El mar está a dos metros donde aterrizó el helicóptero. Turquesa y calmo. Las aspas del vuelo anterior todavía giran y no se escucha nada. Entiendo que en unos minutos vamos a sobrevolar los hits de Gran Caimán, la mayor de las tres islas de este país caribeño. El piloto se llama Jerome Begot y andará por los cincuenta. Es un francés canchero y buenmozo que hace chistes porque sabe que uno está nervioso antes de volar. Llegó con su mujer nueve años atrás para montar una empresa de vuelos turísticos. Lograron los permisos correspondientes y hoy hacen más de quince vuelos por día. Ni bien despegamos se ve un crucero enorme, uno de los seis o siete que llegan cada día a George Town, la capital de las islas. La mayoría zarpa de Miami, que está a unos 700 kilómetros, una hora de vuelo o varias navegando.
El crucero que veo desde el aire tiene cinco pisos, igual que el edificio más alto de Caimán, el hotel Ritz Carlton. Esos miles de turistas embarcados bajan durante el día a la isla. Hacen excursiones, alquilan un auto, se casan, compran diamantes o relojes y vuelven al barco y a la mañana siguiente se van a otra isla.
No vienen a depositar dólares, los dólares ya están en este paraíso fiscal. Hace un par de días, ni bien aterricé en las islas busqué bancos, pero encontré un retrato de la reina Elizabeth II sonriente, atrás de migraciones. Caimán no festeja el Día de la Independencia. Igual que las Islas Malvinas, las Caimán son un Territorio Británico de Ultramar supervisado por el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas.
Mientras esperaba la valija en el aeropuerto pensé que vería publicidades de bancos, en cambio había una foto del fondo submarino de las islas: rayas, un pez loro, corales abanico, estrellas de mar y tortugas. Cuando salimos rumbo a la ciudad dije ahora sí, pero nada. Ni un banco. Después me enteré que de las 40.000 empresas registradas en la isla ?600 son bancos? muy pocas tienen cartel. Se habla de que manejan 500.000 millones de dólares. La mayoría son oficinas grises que no atienden al público. Extrema confidencialidad. Finanzas, un pilar de la economía de Caimán.
El tema de la exención impositiva viene de lejos. Resulta que a fines de 1700 diez barcos ingleses se hundieron frente a las costas de Caimán; los locales prestaron gran ayuda y no hubo muertos. En agradecimiento por su valentía, el rey Jorge III eximió a los ciudadanos de pagar impuestos de por vida.
El helicóptero sobrevuela la ciudad y en un segundo se ve la otra costa. A pesar del adjetivo, Gran Caimán mide apenas 35 kilómetros de largo por 12 en la parte más ancha. La más angosta es la que sobrevolamos ahora, Seven Mile Beach, una franja de casi nueve kilómetros de arena clara. Ahí están los hoteles, las mejores playas y, muy cerca, el centro.
Mientras el piloto señala mansiones millonarias cuenta por los auriculares que esa es la casa de John Travolta, aquella la de Morgan Freeman y la de más allá, de Julian Moore. Cuando no hace piruetas que dejan pálidos a más de un pasajero, Jerome Begot habla. Cada frase es una publicidad de las islas. Que el color del agua fue seleccionado como el más bonito después de Bora Bora y Hawaii, que es uno de los mejores lugares para bucear, que la isla está rodeada de arrecifes de coral. Desde arriba se ve el mar de color claro, y de repente se vuelve casi negro de tan azul. Ahí hay más 8 kilómetros de profundidad, es una de las partes más profundas del Caribe. Basta torcer la mirada hacia allá para que de miedo.
En la bahía de enfrente, en cambio, el agua es transparente y la arena está ahí nomás. Desde lo alto distingo tres barcos pequeños que rodean un grupo de lunares negros. El helicóptero baja y los lunares toman la forma de rayas. Unos días después del vuelo fui a Stingray City en uno de esos barcos pequeños ?y lujosos? y cuando me lo indicaron me bajé, el agua a la cadera, y abracé una raya mientras el marinero la alimentaba. La piel es lisita y aceitosa, y por más que son mansas y no atacan, me acordé del cazador de cocodrilos Steve Irwin muerto por una raya látigo, y las acaricié suave y más bien rapidito. Antiguamente, esos bancos de arena eran usados por pescadores que limpiaban la pesca y tiraban los restos. Con el tiempo, las rayas se acostumbraron al alimento y a los humanos.
