La tierra prometida, acá nomás: Morro de Sao Paulo
Navegamos desde la madrugada bajo la lluvia, pero el cielo se abrió frente a Morro de Sao Paulo y el sol iluminó con la luz dorada de tarde las torres del fuerte, el faro blanco y rojo, los paredones de arcilla, los botes y las redes colgando de los pescadores. Venimos subiendo la costa de Brasil hace un año, y este va a ser el puerto más norte de este viaje, luego el plan sigue en otro lado.
Es nuestra primera vez en Morro y llegamos con mucha ilusión: turistas que conocimos en Ilha Grande comparaban aquel paraíso carioca con este paraíso bahiano, aquella isla sin autos con esta isla sin autos, aquellas playas, senderos y cascadas con las de acá. Hicimos más de mil millas náuticas hacia arriba persiguiendo el verano, y sin planearlo, vamos a quedarnos a vivir en esta zona por casi dos meses.
Tiramos el ancla frente a la muralla, un poco antes del muelle a donde llegan las lanchas y barcazas que traen gente de Salvador, principalmente. Desde la capital de Bahía son 60 kilómetros, unas dos horas por mar abierto, un viaje corto y rápido pero en el que suele haber bastante ola, muchos se marean. Esto nos sorprendió: sólo nos separaban 60 millas de Morro, una navegación simple, toda de día, y nos encontramos con las olas más altas y rompiendo de todo el viaje hasta el momento.
A lo largo de todo el muelle, sobre las barandas, cuelgan carretillas de todos los colores con las que, por unos reales, siempre negociados, te llevan el equipaje hasta la posada o hostel donde te vayas a hospedar. Nosotros desembarcamos con nada más que una mochila y nuestra cachorra, porque siempre dormimos en el barco, sin excepción, pero los muchachos de brazos fuertes vieron su oportunidad con Ulises a quien, con sus piernitas de 3 años, seguro le costaría la escalada hasta arriba. Como si estuviera subiéndose a una montaña rusa más que a una carretilla, se sentó y arrancó.
La subida es empinada y angosta, de un lado es rampa y del otro, unos treinta escalones apretados. La subida desemboca en una primera plaza, con bancos, sombra fresca, música en vivo que llega de alguno de los bares, y la Igreja Nossa Senhora da Luz que se impone, alta y barroca, con su campanario, pintada de blanco y celeste y decorada en la entrada con guirnaldas de banderines. Se construyó en varias etapas, desde 1628.
De la plaza salen tres caminos principales, vamos al que sigue la subida hacia la izquierda hasta el faro y la famosa tirolesa. La pendiente nos cuesta con el calor del mediodía, pero entre el entusiasmo de Ulises y la cachorra que tira de la correa, seguimos a buen ritmo hasta el mirador: vemos nuestro querido Barco Amarillo bien fondeado y la unión del mar con el río que se mete en dirección a Gamboa, Galeão, Cairú y hasta Boipeba. Morro de Sao Paulo está en el Archipiélago de Tinharé, de 26 islas, sólo 3 de ellas habitadas.
Desandamos camino hasta la plaza y tomamos la segunda peatonal. Decir peatonal es una redundancia en Morro, donde no hay vehículos a motor salvo por una ambulancia del Puesto de Salud, el tractor que recoge la basura todos los días, y algunos otros tractores que conectan las playas más alejadas, siempre por calles de tierra, alejadas de la vila. Este camino va hacia las playas que se llaman según el orden en que van apareciendo: Primeira, Segunda, Terca, Quarta y Quinta o Praia do Encanto. El orden numérico e inversamente proporcional a la cantidad de infraestructura y gente.
No podemos ir con el velero hasta esas playas, porque no ofrecen reparo del viento ni de la ola que entra directo del Océano Atlántico. Así que el barco se queda frente al muelle y las recorremos a pie. Hay palmeras altas y el agua es limpia y cristalina, con muchas piedras que forman piletitas aún más templadas, ideales para Ulises. Con la marea baja a veces vemos pescadores a la caza de las langostas que frecuentan la zona. Un plato de langosta puede costar desde 80 reales en los restaurantes del centrito de Morro de Sao Paulo.
