Minutos antes de aterrizar en la capital riojana, la azafata nos anuncia que la temperatura es de 36º. Al fin y al cabo no es tanto, digo para mis adentros. Poco después, compruebo lo errado que estaba. Ni bien pisamos suelo riojano, compruebo que cualquiera que visite la ciudad a fines de febrero, tendrá que aprender a convivir con el calor sofocante.
El taxi nos lleva al Naindo Park Hotel, un nuevo cinco estrellas a un costado de la plaza 25 de Mayo, pleno corazón de la ciudad. Inauguró con 102 habitaciones, pileta, spa y ?muy importante? un excelente aire acondicionado.
No obstante el solazo, decidimos con Eugenio encarar la recorrida de la ciudad. Arrancamos en el convento de Santo Domingo, una de las pocas construcciones que sobrevivió al terremoto de 1894, cuando el casco colonial quedó prácticamente destruido. La iglesia data de 1623 y tiene muros de calicanto construidos por los aborígenes, que, aseguran, las hicieron dotadas de propiedades antisísmicas.
Son las cuatro de la tarde, las calles están desiertas y nosotros, a punto de licuarnos. Por algo en estos lugares existe la siesta. Acá, lejos de ser un signo de pereza, es una necesidad. Así que decidimos hacerle caso al viejo dicho español de "donde fueres haz lo que vieres" y nos volvimos al hotel.
A las siete de la tarde salimos de nuevo. A esta hora, la actividad empieza a hacerse notar, los negocios suben sus persianas y hasta los bancos, oh sorpresa, abren sus puertas.
Después de un breve paso por la Catedral, visitamos la iglesia convento de San Francisco, a unas pocas cuadras de la plaza central. En su interior, aún es posible ver la celda donde se dice que vivió Francisco Solano, y en el patio, el tronco de un viejo naranjo que el mismo santo andaluz habría plantado.
Según cuenta la leyenda, estando el santo de visita en La Rioja, logró apaciguar a los aborígenes que tenían sitiada la ciudad. En conmemoración de este hecho se celebra el Tinkunaco, que en quechua significa el encuentro. El 31 de diciembre es la procesión, una de las dos festividades más importantes de la ciudad; la otra es Chaya, que tiene lugar a mediados de febrero.
Para visitar, también anote el museo folclórico, emplazado en una antigua casa colonial. Lo más destacable es la sala con objetos de plata, mates y facones, muestras elocuentes de la alguna vez reconocida orfebrería riojana.
Dos artistas
Al primero lo encontramos en el patio delantero de su casa, entre el jardín de cactus y sus cuadros. A la sombra de tres inmensos árboles, el pintor don Pedro Alberto Molina, 71 años, nos recibe y muestra su obra.
En ella describe mitología y leyendas de la zona, cuyos orígenes remiten al panteón de deidades diaguitas e incas. Los seres que habitan sus cuadros y grabados ?nos explica?, son los mismos personajes de los cuentos populares, esos que las abuelas relatan a sus nietos y ellos relatarán un día a los suyos.
Otro personaje en esta ciudad es Jorge Jabif, reconocido alfarero local que suele exponer sus obras en varios puntos de la capital riojana ?principales hoteles, mercado artesanal? y en Buenos Aires, en la Casa de La Rioja.
Sus enormes manos moldean un coloso de arcilla de 120 kilos, y como si se tratara del antiguo demiurgo, le va dando forma. Para sus obras, este artista utiliza arcilla roja; luego la decora con guardas y motivos provenientes de las diferentes etnias y culturas que habitaron por acá.
La Costa riojana
Con Alejo Piehl y su compañero Mario Andrada ?guías experimentados con los que LUGARES ya viajó en varias oportunidades? nos reunimos en el lobby del hotel. Después de las presentaciones, partimos los cuatro en el Land Rover de nuestros guías.
El programa: bordear la Sierra de Velasco, que divide el departamento de La Rioja del de Chilecito y se extiende, por el norte, hasta el límite con la provincia de Catamarca. Si bien existe un proyecto para unir ambas ciudades atravesando los cerros, todavía habrá que esperar unas cuantas décadas para verlo realizado.
Tomamos la RN75 hacia el noroeste y penetramos en la zona conocida como La Quebrada, lugar elegido por muchos riojanos para construir sus casas de fin de semana, y escaparle así al calor de la capital. Unos 15 km más adelante, después de atravesar un túnel, se encuentra Dique de los Sauces.