Ya pasaron los veinte minutos de vuelo. Antes de aterrizar vemos el Kittiwake, un antiguo navío de rescate estadounidense que el gobierno de Caimán compró, trasladó y hundió el año pasado frente a las costas para promover la formación de corales y agregar un nuevo atractivo al buceo local. Barracudas, langostas, pulpos y naufragios. El proyecto es hundir otros cuatro barcos en los alrededores de la isla. Turismo, el otro pilar de la economía en Caimán.
Natural y tropical
El cielo amaneció gris plomo y en minutos comenzará a llover. Por momentos todo parece tan controlado en la isla que es raro cuando la naturaleza se expresa. Pero de eso no hay dudas. Como otras islas del Caribe, Caimán fue descubierta por Colón y tiene una historia asociada a piratas y huracanes. Cada tanto llega uno enfurecido y deja un desastre. Iván fue el último, en 2004. Casi diez años atrás y todavía se habla de él, de los daños, de antes y después de Iván. El francés perdió un helicóptero, miles de habitantes se quedaron sin casa y la isla permaneció sin luz durante tres meses. Después, todo vuelve a empezar: se construyen viviendas, llegan los turistas y las bodas de pies descalzos, frente al mar. Cada año se casan en Caimán unas 600 parejas: en la playa, en el jardín botánico, en un castillo histórico.
Llueve, para, sale el sol. Todo el tiempo hace calor. Camino al botánico vemos una pareja en pleno casamiento. Al final de un sendero de pétalos de rosa, ella con vestido blanco y él con guayabera. La jueza, que usa capelina, los hace firmar y todos aplauden. Antes de besar al novio, la novia saca un pañuelo y le limpia el sudor (hace más de 30 grados). Y entonces sí, lo besa.
En el camino aparecen cementerios llenos de flores con vista al mar. La vegetación tropical se detiene un par de centímetros antes de la ruta, y se nota que tiene ánimo de colonizar. En la isla hay veinte variedades de mango, bananas, piña, caña de azúcar, coco, tomates, pepinos. Paramos en Bodden Fruit Stand, un puesto donde compra la gente de acá: venden licuados, jugos y frutas frescas.
Una de las imágenes que más me gustó de los recorridos por Gran Caimán es la de un negro rastrillando con parsimonia un jardín de arena en el frente de una casa pintada de verde Nilo. Los sand yards son los jardines típicos de la isla. Hay plantas y canteros de flores y en lugar de césped el suelo está cubierto de arena. La tradición tomó algo de las prácticas africanas de guardar un espacio de arena y sombra alrededor de una aldea y algo del gusto inglés por los jardines. Es raro ver rasgos ingleses ?manejar por la izquierda, la puntualidad, el té? en el Caribe exuberante y de piel oscura.
En sintonía con lo british, el jardín botánico de las islas se llama Queen Elizabeth II. El día que volvía se celebraban los 60 años de reinado, feriado, las calles repletas de banderas inglesas y carteles de God save The Queen. Viajé a las Islas Caimán justo cuando se reunió en Nueva York el Comité de Descolonización. Lo comenté con algunos locales y todos parecían conformes con formar parte Reino Unido. "¿Quién nos ayudó inmediatamente cuando pasó Iván"?, me dijo una guía que perdió su casa.
El gobernador es la autoridad máxima, elegido por la Corona. Lo secunda un vicegobernador y el consejo de ministros, que se vota. Varios de los caimaneses con los que hablo mencionan la corrupción local.
Llegamos al botánico y la vegetación densa oscurece la tarde. Un cartel advierte que a la salida uno debe chequear si hay iguanas bajo las ruedas del auto, parece que esa sombra les agrada para dormir. Son iguanas, no caimanes, de éstos hubo pero el hombre los cazó y se extinguieron. En medio de un bosque de flores del paraíso y crotones extra large vi mi primera iguana azul. Parecía embalsamada, pero estaba viva. Cada vez que se caía la fruta de un árbol, corría a buscarla y se la tragaba. Escuchaba el sonido y activaba las patotas. Parecía prehistórica y tenía los ojos rojos, como si hubiera tomado alcohol.
Hasta hace algunos años, la iguana azul era considerada una subespecie de la iguana cubana, pero desde 2004 es una especie nueva en la Tierra. También se la conoce como dragón azul. Durante los últimos cien años la población de iguanas disminuyó, hasta que en el año 2002 quedaban menos de dos docenas de iguanas azules en el mundo. Nadie se las comía, en general eran atropelladas al cruzar la ruta o atacadas por perros y gatos feroces.
Después de una década de protección y a través de un programa de recuperación, la iguana azul se cría en cautiverio y, gradualmente, es liberada en el norte de la isla. Antes, se la marca con un chip que contiene toda su información.