El tercer camino es la Rua da Fonte Grande, que pasa por debajo de un arco antiguo y avanza hacia el corazón de la vila, donde se concentra la mayoría de los pobladores, también hay muchas posadas y propuestas gastronómicas. Morro de Sao Paulo era una pequeña villa de pescadores hasta los años 70, cuando fue descubierto por mochileros y hippies. La fuente que da nombre a esta calle abastecía de agua dulce a los primeros pobladores y prisioneros, y data del siglos XVII, igual que la Fortaleza de Tapirandú y el Pórtico, construidos para evitar invasiones holandesas y proteger la Bahía de Todos los Santos.
De boa na Gamboa
Levantamos el ancla para meternos río adentro, buscando reparo del viento, la ola y el turismo. Pocas millas separan la entrada a Morro del muelle de Gamboa, su vecino inmediato, mucho más tímido y local, tal vez, mucho más parecido al Morro de Sao Paulo que descubrieron aquellos hippies. "De boa na Gamboa", se lee en algunos carteles a lo largo de la playa, que se puede caminar enterita hasta Morro con la marea baja, a paso de paseo con niño de 3 años y cachorra, unos 45 minutos.
Gamboa es por las gamboas, unas trampas de pescadores formadas por redes y unas cañas clavadas en la arena, metidas apenas unos metros en el mar. Hay gamboas en toda la costa, y con las mareas bajas se ven barquitos a remo recorriéndolas en busca de presas para comer y para vender. El pueblo es chico y se alarga paralelo al mar, con algunas panaderías, una pequeña iglesia colonial, un mercado, jardín y escuela, un astillero y algunos nuevos vecinos, ex moradores de Morro que vienen escapando del éxito turístico. Acá es ritmo de pueblo, y eso es justamente lo que buscan los viajeros que llegan a sus campings y casitas de alquiler.
Desde Gamboa, por la calle que sube detrás de la iglesia, sale un tractor con varias filas de asientos y capota de lluvia, que se mete en la isla, va por calles de tierra, imposibles en otro vehículo que no tuviera ruedas tan altas como yo, y llega a Zimbros. Los chicos bajan del tractor, van a la Escola CreArte, la única escuela tipo Waldorf de la zona. Nosotros seguimos hasta la última parada, donde el camino de tierra roja se encuentra con la Quarta Praia. Por diez reales, el tractor es un paseo divertido, a los saltos, una especie de safari por el mato virgen. Una vez en la playa 4, se puede caminar hasta la Quinta y luego regresar, con los pies por el agua, haciendo cuenta regresiva hasta el centro y muelle de Morro de Sao Paulo.
Las playas de Morro miran al Este, al amanecer, y desde cualquier lugar de Gamboa se ve el mejor atardecer de toda la "Costa do Dendé", como le llaman a los destinos en la parte sur del estado de Bahía. Son cielos rojos, con el sol redondo, de contornos nítidos, bajando hacia un horizonte chato, limpio, donde apenas asoma un banco de arena. Pasan los días en Gamboa y pensamos que podríamos quedarnos a vivir acá, por el clima de eterno verano, porque nos hacen sentir bienvenidos, por la cercanía con una gran ciudad como Salvador y la paz de un pueblo de rutinas sanas. Podríamos quedarnos, pero queremos navegar más.
Otros recomendados
- Tomar una lancha o una camioneta 4x4 hasta la playa Garapua, donde se puede almorzar y pasar el día.
- Hacer la excursión de vuelta completa a la isla, para conocer el convento franciscano de Cairú y las piscinas naturales de Boipeba.
- Hacer un paseo por el mangue, más allá de la Quinta Praia, para conocer la vida y probar la comida de Elías, pescador y personaje local (www.instagram.com/ mangueriders_morrodesaopaulo)
Más info: Seguí el viaje a vela de esta familia argentina por www.instagram.com/el_barco_amarillo