Unos 20 minutos después, llegamos a Villa Sanagasta, el primero de los pueblos de la costa, tal como denominan a las poblaciones emplazadas a lo largo de las faldas de la sierra. Construida en una quebrada entre cerros colorados con cardones, esta pequeña localidad es conocida por su culto a la Virgen India y su producción de vino patero.
La próxima parada es el pintoresco pueblo de Chuquis, rodeado de nogales y álamos. Lo más sobresaliente de este pequeño caserío de adobe es su pequeña iglesia, que data del 1849, y la vertiente que baja de las montañas. Según la tradición, allí vivía La Yacumana ?la madre de las aguas?, una deidad muy venerada por los diaguitas, ya que el agua siempre fue un bien escaso en estas tierras.
De nuevo en ruta, enfilamos hacia Anillaco, uno de los principales centros turísticos en los tiempos del unoauno. Ahí están para atestiguarlo, la pista de aterrizaje y su hostería Los Amigos, ahora con las persianas bajas y el pasto crecido. De su mayor atracción, La Rosadita, ya nada puede verse; el perímetro de ladrillo que rodea la quinta, al principio fue tapial y se ve que con los años fue creciendo hasta llegar a muro de dos metros.
En el pueblo, llama nuestra atención una casa de regionales, con ponchos colorados que cuelgan en la entrada; entre ellos descubrimos que también pende una caja chayera, con la cara de Carlos Menem de un lado y la de Cecilia Bolocco del otro. Curiosos, entramos. Puestas sobre una pared, vemos fotos y todas son de las celebridades que entonces visitaron la patria chica de Carlos Saúl; hasta una de la famosa Ferrari Testarossa hay.
Entre las numerosas excentricidades que fueron moneda corriente en Anillaco, tal vez ninguna supere la del frustrado proyecto de piscicultura de esturiones. De más está decir en la propiedad de quién está.
Llenos de estupor, seguimos camino hasta la ciudad de Aimogasta donde tomamos la RN60 hasta Alpasinche, y desde allí, rumbo sur por la RN40. Al oeste, ya podemos divisar la Sierra del Famatina, aunque cubierta por nubarrones grises que presagian lluvia.
Una serie de pueblitos se suceden en continuado a lo largo de 40 km antes de llegar al poblado de Pituil, punto en el que doblamos hacia el oeste por la RP39, con una dirección precisa: Chañarmuyo.
Viñas y bodegas
La tradición vitivinícola de La Rioja, que data de los tiempos mismos de la colonia, tiene dos rasgos sobresalientes. Uno, la producción de vino a granel. Dos, la alta calidad del torrontés, el vino blanco más famoso del país. Y además, el que de verdad tiene adn nacional, una interesante historia que ahora no es el caso abordar.
Ahora bien, a partir de la década del 90 las principales bodegas comenzaron a concentrar esfuerzos en la producción de varietales de uvas finas, en especial de tintas, destinados también al mercado externo. Tras la devaluación del 2002, este proceso se agudizó. Una política de exenciones fiscales y los precios, más competitivos, favoreció la aparición de nuevas bodegas y el paisaje árido comenzó a verdear de viñedos. En este contexto surge Chañarmuyo Estate, un nuevo emprendimiento enfocado en la producción de vinos de alta gama para el mercado internacional.
Emplazada a los pies de la Sierra del Famatina a 1.700 metros, la propiedad cuenta con unas 100 hectáreas de viñedos de uvas Malbec, Cabernet Sauvignon y Franc, Syrah, Tannat. Aquí, la vid crece en espaldera, la protege la malla antigranizo y recibe riego por goteo.
En cuanto a la bodega, ésta tiene una capacidad de producción actual de unos 500 mil litros, y ya proyecta duplicar la cifra.
Fiel a la tendencia actual de los establecimientos que reciben, Chañarmuyo Estate cuenta con su propia posada en este paisaje incomparable. Hay un casco principal y cabañas con diez habitaciones. Las instalaciones despliegan comodidad en todos los ámbitos y la cocina, focalizada en platos típicos, es muy buena.
Además de degustaciones de los vinos propios, el lugar ofrece opciones de ocio activo con caminatas y cabalgatas serranas, y práctica de deportes acuáticos en el dique de Chañarmuyo, a sólo un kilómetro de la propiedad.
Decimos adiós y tomamos la RP39 para hacer, unos siete kilómetros más adelante, parada obligadísima en el poblado de Campanas, y desde aquí, enfilamos al oeste para detenernos donde el camino concluye, en Santo Domingo, pintoresco caserío de adobe que despunta en el fondo de una fértil quebrada, a tan sólo tres kilómetros al norte por la RP11.
