Sergio revela una seguidilla de manjares: pastel de novia salteño (techo de merengue especiado, pollo y sofrito de cebollas, morrones, olivas y pasas de uvas), pacú del Bermejo (servido sobre un puré rústico de habas y menta) y chicharrón de cerdo (livianísimo a pesar de haber sido cocido en su propia grasa) con mote de maíz Capia. Y para coronar, nos agasaja con el primer concepto de postre indígena incorporado por los españoles: el huesillo con trigo mote (el huesillo es una compota de frutas secas y el mote es el trigo sin piel), con batido de espuma de mango y hojitas de menta.
Purmamarca sigue allí, soleada y silenciosa en la siesta. Nos encontramos con Oscar bajo el algarrobo de la iglesia ?donde pasó sus últimos días el cacique Viltipoco y descansaron las tropas de Belgrano y donde los copleros renuevan las antiguas tradiciones cada enero? y ponemos rumbo a Palca de Aparzo por la Ruta Provincial 73.
En el Abra de Cruz, en una apacheta a 4.100 metros de altura, hacemos nuestra primera ofrenda a la montaña quebrando unas hojas de coca que trajo Oscar. En Palca de Aparzo, un caserío flanqueado por corrales de burros ceñudos, nos recibe don Mariano Vargas, cuidador de la iglesia ?antiquísima como todas, data de 1617? y tejedor de ponchos "que regala, porque poco se venden". Luego cruzamos el puente de Zenta, donde quedan restos de una fortaleza inca, y observamos en las serranías homónimas los senderos aborígenes como líneas claras. Oscar nos cuenta que todavía se usan.
En la apacheta del Abra de Zenta, a 4.450 metros, hacemos nuestra segunda ofrenda. Desde aquí, con tiempo y viento a favor, convendría seguir por la Ruta Provincial 83 (un camino de cornisa con fuertes pendientes en bajada) hasta Cianzo ?donde los cardones se llaman poco y tienen un solo brazo y flor roja, a diferencia de los pasacana tilcareños de varios brazos y flor blanca? y Santa Ana ?aquí las señoras todavía llevan rebozos bordados rojos o azules, que cambian de color una vez al año?. Pero tenemos que ir volviendo: las nubes avanzan sobre las cumbres y nunca se sabe.
Esa noche, embebidos de cielo y esplendores, comemos en Bío: otro hito en la cocina andina de autor. Rolo Scarpetti, el cocinero nómade, nos recibe con rimbombante alegría: está enamorado de Purmamarca y de sus cultivos ?a los que considera una bendición? y ese amor se manifiesta en todo lo que hace: desde la sopa de calabaza con torrontés hasta el helado casero de lavanda, pasando por la trucha curada al estilo escandinavo con ensalada de mandarina y berro, y la silla de llama con ketchup de mango, ensalada de maní tostado y verdes. Nos despedimos de Rolo y de Purmamarca. Dejamos atrás los huertos que tan generosamente se han brindado. Y allá nos vamos, agradeciendo a la Pachamama "como quien mira hacia adentro".
Por Teresa Arijón
Fotos de Nacho Calonge
Publicado en Revista LUGARES 149. Septiembre 2008.