No toqué ninguna iguana, pero ahora que lo pienso, la experiencia en Caimán incluye la interacción con animales que para nosotros son exóticos. Así como esa mañana abracé una raya, una tarde fui propulsada por el hocico de un delfín y volé como Superman al ras del agua, y otro día tuve en las manos una tortuga marina de pocos meses.
En la chacra de las tortugas, el lugar más visitado de la isla, me enteré de que la historia de Caimán está, también, muy asociada a las tortugas verdes (la misma especie que aparece en Buscando a Nemo). Colón las llamó Islas Tortuga. Durante varios siglos hubo muchas tortugas en los alrededores de las islas. Como era fácil cazarlas, los barcos cargaban varias para tener carne fresca en los viajes largos. La tortuga es la figura principal de la bandera de Islas Caimán.
Con cerca de 5.000 animales, Turtle Farm es un criadero. Abrió a fines de los años 60 y ya liberó más de 30.000 tortugas. Además, destina el 25% al consumo humano, de esa manera se evita la caza furtiva. Mientras tragaba con pocas ganas un bocado de tortuga frita me contaron que el guiso de tortuga es el plato nacional. Creo que nunca lo probaré.
El caso de las sandalias
Entre las cincuenta mil personas de 136 países que viven en las Islas Caimán hay unos treinta argentinos. Uno de ellos es Andrés Ramírez, el gerente del hotel donde nos alojamos. Acaso conmovido por volver a escuchar el acento, la jerga y los chistes, una noche nos invitó a tomar unos tragos en un bar frente a la playa. Un par de jamaiquinos tocaban reggae y calipso. Algunos bailaban, otros conversaban. Mesas al aire libre, ahí nomás de la arena; mojitos helados, verano perfecto. No se necesitaba chal para estar a gusto, con la musculosa era suficiente. Ahí me enteré que en Caimán, salvo que sea un huracán, no sopla viento. Por eso los sand yards se mantienen como si les hubieran puesto un spray fijador.
Al día siguiente tocaba madrugar, pero la música, la charla, la noche invitaban a quedarse. No hubo tiempo de dudar. Medianoche en punto y prendieron las luces y se cortó la música. "Acá no hay rumba, la isla es muy religiosa y todo cierra a las 12", contó un mexicano. En su mayoría católicos y protestantes. En Caimán no hay discotecas ni casinos, mucho menos cabarets. Ni hablar de topless o nudismo, que están prohibidos. Es una isla muy controlada.
El hotel quedaba a unos dos kilómetros y decidimos caminar por la playa, descalzos, mojando los pies en el agua tibia cada vez que venía una ola.
El horizonte y el mar estaban juntos, oscuros. Las Islas Caimán son tres. Gran Caimán es la mayor y la más turística. Las otras dos Caimán Brac y Pequeño Caimán son más chicas y menos pobladas, destinos ecoturísticos.
La caminata nocturna siguió apacible. No nos cruzamos con nadie, las olas murmuraban. En un momento paramos a sacar unas fotos de la playa. Y seguimos, ya faltaba poco para el hotel. No lo reconocimos por las palmeras. Curiosamente, en la playa más famosa de Caimán hay menos palmeras, el símbolo del Caribe, que casuarinas. Como las del Tigre, pero frente al mar. Faltaba poco para entrar al hotel cuando una fotógrafa se dio cuenta de que había olvidado sus sandalias en la parada anterior. Retrocedimos y las buscamos un rato sin éxito. Era una noche sin luna y ella no recordaba exactamente dónde las había dejado. Se trataba de sus sandalias preferidas, pero en los viajes pasa: uno pierde cosas. Así que al final se resignó.
Entramos al hotel. El aire acondicionado en modo polar me hizo pensar que la mayoría de los huéspedes sería norteamericana.
El día siguiente fue intenso, hubo actividades, comidas y un rato para meterse en el mar. Cuando por fin regresamos al hotel todavía era de día y recordé eso que un guía nos había comentado sobre la extrema seguridad de la isla ?hay diez robos por año? y le dije a la fotógrafa que camináramos hasta el hotel vecino para ver si las sandalias habían quedado ahí. Esquivamos gente, canoas y reposeras. Hasta que llegamos, preguntamos y nada. A la vuelta, la playa estaba casi vacía, la tarde medio rosa y los empleados de los hoteles guardaban las sillas hasta el día siguiente. No faltaba mucho para la noche. Creo que hablábamos de comida cuando, de repente, vimos las sandalias sobre la arena, en el mismo lugar donde las había apoyado casi un día antes. Probablemente nadie las habría tocado. La fotógrafa llegó a la cena con una sonrisa. Tenía las sandalias puestas.
Por Carolina Reymúndez. Nota publicada en revista Lugares 199.
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