Sin abandonar la mencionada ruta provincial, pero esta vez con dirección sur, el se llega al pueblo de Angulos, y de ahí a la ciudad minera de Famatina. En este punto retomamos la RN40 y nos vamos para Chilecito. Alejo clava los frenos en la Finca del Paimán, su casa familiar, donde somos bien recibidos y mejor atendidos.
Un breve descanso y a partir de nuevo se ha dicho. Retomamos camino al sur por la RN 40 hasta Nonogasta; nos esperan para almorzar en la finca Valle de la Puerta, dedicada a la producción de aceitunas, aceite de oliva y vinos.
Recorrer las plantaciones, visitar la bodega, la planta de aceite y degustar los varietales La Puerta, es una propuesta que están desarrollando para turistas, con un programa de visitas que arman en conjunto con Alejo Piehl.
El recorrido de bodegas concluye, de vuelta a Chilecito, en la bodega central de la Cooperativa Vitivinifrutícola de la Rioja Ltda., conocida como La Riojana. Esta cooperativa, fundada en 1940 por productores de Chilecito y del norte de Córdoba, produce en sus seis bodegas unos 65 millones de litros por año. El grueso de este volumen se fracciona en tetrabricks, botellas y damajuanas.
El resto se compone de las diferentes líneas de vinos finos varietales que se comercializan en Argentina y en el exterior. La más reconocida es Santa Florentina, línea reconocida por su galardonado torrontés.
Por Chilecito
Un reparador desayuno bajo los aleros en la finca de Alejo, nos prepara para la recorrida por los alrededores.
Seguimos la 40 hasta Nonogasta, doblamos hacia el oeste, y unos 15 km después llegamos a la Cuesta de Miranda. Con una extensión de 14 km de ripio y unas 400 curvas, la cuesta ofrece, desde su mirador a dos mil metros de altura, vistas incomparables. Hacia el este, la fértil quebrada del río Miranda que corre entre paredones colorados y cerros policromados; hacia el oeste, toda la magnificencia de la sierra del Famatina con sus nevados que superan los seis mil metros.
Regresamos a la finca de los Piehl, almorzamos, y a las tres de la tarde, resistiendo la tentación de la siesta, nos dirigimos a la sierras del Famatina para visitar el antiguo cable carril de la mina La Mejicana.
Construido en 1904 por la empresa alemana Bleichert, de Leipzig, es sin dudas una de las mayores obras de ingeniería de la primera mitad del siglo pasado. Con una extensión de 34 km e impulsado por motores a vapor, el cable carril unía la estación de trenes de Chilecito con la mina en las sierras, a 4.400 metros de altura.
Durante una década, sus propietarios ingleses extrajeron una cantidad indeterminada de oro, plata y cobre; luego, como llegaron se marcharon. Hoy las 269 torres de hierro del cable carril y sus nueve estaciones, son parte del patrimonio histórico de Chilecito y una de sus principales atracciones turísticas.
En su visita pasada, LUGARES estuvo en la última estación, la número nueve; en esta oportunidad la variante de la cabalgata para llegar hasta la estación número tres nos tienta. Así es que dejamos el jeep en el río Amarrillo y montamos a caballo.
El camino nos lleva por una amplia explanada poblada de chañares, jarillas, retamos y algarrobos. Lo único que se escucha es el tintineo de los rebaños de cabras y el ruido de los cascos de los caballos, que a medida que avanzan, sacuden las innumerables hierbas aromáticas y saturan el aire con el perfume del poleo, la salvia, el inca yuyo.
Media hora después llegamos al puesto de la Ensenada, propiedad de la familia Vargas. Nos tomamos un respiro y afrontamos la última parte del trayecto. A medida que nos internamos en las sierras, el camino se va haciendo cada vez más escarpado, hasta convertirse en un vertiginoso zigzag.
Luego de unos 40 minutos de marcha y unos cuantos raspones, llegamos a la estación en el momento justo de la puesta de sol, detrás de los cerros. Hacemos reconocimiento del lugar y por último regresamos hasta el puesto donde una camioneta nos lleva de vuelta al jeep.
Estamos en la finca, una vez más. Calor de hogar y la bienvenida cena nos induce a decir buenas noches. El cansancio es más fuerte que cualquier voluntad.
Mañana diremos hasta la próxima vez. Y nos iremos con la última y valiosa recomendación de Alejo: de regreso a la capital, hay que detenerse en los Mogotes Colorados, un Talampaya en miniatura que se detecta a unos 40 km al norte de Patquía, al costado de la RN74.
Por Martín Eugenio Astigueta
Fotos de Anahí Bangueses
Publicado en Revista LUGARES 120. Abril 2006.