Lo que jamás haría antes de subirme a un avión y aprendí de la peor manera
Hace un par de años estábamos husmeando el Hot Sale con mi amigo Darío y nos aparecieron unos pasajes de último momento a Río de Janeiro, tan baratos que largamos todo lo que estábamos haciendo y nos pusimos a armar una mochila llena de zungas y bronceadores. Debíamos partir al día siguiente, desde aeroparque, para pasar todo el viernes y sábado tomando caipiriñas y comiendo Garotos. Lo complicado era la vuelta, pues el avión partía ese domingo a las 9:00 de la mañana y nosotros no tuvimos mejor idea que salir toda la noche y mandarnos, sin dormir, directo al aeropuerto.
No dormir
Era todavía de noche cuando chequeamos las valijas y nos fuimos a sentar, casi destruidos, a las incómodas sillas dispuestas al lado de nuestra gate. Todo parecía tolerable hasta que salió el sol, un anaranjado y resplandeciente sol carioca que atravesó las paredes de vidrio y nos dejó ciegos de tanta luz. Sentí náuseas, me empecé a marear y me dio una leve taquicardia. Cuando por fin subí al avión, se desató un horrible ataque de pánico producto de la acumulación de adrenalina y cansancio extremo que había experimentado durante aquellos dos días de Hot Sale en Río.
Al volver, mi médico me dijo: "Nunca te vuelvas a subir a un avión sin dormir, ya no tenés edad". También visité a un psiquiatra, que me alertó sobre estas situaciones y me dio algo para tomar en caso de emergencias aéreas panicosas.
Desde aquel episodio conocí las nuevas limitaciones de mi cuerpo, y cada vez que me toca un vuelo de madrugada procuro acostarme, aunque sea un par de horas, antes de encarar la tormentosa tarea de ir al aeropuerto temprano a la mañana.
Tomar alcohol
Tomar mucho alcohol antes de volar tampoco es una posibilidad.
Cuando tenía 25 pasé mi última noche en Madrid, luego de un ajetreado tour europeo, bailando hasta el amanecer en una disco (bueno, los españoles le siguen diciendo "disco") y tomando cuanto trago me invitaran por ser joven, excéntrico y hablar como argentino. El avión a Buenos Aires salía a las dos de la tarde, lo que me daba un tiempo prudencial para dormir. Pero el problema no fue la falta de sueño, sino la abundancia de resaca. Hasta el día de hoy, muchos años después, no olvido lo mal que la pasé en el aeropuerto, en el vuelo y en todo lo que ocurrió durante esas eternas doce horas que tardé en llegar a casa.
¿Vale la pena irse de fiesta para aprovechar nuestra última noche de vacaciones antes de volar? Absolutamente no.
Comer de más
Tampoco sirve comer antes de volar como si fuera nuestra última cena, aunque literalmente pueda tratarse de una comida irrepetible en un destino al que nunca volveremos. ¿En qué estaba pensando cuando probé ceviche en un pintoresco puesto del barrio más cool de Ciudad de México, en un almuerzo previo a seguir viaje a Playa del Carmen? En términos bromatológicos, todo lo que puede salir mal sale mal si nos subimos a un pequeño y asfixiante tubo de metal que recorre los cielos como si todo fuera muy normal. Desde aquel día me he vuelto célibe de cualquier plato delicioso y típico al menos dos días antes de volar. Mis amigos, con razón, dicen que soy un exagerado y se ríen cuando solo ingiero comidas saludables y sin riesgo en las horas previas a viajar, pero hace falta atravesar la experiencia de estar enfermo y desposeído arriba de un avión para nunca jamás volver a exponerse a la intoxicación aéreo.
No comer nada raro antes de volar es nuestro tercer mandamiento en la biblia del viajante obsesivo. Y tomar remedios que prevengan los resfríos o el malestar estomacal nunca está de más.
Entrenar más de la media
Todos sabemos que hacer gimnasia o practicar algún deporte son costumbres saludables y recomendables. ¿Pero qué pasa si el deportista en cuestión es un influgommer que hará todo lo posible para salir marcado en las fotos a torso descubierto de su feed de Instagram? Hace un tiempo me invitaron al lujoso cumpleaños de una amiga chilena en Miami, en un yate con gente vestida de Versace posando en la cubierta al mejor estilo JLo. ¿Qué haría yo con toda mi flaquez deambulando entre esos seres inflados y perfectos? La respuesta era tan desoladora que no tuve mejor idea que darle duro a las pesas hasta el último minuto antes de viajar.
Me lesioné, es obvio, y volé con un bello dolor de hombro dislocado que parecía multiplicarse por diez mientras sufría acurrucado en mi asiento de Turista a miles de metros de altura. El lector pensará, sabiamente, que nadie puede ser tan estúpido como para hacer eso. Es verdad, pero debo aclarar que no hace falta llegar a tal extremo para arriesgarse a volar lesionado: un partido de fútbol con amigos, una práctica de yoga fuerte o un simple peloteo de tenis puede descolocar alguna pieza de nuestro cuerpo y hacer doblemente insoportables las diez horas que nos separan de cualquier destino. ¿El consejo? Ni pisar el gimnasio el día antes de viajar salvo para elongar, y si lo hacemos que sea con mucha suavidad y conciencia de vuelo.
Discutir con alguien querido
Las horas que pasamos incomunicados y con riesgo emocional variado en el tiempo y espacio neutrales que exige un avión deberían ser lo más inocuoas posibles. Una pelea antes de volar o un disgusto en los minutos previos a que nos obliguen a poner el teléfono en modo avión pueden resultar letales.
El día antes de volver de un viaje de trabajo a París tuve la peor pelea en los dos años de relación que llevo con mi novio. Un intercambio fallido por WhatsApp derivó en audios que iban subiendo de tono sin la posibilidad de un abrazo reconciliatorio, fue seguido por un FaceTime en el que terminamos gritando al borde del llanto y de la separación. Así subí al avión, en situación emocional muy débil, tanto que mi desconocida compañera de asiento me vio llorar desconsoladamente y me ofreció pañuelos de papel, pensando seguramente que estaría en camino al funeral de un familiar cercano o algo parecido. ¿Podría haber dejado la pelea para cuando llegara a Buenos Aires? ¿Es necesario cuidar las emociones antes de volar, tanto como lo que comemos o las horas que dormimos? Claro que sí.
Porque aunque nos parezca muy normal en estos tiempos, subirse a un pequeño tubo de metal que atraviesa los cielos sigue siendo una de las cosas más demenciales –y geniales- que creó la humanidad.