Lituania muestra el esplendor de Vilna
La capital da la impresión de volver a descubrir una estética que Europa había perdido hace tiempo
VILNA (El País, de Madrid).- El sentimiento antirruso impregna esta antigua república soviética ahora independiente. Su capital es una de las más bellas ciudades del Báltico. Iglesias barrocas, puestos de venta ambulante y casas de colores se suceden en las calles.
A los 79 años, Juozas Aleksiejunas monta guardia ante la cámara de las ejecuciones de lo que un día fue cuartel general en Vilna, la capital lituana, de la siniestra policía secreta soviética, llamada entonces NKVD. Los visitantes pisan sobre un cristal blindado bajo el que, con extraño criterio artístico, se exhiben sobre un lecho de arena casquillos de bala de los verdugos y zapatos viejos, gafas graduadas y botones de las víctimas.
"En la antesala -asegura Juozas Aleksiejunas- había una mesa con un funcionario. El prisionero, ignorando lo que le esperaba, llegaba aquí acompañado de un guardián y, como si se tratase de un cambio rutinario de celda, se le decía que pasase a la habitación contigua. Tras la puerta se escondía el verdugo que, apenas entraba el reo, que tal vez ni siquiera sabía que estaba condenado a muerte, le disparaba en la nuca."
Juozas sabe de lo que habla. El mismo, detenido en marzo de 1944, poco después de que el poder rojo reconquistase Lituania que estaba en poder los alemanes, estuvo recluido cuatro meses en este complejo, convertido hoy en Museo de las Víctimas del Genocidio, aunque todo el mundo lo conoce como Museo de la KGB (Comité de Seguridad del Estado Soviético). Tuvo suerte. Excepto algunas palizas, dientes rotos, mísera alimentación y un terrible hacinamiento (hasta 20 reclusos en una celda pensada para dos), salió bien: sólo una condena por actividades antisoviéticas a 10 años de trabajos forzados, seguidos de ocho de residencia forzosa, que tuvo que cumplir en Vorkutá, en las heladas tierras rusas al norte del Círculo Polar Artico.
Las celdas y cámaras de tortura se abren hoy al visitante y ayudan a comprender por qué Lituania y las otras dos repúblicas bálticas ex soviéticas (Letonia y Estonia) construyen su devenir como países independientes de espaldas e incluso contra Rusia, con la que cortaron amarras en 1991.
Se habla inglés
Actualmente, con apenas un 8% de población de origen ruso (aunque en Vilna alcanzan a 100.000 de sus casi 600.000 habitantes), hay ya muchos jóvenes que no hablan la lengua franca del ex imperio soviético, y no es raro que se conteste en inglés a una pregunta en ruso, y en los mejores hoteles se puede ver la televisión italiana, española o finlandesa, pero no la rusa.
A pesar de todo, subidos a la ola de la crisis económica, los ex comunistas de Algirdas Brazauskas (lituano de pura cepa) quedaron en primer lugar en las últimas elecciones legislativas, aunque no lograron formar gobierno. Claro que este líder, que supo subirse pronto al carro del independentismo, es tan partidario como el que más de que su país se integre a la Unión Europea e incluso a la OTAN, aunque eso suponga cruzar lo que Moscú considera una peligrosa línea roja.
Resulta difícil que el visitante se abstraiga por completo de este contexto histórico, aunque su objetivo sea tan sólo conocer un país que, a pesar de su pequeña extensión (65.000 kilómetros cuadrados), ofrece multitud de atractivos arquitectónicos, artísticos y naturales, y una de las más hermosas ciudades del Báltico, que durante el siglo XX cambió 12 veces de mano.
Es un placer perderse entre las callejuelas del centro antiguo, sometido a un concienzudo proceso de reconstrucción, con sus numerosos hoteles y restaurantes, iglesias católicas (la mayoría barrocas), los puestecillos de venta ambulante (con el ámbar como oferta omnipresente), las casas burguesas pintadas cada una de un color, y sus profundos y apacibles patios interiores, orlados a veces de barandas de madera.